La atípica Budapest Festival Orchestra vuelve a fascinar en la Quincena Musical de San Sebastián
Admirables Bartók y Dvořák con Patricia Kopatchinskaja e Iván Fischer, pero también Mozart con el Orfeón Donostiarra, en la 85ª edición del festival vasco que conmemora el centenario de Chillida con Shostakóvich
La Budapest Festival Orchestra comienza sus actuaciones de forma diferente a cualquier otro conjunto sinfónico. Antes incluso de empezar a tocar, su ritual de afinación es único. El oboe toca un la para sus compañeros de viento madera, pero también da un si bemol para el viento metal y un sol para la sección de cuerda. Así lo hicieron sus instrumentistas, los días 17 y 18 de agosto, en su regreso a la Quincena Musical de San Sebastián, que alcanza ya la 85ª edición. En otras ocasiones, el oboe añade florituras o incluso las maderas adoptan trazas sonoras de un coral de Bach.
Sus finales son también atípicos. Lejos de tocar la habitual propina festivalera, coronaron su primer concierto, el pasado sábado en el Kursaal, con todas sus instrumentistas femeninas convertidas en un excelente coro. Y cantaron, acompañadas por un sexteto de cuerda, el bellísimo Hoře (Dolor), de Dvořák, el último de sus dúos moravos op. 38, con el tono de si mayor teñido por el desaliento. Una propina que ya interpretaron en la Quincena Musical, en 2016, cuando fueron su orquesta residente.
Este prestigioso conjunto sinfónico húngaro, que dirige Iván Fischer (Budapest, 73 años) desde su creación hace 41 años, ha sido una presencia constante en la veterana cita musical agosteña. Era su séptima visita en los últimos quince años y comenzaron repitiendo exactamente el mismo programa de su debut, en 2009: Obertura sobre temas hebreos, de Prokófiev, seguido por el Concierto para violín núm. 2, de Bartók, y con la Séptima sinfonía, de Dvořák, como segunda parte. El solista entonces fue el violinista Leónidas Kavakos y ahora ha sido Patricia Kopatchinskaja. Ese pequeño cambio ha renovado considerablemente el resultado.
La violinista moldava (Chisináu, 47 años) sigue siendo un torrente de energía e innovación sobre el escenario. El apelativo de “Janis Joplin de la música clásica” que le puso el semanario alemán Der Spiegel, en 2009, mantiene toda su vigencia. Apareció sobre el escenario del Kursaal con el vestido que pintó para ella el compositor español Francisco Coll y lo primero que hizo fue aparcar sus zapatos rojos para tocar descalza. Pero lo más interesante de su performance lo realiza con el violín y frente a la partitura de Bartók, que respeta y refresca a partes iguales.
Kopatchinskaja encontró en Fischer y la Budapest Festival Orchestra ideales compañeros de viaje para su impresionante interpretación del Segundo concierto del compositor húngaro. En el allegro non troppo aportó con maestría el tono rapsódico e intensificó los contrastes inspirados en los cuartelarios verbunkos. Pero las variaciones del andante tranquilo fueron lo mejor de la noche. En la núm. 4 (lento) derrochó imaginación colgando guirnaldas del techo para, a continuación, provocar hilaridad con su sobrehumano manejo del rebote del arco o ricochet, en la núm. 6 (comodo). De hecho, el personaje sonoro construido por la violinista en el segundo movimiento creció todavía más en el tercero, allegro molto, que intensificó su carácter de cómica variación del primero.
Los signos de complicidad musical entre la violinista moldava y la orquesta húngara fueron constantes. Prueba de ello es la divertida propina que tocó a dúo con su primer violonchelo, Péter Szabó: una arreglo con pizzicatos habilmente teatralizado del Presto en do menor Wq 114/3, de C.P.E. Bach. Fischer lo escuchó sentado discretamente al fondo del escenario, tras haber facilitado todos los detalles tímbricos en Bartók, como esa idea de colocar el arpa frente al podio. Lo mismo hizo, al principio, en la obertura de Prokófiev, con el solista de clarinete, Ákos Ács, al que invitó a tocar como solista su melodía klezmer e incluso hizo de atril humano mientras dirigía para que pudiera leer su partitura.
