La tríada perfecta
Nada tiene más sentido, que poder escuchar las obras de los tres grandes creadores del estilo clásico: Haydn, Mozart y Beethoven
Pocos días antes de que Beethoven dejara su Bonn natal para viajar a Viena a comienzos de noviembre de 1792, amigos y familiares anotaron mensajes de despedida en su álbum personal. El conde Ferdinand Waldstein dejó escrita una frase profética el 29 de octubre: “Gracias a una diligencia ininterrumpida recibiréis el espíritu de Mozart de manos de Haydn”. Unos versos escritos por el médico de la familia, Johann Heinrich Crevelt, abundaban en la misma idea: “Y el espíritu de Mozart flota sobre ti, / mostrándote sonriendo su aprobación”. Tan solo siete años antes, Leopold Mozart había escrito a su hija Nannerl que, tras oír tres de los seis cuartetos de cuerda que luego le dedicaría su hijo, Haydn le confesó: “Os lo digo delante de Dios, a fe de hombre honesto, que vuestro hijo es el más grande compositor que yo he conocido, en persona o de nombre; posee buen gusto y, lo que es más, la más profunda ciencia de la composición”.
Nada tiene más sentido, por tanto, que poder escuchar, codo con codo, obras de los tres grandes creadores del estilo clásico –Haydn, Mozart, Beethoven–, una tríada perfecta sin parangón en la historia de la cultura occidental. Y el interés se acrecienta cuando, en días contiguos, las interpretan dos agrupaciones tan diferentes como la Orquesta del Festival de Budapest y el Balthasar-Neumann-Ensemble, que acaban de recalar en la Quincena Musical de San Sebastián. Ambas tienen en común la condición de ser creaciones auténticamente personales de sus directores, Iván Fischer y Thomas Hengelbrock, pero, a partir de ahí, se suceden las diferencias. La más evidente es, por supuesto, que una toca con instrumentos modernos, mientras que la otra se decanta por los de época, lo cual –sin entrar en mayores consideraciones técnicas– deja una huella decisiva en el sonido final.
Pero la cosa no termina ahí. La formación húngara tiene dejos de orquesta antigua, en la que, por ejemplo, los violines tocan casi siempre demasiado fuerte y reina una disciplina tan recia como poco creativa. Los alemanes ejemplifican justamente lo contrario: las modernas tendencias historicistas llevadas a su cenit en un repertorio que se mueve entre el Barroco y el Romanticismo pleno: el memorable Parsifal (o, mejor, Parzival) que dirigió Hengelbrock en el Teatro Real de Madrid en 2013 dejó claro cuán lejos pueden quedar sus fronteras. Fischer tiende a potenciar los agudos y a aferrarse celosamente a un tempo. A Hengelbrock, por el contrario, le encanta resaltar los graves, la música flota en un mar de flexibilidad y hace sonar a su orquesta con una transparencia cristalina.
Sin embargo, el Mozart de Fischer, con tres obras de 1791, el año de su muerte (de ahí las referencias a su “espíritu” en el álbum del joven Beethoven), tuvo momentos muy disfrutables. Ákos Ács hizo gala en una breve propina klezmer tocada con un puñado de músicos de toda la fantasía y ligereza que le habían faltado en su versión pulcra pero alicorta del Concierto para clarinete. Y el Requiem tuvo grandes destellos, todos protagonizados por el colosal Collegium Vocale de Gante, cuyos miembros se dispersaron por parejas entre los músicos de la orquesta. Era como mezclar agua con aceite, pero la ductilidad y la milagrosa calidad vocal de los belgas obró auténticas maravillas.
El día siguiente Hengelbrock regaló una Pastoral de Beethoven para enmarcar: personalísima, pero irresistible. De texturas diáfanas y transiciones casi pictóricas, sonó a ratos como una revelación. En la Harmoniemesse se lució también el extraordinario coro y hubo también pasajes (passus et sepultus est, la transición de mortuorum a la gran fuga sobre et vitam venturi) que quedarán mucho tiempo en el recuerdo. Los aplausos trajeron el maravilloso regalo del coro final de la primera parte de La Creación, que nos devolvió a la atmósfera celebratoria, gozosa y panteísta de la Pastoral.
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