Adiós a Edna O’Brien, novelista de la pasión femenina
“Las mujeres son mejores en las emociones y en los estragos que causan esas emociones”, afirmó la autora irlandesa, que ha muerto a los 93 años. Este es principal territorio que exploró en su obra más popular
El pasado 27 de julio la novelista Edna O’Brien murió a los 93 años. Nacida a finales de 1930 en el pueblo de Tuamgraney (Condado de Clare), vivió la mayor parte de su vida en Londres. Pronto huyó de su país. “Si encuentras que tus raíces son demasiado amenazantes, demasiado punzantes”, le confesó a Philip Roth, “tienes que irte”. Pero la Irlanda de su infancia y juventud fueron siempre el núcleo de su obra. Al decir de José María Guelbenzu, ha sido “la mejor escritora irlandesa de nuestro tiempo”.
En sus memorias Chica de campo, describió su pueblo como “cerrado, ferviente e intolerante”. Creció en una casa en el campo de una familia venida a menos. “Mi familia se oponía radicalmente a todo lo que tuviera que ver con la literatura”. Su padre bebía, con su madre mantuvo una relación de devoción conflictiva. Cuando pudo la joven se mudó a Dublín, donde trabajó como farmacéutica. Allí se empieza a gestar su vocación. A mediados de la década de los cincuenta conoció al novelista Ernest Gébler, con el que se casó, tuvieron dos hijos y se trasladaron a Londres.
En la antología Introducing James Joyce, preparada por T. S. Eliot, leyó un fragmento del Retrato del artista adolescente que le descubrió cómo la literatura podía ser un espacio de exploración del trauma familiar. Empezó a redactar informes de lectura para Hutchinson y los responsables de la editorial le vieron tanto potencial que le encargaron una novela por la que le pagaron 25 libras. En 1960 se publicó Las chicas del campo, primera entrega de la educación sentimental de Kate y Baba. Esa obra la lanzó a la fama literaria en las letras inglesas y, a la vez, su marido no le perdonó el éxito y se hizo sospechosa para la reprimida moral católica que era dominante en su país. La junta de censura de su país la prohibió, pero fue difícil impedir su lectura. Era la Jezabel de Irlanda. En una sesión a una iglesia a la que asistió, y en la que sufrió una especie de acto de fe, el cura pidió a los feligreses que levantasen la mano si la habían leído. Los brazos alzados eran mayoría.
La joven crecida en un pueblo sin cultura, y en una familia que detestaba la literatura, empezó a interiorizar los clásicos, de los rusos a Proust pasando por las Bronte. Con ese bagaje, ya en su plenitud, podía hacer una valoración sobre cuál había sido su experiencia como mujer escritora. “He representado a mujeres en situaciones solitarias, desesperadas y a menudo humilladas, muy a menudo en el blanco de hombres y casi siempre buscando una catarsis emocional que no llega”, afirmó en aquella conversación con Philip Roth. “Las mujeres son mejores en las emociones y en los estragos que causan esas emociones”, afirmó en una de las míticas entrevistas en The Paris Review. Este es principal territorio que exploró en su obra más popular. Entre 1962 y 1964 publicó dos otras novelas, La chica de ojos verdes y Chicas felizmente casadas, que integrarían la trilogía que fue puliendo y que agrupó en el volumen The country girls.
O’Brien era una joven dama de las letras inglesas y, tras su divorcio, también una bella mujer de piel blanca y pelirroja que se hizo habitual de las fiestas de la alta sociedad cultural londinense. Autora de cuentos y novelas, a finales de los sesenta escribió el guion de la película X, Y & Zee, un drama matrimonial protagonizado por Michael Caine y Elizabeth Taylor. El dinero que ganó lo invirtió en una casa en el distinguido barrio de Chelsea, donde se cansó de dar fiestas en las que no era infrecuente ver a la princesa Margarita, Sean Connery o al Robert Mitchum con el que mantuvo una relación como la mantuvo con un destacado político inglés del que nunca quiso revelar su nombre.
Autora de espléndidos ensayos biográficos sobre James Joyce y Lord Byron (se reeditó hace pocos meses), en su obra de madurez salió de lo personal a lo político: escribió novelas sobre el terrorismo en su país, meditó sobre el criminal de guerra Karadzic o incluso sobre la violencia sexual infligida por los fundamentalistas de Boko Haram contra las mujeres. Aunque fue temprano su reconocimiento en Estados Unidos (publicó cuentos en The New Yorker desde 1962), en Irlanda y el Reino Unido la conquista de prestigio tardó mucho más. Hacía años que sufría cáncer. “Ningún escritor o escritora puede compararse a ella, en ningún lugar”, afirmó en su día Alice Munro.
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