Utrecht-Nápoles, con escala en Venecia
Aciertos y decepciones en el Festival de Música antigua de la ciudad holandesa, que apuesta por el riesgo y el descubrimiento de nuevos repertorios y nuevos valores
Un año más, la Mostra de Cine de Venecia y el Festival de Música Antigua de Utrecht coinciden en las mismas fechas. La primera recibe, como es lógico, una atención mediática muy superior a la que suscita el segundo, porque el dinero que mueve el cine es incomparable con el que mantiene vivo ese auténtico nicho de mercado que es la interpretación históricamente informada de la música medieval, renacentista y barroca. Pero tiene sentido comparar una y otro porque muchos festivales de música olvidan que, aun sin premios ni jurados de por medio, sus homólogos cinematográficos (y en Utrecht se celebra también el más importante de Holanda: aquí se estrenó, por ejemplo, en 1968 Crónica de Anna Magdalena Bach, de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet) parten de la premisa de que tienen que ofrecer películas nuevas. Nadie se tomaría la molestia de ir a Venecia, o a Cannes, o a San Sebastián, o a Berlín, para ver las mismas películas que ya se han proyectado previamente en las salas comerciales. Pero en España, por concentrar la comparación en el país que nos queda más cerca, abundan los festivales de música en los que, si bien de manera concentrada en el tiempo, se ofrece el menú de siempre con los intérpretes de siempre.
Paradójicamente, desde hace 38 años, el Festival de Música Antigua de Utrecht ha apostado con frecuencia por lo nuevo, lo que en su caso quiere decir tanto por obras como por intérpretes desconocidos. Utrecht ha sido tanto un escaparate donde se han dado a conocer grupos o músicos que querían hacer oír su voz dentro de este pequeño nicho, como un lugar amante del riesgo y la experimentación: aquí siempre hay público deseoso de escuchar y valorar aun las propuestas más audaces y las músicas más recónditas. No es casual tampoco, por supuesto, que esto haya sucedido en un país donde han nacido, trabajado y enseñado varios de los más grandes pioneros del movimiento historicista de la música antigua, que desde los años sesenta del siglo pasado ha abogado con fuerza por interpretarla tal como debió de hacerse en el momento de su nacimiento. Al funeral de Gustav Leonhardt en Ámsterdam en 2012 asistieron dos compañeros de fatigas de aquellas conquistas: el flautista Frans Brüggen, que moriría dos años después, y el violonchelista Anner Bylsma, que acaba de dejarnos hace tan solo un mes. Se ha cerrado, por tanto, el tiempo de los pioneros, que tuvieron que librar batallas tan encarnizadas y derribar tantos prejuicios. Se buscan sucesores.
Quien mejor ha encarnado ese papel en estos primeros días del Festival de Utrecht ha sido el italiano Marco Mencoboni, formado justamente con Gustav Leonhardt: su manera de tocar el clave el pasado domingo en un programa exigentísimo en la Lutherse Kerk así lo delataba. Como su maestro, a Mencoboni también le gusta dirigir y el miércoles ofreció en el Vredenburg una demostración de sus capacidades. Diego Ortiz es justamente conocido por su Trattado de glosas, impreso en Roma en 1553, pero con una dedicatoria a Pedro de Urriés fechada el 10 de diciembre en Nápoles, que es la ciudad en la que el Festival de Utrecht concentra este año casi todas sus miradas. Se trata del primer manual impreso de ornamentación para los instrumentos de cuerda frotada y, como tal, es una fuente invaluable para acercarnos a la práctica interpretativa de la época y un tratado insoslayable para los violagambistas. Menos conocido es, en cambio, que, en su condición de maestro de capilla de los virreyes de Nápoles, Ortiz había de componer también música sacra y varias de sus obras aparecen compiladas en su Musices liber primus, publicado en Venecia en 1565. Esta es la fuente que ha utilizado Mencoboni para ofrecer un servicio de vísperas tal y como pudo haberse interpretado en la ciudad adoptiva del compositor toledano a mediados del siglo XVI.
