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‘Los años de bronce’, una novela sobre la épica de la supervivencia en el bando equivocado

El croata Slobodan Šnajder publica en España su saga familiar, centrada en los ‘volksdeutsche’, alemanes étnicos repartidos fuera del territorio administrativo alemán desde el siglo XVIII

Slobodan Šnajder, en Zagreb en 2022.
Slobodan Šnajder, en Zagreb en 2022.Anto Magzan

Cuenta la Biblia en el Antiguo Testamento (Números, 21, 4-9) que Yahvé mandó a Moisés que hiciera una serpiente de bronce y que la enroscara en un asta. Cuando los presentes eran mordidos y miraban a la criatura, Yahvé los sanaba. La interpretación más recurrente es que la salvación se encuentra en el miedo a Dios, pero también que existe el riesgo de que, para imponer su poder y verdad, “hombres de distintos nombres y con distintas ideas se encaramen al trono del asta”.

La novela Los años de bronce (Armaenia, 2024; traducción de L. Fernanda Garrido y T. Pištelek) se cimienta sobre este pasaje, donde el designio de las personas parece escrito por otros (aunque nunca sea del todo exactamente así): las fuerzas inescrutables nos convierten en motas de polvo llevadas por la corriente, pero siempre, al menos, existe la voluntad de sobrevivir. El propio autor, Slobodan Šnajder, afamado dramaturgo croata, volvió a la prosa con esta novela, porque, cuenta: “El teatro, como arte caro y subvencionado, depende mucho más del Estado que las publicaciones. Y el nuevo Estado es hostil hacia los valores y fenómenos, actitudes, etc., que yo defendí y sobre los que escribí”.

La obra empieza como los inicios de una saga familiar, con la figura de Georg Kempf, antepasado del protagonista, Đuka Kempf, perteneciente a los llamados volksdeutsche, alemanes étnicos que se repartían fuera del territorio administrativo del país y que terminaron en buena parte en la región de Eslavonia. Esta comunidad sirvió de línea militar en tiempos de María Teresa I de Austria (1717-1780) para fijar la frontera en los territorios arrebatados al Imperio otomano, junto con croatas, judíos, serbios, valacos, ucranianos…, todos pobres de solemnidad, campesinos que buscaban un porvenir en las tierras negras y fértiles del sudeste europeo.

A partir del surgimiento del Tercer Reich, estos alemanes vuelven a la palestra del nacionalismo patrio en los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial, “aunque apenas habían oído del golpe de Estado de Hitler”. Se apela a ellos como embajadores y ejecutores de la política nacional: la razia antisemita. Las circunstancias les obligan a identificarse como alemanes. Unos se suman a la cruzada como soldados de la 7ª División de Montaña SS Waffen Prinz Eugen, otros de la Wehrmacht, pero otros terminan en las filas partisanas y otros, al margen de los bandos enfrentados, son un magma incrédulo, desubicado, incluso aprensivo, que solo procura sortear la guerra como puede, sin agarrar las armas ni llevar el uniforme con entereza. Pero Šnajder es concluyente: “La guerra como tal une a la humanidad en el mal mucho más que cualquier bien”.

Volksdeutsche de los Sudetendeutsches Freikorps en Checoslovaquia (1938).
Volksdeutsche de los Sudetendeutsches Freikorps en Checoslovaquia (1938).

¿Qué queda de los llamados suabos (por la región alemana de Suabia) de Croacia? Para Šnajder, una parte merecía el castigo propio de haber participado en hechos deleznables: “Pero la expulsión de los volksdeutsche fue una de las mayores estupideces del régimen comunista de 1945; la industrialización estaba en boca de todos, el país estaba arruinado. Leí en un estudio que, en vísperas de la Segunda guerra, solo uno de cada cinco croatas tenía su propia cama. El volksdeutsche alemán podría ayudar en esa industrialización. Pero fueron expulsados en acciones que tenían rasgos genocidas”. Los años de bronce destila un recuerdo a los “alemanes malos”, aquellos que cometieron desacato contra las autoridades nazis, los que se resistieron a la deshumanización de la población judía o, incluso, aquellos que permanecieron en Yugoslavia afrontando la suspicacia de sus conciudadanos cuando arreció la venganza comunista. En realidad, este pensamiento forma parte de la biografía del propio autor: “Mi desconfianza hacia quienes nos obligan a balar juntos en el corral de la identidad nacional es permanente y fundamental: desde la primera palabra que escribí, hasta estos testamentos en forma de novela”.

Picaresca y semejanzas familiares

El mérito de la novela es convertir las contradicciones del personaje, su fuero interno, volátil, vulnerable y repleto de altibajos, en un humanismo que reformula la lógica binaria de agresor y víctima para, sin relativizar el mal, narrar la épica de la supervivencia. El protagonista se bate en luchas tan valientes como posibilistas, verosímiles en la soledad de un individuo ensartado en el bando equivocado, en perpetuo desafío a su integridad física y moral (”Yo sé que él no se alistó voluntariamente, pero da igual. ¡Si estás con lobos, aúlla con ellos! Y degüella, porque, de lo contrario, ellos te degollarán a ti”, dice la voz en off, dramatúrgica, de su hijo neonato).

El texto se convierte en una oda a la complejidad de la guerra y del ser humano, en un alegato comprensivo con el destino de Đuka Kempf, álter ego de su padre. Por eso la identidad se vuelve un estado de ánimo más que en una bandera. Esta se desdobla entre la condición solemne del soldado que se niega a fusilar polacos, el desertor con vocación de civil que quiere “ser invisible”, y el espectador ateo de la cábala y del drama judío que acaba en las filas bolcheviques. Esto coincide con el pensamiento de Šnajder, tan afilado con maduro en la confusión del mundo: “No estoy seguro de la existencia de Dios desde Nietzsche, pero tampoco tengo la intención de ser su forense”.

Por esto mismo, el personaje de Kempf contrasta con el personaje femenino de Vera, álter ego de su madre, comunista, superviviente del campo de concentración de Jasenovac, armada, y recadera en el cuartel general del frente de Srem, “un matadero” como dice el autor, que de haberse encontrado con Đuka Kempf antes de 1945 le habría descerrajado varios tiros. Los propios pensamientos de Šnajder se desdoblan en una contorsión lingüística, porque la vida ni el pensamiento son planos ni estancos: “El croata es mi lengua materna. Cuando se me ocurre que tengo que pensar y sentir sobre cosas, imágenes y sentimientos realmente importantes, siempre pienso en croata. Pero cuando se trata de cuestiones de educación superior, ideas e incluso política más allá de los sentimientos, el alemán. Tengo lengua materna… y paterna”.

Si hubiera que ponerle una etiqueta a la novela, el propio autor se encarga. “Picaresca”, porque los giros de la historia, las peripecias del soldado, el caos de la guerra y de la destrucción, la condición de extranjero, hasta en su propia patria, implican artimañas, mentiras y medias verdades, las que obliga la proximidad de la muerte (”En los últimos tiempos, he sufrido mucho. Esperaba con impaciencia el final de esta aventura picaresca de dos locos que pensaban viajar por el cielo y estar por encima del tiempo y del espacio que, juntos, constituyen la historia”). En aquella guerra había que ser muy pícaro para ser un “mal alemán” para los suabos, un “mal croata” para los frankistas y para los comunistas no ser nada.

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