La revolución visual con pegamento, papel y tijeras de Hannah Höch
El museo Belvedere de Viena celebra con una retrospectiva a la artista pionera del fotomontaje, ninguneada por sus pares en el Berlín más vanguardista
Cuando Hannah Höch (1889-1978) tenía 15 años, la apartaron de la escuela para que se encargara del cuidado de sus hermanas pequeñas. Creció en una familia burguesa de Gotha, Turingia (Alemania), tan acomodada como conservadora, por eso no chocó que siete años después le permitieran que se ganara un oficio como vidriera estudiando en la Escuela de Artes Aplicadas de Berlín. Sí que desconcertó lo que vino luego: el pelo corto, la bisexualidad, la mirada sátira y el compromiso con la vanguardia radical hasta convertirse en la única mujer del cenáculo dadaísta berlinés. Un alarde de coraje que no se quedó en la intimidad familiar, sino que retó a la sociedad entera.
Era el momento en el que las metrópolis empezaban a entender el mundo a través de las imágenes. Höch trabajaba como diseñadora de encajes y bordados en las revistas femeninas del musculoso grupo editorial Ullstein, tenía independencia económica, libertad existencial y era amiga de un carismático artista total, Raoul Hausmann, con quien mantuvo una intensa y trágica relación entre 1915 y 1922 (él estaba casado y tenía una hija; ella abortó dos veces). Hausmann la presentó en el círculo de artistas de John Heartfield y George Grosz, origen de un nuevo lenguaje visual: la técnica del fotomontaje.
Los dadaístas proclamaban el antiarte, el nihilismo y la ruptura con la sociedad burguesa y el orden establecido, pero cada uno reivindicó a título personal la autoría del hallazgo. HH ―como ella firmaba sus obras― siempre fue “la amante de”. El pintor y cineasta Hans Richter le negó el reconocimiento artístico con una audacia tabernaria: Hannchen era la chica “que ponía la cafetera, las cervezas y los sándwiches”.
“Desde una perspectiva contemporánea”, dice Martin Waldmeier, comisario del Zentrum Paul Klee de Berna y responsable del diseño de la muestra, titulada Mundos ensamblados, que puede verse en el museo Belvedere de Viena, hasta el 6 de octubre, “la explicación más convincente es que fue un descubrimiento colectivo, solo así se justifica que el fotomontaje fuera desarrollado simultáneamente por dadaístas en Alemania y constructivistas en la Unión Soviética”. Pero subraya que Höch fue pionera en darle un uso artístico, con sentido crítico, a la avalancha de imágenes que llegaba de los nuevos medios de comunicación de masas.
Entre otras cosas, porque conocía el mundo editorial desde dentro. Uno de los objetivos de sus tijeras fue el fenómeno mediático de la Nueva Mujer. En el cine y en las revistas ilustradas de la Alemania de Weimar abundaba el ideal de mujer con independencia económica, educación elevada y ajena a las convenciones burguesas, en contraste con la realidad en la que vivían la mayoría de las mujeres, que seguían ocupándose del hogar y los niños (paradójicamente, Höch protagonizaba el mito de la Nueva Mujer mejor que nadie mientras los dadaístas como Richter veían en ella al ama de casa del grupo). El fotomontaje Hecho para una fiesta retrata el estereotipo de mujer que borra su personalidad (Höch guillotina su mirada) a cambio de una sonrisa perfecta en un cuerpo perfecto, y que vive bajo el escrutinio permanente de otras mujeres (la mirada femenina ajena que Höch pega en la esquina del collage).
Su rebelión contra los roles tradicionales de género fue más lejos. “Piezas como La domadora”, dice la comisaria del Belvedere Ana Petrovic, señalando el fotomontaje de 1930 en el museo vienés, “se pueden interpretar como un desafío contra los cuerpos diferenciados por género”. “Como un elogio de la androginia libre de restricciones sociales”. En las piezas Mestizo y Chica alemana, al mismo tiempo que deconstruye el cliché recurrente de mujer ideal, vitupera la ideología de higiene racial que florecía entre los seguidores del nacionalsocialismo. Su mofa de los imaginarios de pureza alcanza cotas fabulosas de creatividad y humor en otra de sus series de montajes más célebre, De un Museo Etnográfico (1924-1930).
La exposición presenta 80 fotomontajes, además de una completa selección de pinturas, dibujos, grabados y material de archivo de la artista. Sus trabajos se exhiben en diálogo con los filmes que la inspiraron, cortometrajes de Hans Richter, Viking Eggeling, Jan Cornelis Mol, Alexander Dovzhenko, Dziga Vertov, Fernand Léger, Paul Painlevé y el constructivista húngaro László Moholy-Nagy –una influencia decisiva–, transformando el Belvedere en una filmoteca efímera de cine de autor. Con una advertencia en la entrada, más puritana que necesaria: “Esta exposición contiene imágenes históricas que los visitantes pueden encontrar inquietantes. Las explicaciones del contenido sensible se pueden encontrar en los respectivos trabajos”.
Cuando se separó de Hausmann, Höch se mudó con su nueva pareja, la escritora holandesa Til Brugman, con la que vivió nueve años, un acto valiente aunque no estuviera prohibido por el artículo 175 del Código Penal, que condenaba la homosexualidad en la República de Weimar. Para el legislador, la sexualidad femenina era tan irrelevante que ni siquiera contemplaba la opción de que las mujeres fueran homosexuales.
Tras el ascenso de Hitler al poder, Höch contempló en Múnich la exposición de arte degenerado en la que colgaban de las paredes las obras de muchos de sus amigos. Desde ese momento, ninguno de sus trabajos pudo exponerse en los museos de Alemania. Durante la II Guerra Mundial se recluyó en una casa baja del suburbio berlinés de Heiligensee, temiendo que en cualquier momento llegara el culatazo en la puerta de un escuadrón nazi. La capital del Tercer Reich en tiempos de guerra no era el lugar más seguro para una artista bisexual, sospechosa de bolchevismo cultural y ligada al dadaísmo, catalogado como arte degenerado; una modernista que se había burlado de las nuevas políticas raciales y tenía a su comunidad de afectos perseguida o en el exilio. Se quedó sola. A la miseria intelectual, con una obra vetada en la vida pública, se le sumó el divorcio del pianista Kurt Matthies, a quien había conocido en unas vacaciones en los Dolomitas. Matthies era 21 años más joven que ella y mentalmente quebradizo. Durante el matrimonio pasó largas temporadas en la cárcel por sus tendencias exhibicionistas.
“Ya en 1937 me había aislado radicalmente. Incluso mis últimos amigos se habían ido y no podía recibir correo [...] Todos desconfiaban de todos, así que ya no hablabas con nadie. Se te olvidaba el lenguaje”, escribe Höch en sus memorias. Se alimentaba del huerto doméstico donde, presa del miedo, había enterrado su archivo, con sus obras y las de sus colegas dadaístas.
La exposición refleja cómo su uso del fotomontaje evoluciona de una forma de rebelión contra la sociedad tradicional a una forma universal de poesía visual. En el tramo final, su obra cumbre es Retrato de una vida (1972), donde por primera vez el sujeto principal es ella. La última sala del Belvedere, un gabinete de curiosidades que depara las mayores sorpresas, expone sus collages surrealistas y su “arte fantástico”. Hannah Höch murió en Berlín Occidental con 88 años, con la certeza de que era una artista respetada. Poco antes, el conjunto de su obra, no solo la que le ataba a un grupo vibrante (“estoy harta del dadaísmo”, dijo en los setenta), había protagonizado sonoras retrospectivas en Tokio, París y Berlín.
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