El Ortiz moderno y fantasioso del Trattado de glosas contrasta con el polifonista austero y arcaizante de estas Vísperas, que Mencoboni ha decidido ofrecer en lo que, con su característico buen humor, él ha definido como “sonido surround”, ya que ha optado por sacar todo el partido de la forma octogonal de la sala principal del TivoliVredenburg (del arquitecto holandés Herman Hertzberger), que se mantiene inalterada desde su inauguración en 1979, a pesar de que el edificio experimentó una transformación y ampliación radicales hace cinco años. El italiano situó a sus cantantes e instrumentistas no solo en el escenario, sino repartidos en lo alto de la sala, entre el público, en los ocho lados del octógono, haciéndoles rotar a su vez de una ubicación a otra. Por ello las entonaciones en canto llano de las antífonas nos llegaban sucesivamente desde galerías diferentes. Los salmos los interpretaba un cuarteto vocal, reforzado discretamente por dos violas da gamba y un órgano positivo, desde el centro del escenario. Y los motetes y los versos en polifonía alternatim del himno Ave Maris Stella y el Magnificat se abordaron de distintas maneras: por cantantes situados en un mismo lugar, o en varios, o en todos ellos simultáneamente, generando con ello un sonido envolvente, compartido pero diverso en función de dónde se encontrara sentado cada oyente. Las virtudes que puede aportar la espacialidad a una interpretación es una asignatura pendiente para muchos intérpretes y la experiencia vivida el miércoles por la tarde en el TivoliVredenburg debería animar a más de uno a experimentar.
En lo estrictamente musical, todas las decisiones de Mencoboni fueron acertadas, como el empleo del órgano grande, una corneta y cuatro trombones en los motetes. No es fácil interpretar polifonía con los cantantes separados entre sí por varios metros de distancia y a diferentes alturas (la claridad de la dicción se resintió mucho de ello), de ahí que Mencoboni huyera de florituras y optara por tempi muy estables que minimizaran los riesgos de incurrir en desajustes. No todo fue perfecto en la interpretación (voces a veces dubitativas o afinación imprecisa en los trombones, excepto el gran David Yacus, que impartió su enésima lección magistral con el trombón bajo, situado al lado del órgano y el violone, sustentando todo el entramado contrapuntístico), pero sí fue emocionante. Muy emocionante. Mencoboni graduó las tensiones a la perfección y supo acentuarlas cuando la música se volvía más densa y compleja (en Benedicta es coelorum, en Alma redemptoris mater, en el último verso del Magnificat), irradiando a todos –oyentes incluidos– su felicidad desde el centro del escenario, donde se giraba sin cesar hacia uno y otro lado para poder atender por igual a su dilatado círculo de intérpretes.
El resultado de la apuesta espacial de Mencoboni fue no solo una reivindicación en toda regla del Diego Ortiz polifonista, sino también una extraordinaria respuesta por parte del público, que siguió el concierto con una atención inusitada y cuyos estentóreos aplausos hicieron que los italianos, ya todos juntos en el escenario, repitieran la interpretación de Ave regina coelorum. Música antigua practicamente ignota y ofrecida de una manera novedosa: experiencias así confieren su razón de ser a un festival. Contentarse con ser un cajón de sastre de conservadoras propuestas ajenas solo conduce al tedio y al anquilosamiento.
Marco Mencoboni y su grupo Cantar Lontano son ya viejos conocidos en Utrecht, pero justo a continuación de su concierto, la noche del miércoles fue testigo de otro de esos momentos que dan sentido y grandeza a un festival: el descubrimiento de nuevos intérpretes. Un grupo joven, recién fundado y desconocido, por tanto, para casi todos, dejó boquiabierto al nutrido público congregado en la Pieterskerk. Hay que apuntar bien el nombre del conjunto y de su director: Theatro dei Cervelli, Andrés Locatelli. El programa que ofrecían era cualquier cosa menos comercial y se articulaba en torno al eje formado por varios motetes, unica (esto es, piezas que no figuran en ninguna otra fuente) sin atribución de autor dentro de un manuscrito napolitano más amplio destinado al Oratorio dei Girolamini hacia 1630.