Otro signo distintivo de esta orquesta es la sonrisa con la que hacen música. Un gesto que parte siempre del director y convierte al conjunto en un gigantesco grupo de cámara. Lo comprobamos, el sábado, en la excepcional versión que tocaron de la Sinfonía núm. 7, de Dvořák. Una lectura que conectó al compositor checo con su admirado Brahms por medio de la tradición húngara. No por casualidad, el sombrío tema que abre la obra se le ocurrió al compositor, en 1884, viendo entrar en la estación de Praga un tren lleno de patriotas húngaros. En el Poco adagio, Fischer añadió flexibilidad a todas las referencias brahmsianas. La fluidez dramática del vivace (scherzo) contagió la riqueza musical del allegro (finale). Y escuchamos poderío y refinamiento en la cuerda junto a exquisitos solos de la madera, donde destacó la flautista Gabriella Pivon, esposa de Fischer y destinataria de muchas de sus sonrisas.
El segundo concierto del pasado domingo, 18 de agosto, lo dedicaron íntegramente a Mozart. El programa fue levemente distinto al que tocaron, en 2016, aunque también estuvo presidido por el Réquiem. El resultado general fue menos redondo que el día anterior. Fischer optó por reducir la orquesta a unos cuarenta músicos, pero sin optar por ninguna concesión historicista. Y la Sinfonía núm. 38 “Praga” del salzburgués sonó sin muchas ambiciones, pero también sin ninguna de sus repeticiones.
La novedad de la misa de difuntos mozartiana residía en la participación del Orfeón Donostiarra (hace ocho años lo cantaron con el Collegium Vocale Gent). Con casi 120 coristas no parecía una combinación idónea frente a una orquesta tres veces más pequeña, pero la excelente calidad del histórico coro vasco, que dirige José Antonio Sainz, maridó idealmente, en el introito, con los instrumentistas húngaros de Fischer. Y su fluidez contrapuntística en el kyrie impulsó una excelente versión de la obra. Los fundamentalistas del historicismo deberían recordar, como ha hecho Miguel Ángel Marín (Acantilado), la amplia tradición que tiene esta obra desde el siglo XIX en formaciones corales similares e incluso superiores.
Con una orquesta sobresaliente y un coro excelente, el punto más bajo del Réquiem fueron los solistas vocales. La excepción fue el bajobarítono Hanno Müller-Brachmann, que destacó junto al trombonista Balázs Szakson al inicio de tuba mirum. Pero, aparte de los números más bellos de la secuencia, la interpretación elevó las partes de la obra escritas por Franz Xaver Süssmayr, como el sanctus y el agnusdéi, donde varias personas abandonaron la sala como si esto ya no fuera parte del Réquiem de Mozart. Los ocho segundos mágicos de silencio al final del último acorde confirmaron su efecto sobre el público que llenaba el Kursaal.
Una de las conmemoraciones de esta 85ª edición de la Quincena Musical Donostiarra ha sido el centenario del escultor Eduardo Chillida (1924-2002). La efeméride ha coincidido con la culminación del ciclo de los quince cuartetos de Dmitri Shostakóvich del joven Cuarteto Gerhard, en el Caserío Zabalaga del Chillida Leku, en la vecina Hernani. Un proyecto que se inició, en 2021, con los cuartetos Segundo y Tercero, y se culminó tras cuatro conciertos más, el pasado viernes, 16 de agosto, con los cuartetos Decimocuarto y Decimoquinto. El primer violín del conjunto, Lluís Castán, reconocía al final lo que han crecido con la experiencia, que cerraron tocando un arreglo del aria de las Variaciones Goldberg, de Bach, como homenaje al compositor favorito tanto de Shostakóvich como del escultor donostiarra.
El ambiente resultó ideal tanto por la luz del atardecer, como por la acústica no excesivamente seca y por el aforo reducido a un centenar de espectadores. La interpretación incluyó brillantes primeras lecturas de ambas obras, de 1973 y 1974, situadas en los años finales del compositor ruso. Música de una densidad espiritual al alcance de pocos conjuntos camerísticos, aquí con el reto adicional de contar con la violinista Maria Florea en sustitución de Judit Bardolet. Si en el Decimocuarto el conjunto no consiguió plasmar la angustia que sirve como argamasa de sus tres movimientos, todo mejoró en el más complejo e introspectivo Decimoquinto. Seis movimientos obsesionados con la muerte que los Gerhard abrieron desde el tenso estatismo. Y cuya arquitectura fueron revelando entre el uso crispado del crescendo, cadencias solistas, texturas ondulantes y sones misteriosos, como si se tratase de una escultura sonora de Chillida.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.