Bastó escuchar el primero de estos motetes, Quam dilecta tabernacula sua, para comprobar que, escondido entre las decenas de conciertos del festival, íbamos a asistir a una de las mejores vivencias musicales de todos estos días. Cuatro cantantes, otros tantos instrumentistas (o cinco, porque el bajo Marco Saccardin toca también ocasionalmente la tiorba) y el propio Locatelli (que apuntó asimismo excelentísimas maneras como flautista en dos de las piezas, La suave melodia de Falconieri y Alma, dexa la terra de Guerrero), procedentes de varios países de tres continentes, hicieron música con una unidad de concepto, un conocimiento del estilo, una profundidad, un equilibrio y una capacidad técnica absolutamente inhabituales, más aún en intérpretes tan jóvenes (exceptuadas las más experimentadas Diana Fazzini y Marta Grazalino, violagambista y arpista) y en un grupo en pleno rodaje. Locatelli planteó una secuencia de obras perfecta, alternando piezas a capela, obras instrumentales y diversas combinaciones de voces e instrumentos, coronadas todas por Ego dilecto meo, a partir de un texto del Cantar de los cantares. El triunfo fue absoluto, y cuando se consigue ante un público que ha venido virgen de prejuicios y de expectativas, y sin recurrir a ardides o concesiones al aplauso fácil como los que tanto abundan en el mundo de la música antigua, resulta mucho más valioso y significativo. Locatelli, que no se arroga el más mínimo protagonismo, parecía el primer sorprendido y su cara denotaba felicidad y asombro a partes iguales. Ante la insistencia del público, repitieron la interpretación de Benedicta et venerabilis, otro de estos motetes que han vuelto a la vida aquí en Utrecht casi tres siglos después de ser compuestos. Larga vida a los festivales que apuestan por repertorio recóndito e intérpretes desconocidos.
La segunda gran sorpresa de este tramo central del festival ha sido la violinista suizo-holandesa Eva Saladin, llamada sin ninguna duda a ser uno de los grandes nombres de su instrumento en los próximos años. Muy bien acompañada por el violonchelista Daniel Rosin y el clavecinista Johannes Keller (aunque el primero habría hecho bien en moderar la dinámica en varios momentos), Saladin apostó también por no apartarse de la senda napolitana del festival y ofrecer música del violinista Gian Carlo Cailò (asentado en la ciudad desde 1683) y de dos de sus discípulos, Michele Mascitti y Giovanni Antonio Piani. Repertorio de nuevo conocido únicamente por los iniciados, pero disfrutable por todo el mundo, más aún si se interpreta al máximo nivel.
En la primera Sonata de Mascitti, Saladin demostró ya enorme personalidad, espléndida técnica y un sonido muy atractivo. Pero todo ello mejoró incluso sustancialmente cuando, para tocar dos obras a solo de Nicola Matteis, decidió apoyar el violín no sobre su hombro, sino mucho más abajo, casi en mitad del torso, una posición que se ha visto utilizar a veces a violinistas que tocan repertorio renacentista, pero raramente a los que abordan el mucho más exigente repertorio barroco. El Passaggio rotto nos brindó un sonido distinto, más libre, más rico. La propia Saladin (que luego retomó la colocación habitual sobre el hombro), explicó que está experimentando y que, en función de cada obra, se decanta por una u otra posición. Las fuentes recogen que el propio Matteis apoyaba el violín en su costilla inferior, pero Saladin dijo que, sin conocer cómo era su físico, eso tampoco debe servir de base para tomar decisiones maximalistas.
Lo cierto es que su manera de tocar, su musicalidad, su actitud en escena, su conocimiento del estilo, su variedad de recursos, apuntan a una de las grandes estrellas de su instrumento. Estos días se ha celebrado aquí, dentro del propio festival, un simposio sobre el violín barroco, y en una de las conferencias, Mimi Mitchell, que algo sabe del tema, eligió precisamente una fotografía de Eva Saladin para simbolizar a la ultimísima nueva generación de instrumentistas. Que ya se haya hecho público que el año que viene será uno de los artistas residentes del festival significa que su carrera ha empezado a despegar de forma meteórica y ha bastado este concierto para comprender el porqué.
Al igual que el año pasado, Marc Lewon y su Ensemble Leones han vuelto a dejar constancia de su calidad, en esta ocasión con un programa dedicado monográficamente a Adam de la Halle, uno de los grandes nombres de la música de la segunda mitad del siglo XIII, y que comenzó precisamente con Le Roi de Secile, una chanson de geste directamente conectada con Nápoles. Tres excelentes cantantes (que interpretaron a capela de manera inmaculada varios rondeaux) y dos instrumentistas (cítola, fídula y guitarra el propio Lewon y flauta Mara Winter) bastaron para dar vida, sin inventar nada, a una sucesión muy bien planteada de piezas vocales y estampies instrumentales. Cuando la música medieval suena sin el cinemascope y los pegotes perfectamente innecesarios que introducen con calzador otros grupos para darle un barniz de modernidad y reforzar con ello supuestamente su asequibilidad, posee una fuerza expresiva incomparable. Lewon y Winter cantaron también en tres de las piezas, emulando así a los músicos medievales. Por si el largo viaje al siglo XIII y los textos en francés hicieron olvidarse a alguno de que Nápoles es el centro del festival, al salir de la Pieterskerk y pasear por las calles de Utrecht rumbo al siguiente concierto, Chantal Mollet y Jasmijn de Wachter estaban tocando en el carillón de la andamiada torre de la catedral O sole mio y Funiculì funiculà.
El segundo concierto de Tasto Solo tuvo mucho menos interés que el ofrecido en solitario el sábado por su director, Guillermo Pérez. Tenía interés el planteamiento de partida (indagar en la mujer de la que se conoció en Nápoles en el siglo XV como “Anna Inglese”), pero lo más interesante del concierto no fue el canto de su tocaya, la estadounidense Anne-Kathryn Olsen, sino la parte instrumental: el arpa de Bérengère Sardin, el laúd de Bor Zuljan y, sobre todo, el organetto del barcelonés. Era más que significativo que cuando voz y organetto interpretaban una misma melodía, resultaba sistemáticamente mucho más expresiva y mejor fraseada en el instrumento, a pesar de todas sus limitaciones, que en la voz humana, aunque, por fortuna para todos, Olsen cantó a un nivel muy superior al que suele hacerlo en el grupo Graindelavoix, en el que Bjorn Schmelzer impone siempre una deconstrucción a ultranza de música e interpretación. Sin abandonar el ámbito medieval, Katarina Livljanić volvió a hacer el martes por la noche un derroche de fuerza y personalidad en Barlaam & Josaphat, un concierto multimedia demasiado parecido en su planteamiento a su última actuación en Utrecht en 2016 con el monodrama Judita.
También ha habido decepciones estos días. Marco Beasley, idolatrado en Utrecht, dio un concierto de canciones napolitanas blando y deslavazado. Conserva en muy buen estado su privilegiada voz y su falsete fácil y expresivo, pero habló demasiado entre canción y canción y se esforzó lo justo ante un público de incondicionales. El miércoles el napolitano formó parte asimismo del cuarteto vocal del concierto ofrecido por el Ensemble Daedalus, en este caso excesivamente dicharachero y con muy poca sustancia musical en un programa construido sin orden ni concierto. Hizo las delicias del público, que a veces se deja seducir por lo más fácil, pero en el contexto de grandes experiencias musicales previas, la velada no pasó de ser un divertimento con muy poco o ningún interés real. Roberto Festa, el director del grupo, estuvo en todo momento en el escenario, pero se limitó a presentar cada bloque de obras y a tocar reclamos de pájaros en un par de ocasiones.
También fue muy decepcionante la actuación de la mezzosoprano Ann Hallenberg y Stile Galante, con la primera emulando a al famoso castrato Farinelli. El director del grupo, Stefano Aresi estuvo también, curiosamente, todo el concierto sobre el escenario, pero apartado en un segundo plano y renunciando a dirigir porque, como él mismo explicó, en la época de Farinelli no había directores. El muy loable criterio de historicidad no parecía, en cambio, de aplicación a su elección de cantante. Hallenberg hizo lo que pudo para ser fiel a las coloraturas infinitas y relampagueantes del cantante italiano, pero ni por voz (en la que ya asoma con fuerza un incómodo vibrato) ni por técnica puede emular las heroicas y vertiginosas piruetas de Carlo Broschi. Aresi es un reconocido experto teórico en este repertorio, pero su grupo sonó en todo momento como si tocara con sordina, tan inaudible y carente de foco y definición como muchas de las notas por las que pasaba como de puntillas la mezzosoprano sueca. En un espacio reducido todo habría mejorado, sin duda, pero en la sala grande del TivoliVredenburg, arias, sonatas y conciertos sonaron huecos y desangelados.
Pero es mejor acabar con una nota positiva, como ha sido el espléndido concierto ofrecido el miércoles en la Pieterskerk (que tampoco es la mejor acústica para este repertorio) del grupo estadounidense Acronym. Con un programa muy bien trabado construido en torno a las sonatas y canzoni de Giovanni Valentini y su posterior influencia en compositores napolitanos, el grupo tocó con enorme desparpajo, con un alarde de colorido y una intachable pertinencia estilística músicas en absoluto fáciles en cuya interpretación destacaron todos y cada uno de sus miembros. Llegados de tan lejos, y sabedores de la trascendencia que tiene tocar –y triunfar– en Utrecht, sus caras de satisfacción al recibir los interminables aplausos finales lo decían todo. Una nueva apuesta ganadora de un festival que, aunque centrado este año en Nápoles, aplica a menudo criterios más propios de la coetánea Mostra de Venecia.
Babelia
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