“Lo bueno de envejecer es superar el amor ardiente. Es un alivio”
La escritora Edna O'Brien viajó a Nigeria para conocer a víctimas de Boko Haram. Ahora publica 'La chica', un delicado retrato de las niñas que lograron escapar
Igual que Pulgarcitos asustados al intrincarse en el bosque, algunas niñas iban arrojando prendas desde el camión que las alejaba de su escuela, de su pueblo, de sus padres, para sumergirlas en el secuestro al que las condenó el terrorífico grupo islamista Boko Haram. Pero nadie siguió su rastro hasta los campamentos donde no las esperaba exactamente un ogro, sino la violación múltiple, pública y diaria; la esclavitud; el hambre; y el adoctrinamiento hasta perder la cordura. Conocíamos la historia por los medios, las redes y la movilización de Michelle Obama, que en 2014 puso el foco en el secuestro y esclavización de 276 niñas de una escuela de Chibok. Pero Edna O’Brien, la enorme autora irlandesa, ha viajado hasta Nigeria, ha conocido a algunas de las chicas que lograron escapar y ha convertido este episodio en una novela increíblemente más delicada que la brutalidad de su historia. O’Brien logra inyectar suaves dosis de humanidad en la deshumanización que sufrieron con una calidad literaria a prueba de terrorismo.
La desgracia nunca puede deshacerse porque, aunque se resuelva, genera otras desgracias. “Ellas siempre estarán marcadas”, cuenta hoy en Londres esta irlandesa de 88 años, autora vapuleada, censurada, inconformista, irredenta, quizá por ello la figura más autorizada para abordar una empresa como la que en pocos días publica bajo el título de La chica (Lumen). Edna O’Brien pagó muy caro retratar la opresión católica y familiar de las niñas irlandesas en Las chicas de campo (1960), que fue quemada en su pueblo y prohibida en Irlanda, como sus cinco libros siguientes. Continuó cavando hondo en el deseo y las desilusiones de las chicas de una ciudad como Dublín en La chica de ojos verdes (1962). Y remató la trilogía con un demoledor retrato de los desengaños de las mismas chicas cuando ya eran adultas en Londres en Chicas felizmente casadas (1964). En el campo, en Dublín o en Londres, siempre chicas y chicas y chicas.
Y, por ello, quien se atrevió a todo esto con gran éxito de público pero severas críticas, odios y censuras, ha saltado ahora a unas chicas muy diferentes, las niñas nigerianas apresadas por Boko Haram.
- ¿Es una progresión, el fin de un ciclo? ¿es hora de fijarnos en mujeres distintas a nosotras?
- Es un desarrollo de mi obra en el sentido de que tomo a una chica en unas circunstancias difíciles, muy particulares, y hago el viaje con ella. Pero La chica es un libro más perturbador: en Chicas de campo hablábamos de religión. Aquí hablo de chicas usadas como esclavas dentro de los intereses de un bando en guerra, bajo la brutalidad de los yihadistas, de la violación continua, bajo una subyugación ideológica y política. Es un libro más fuerte y relevante en este momento.
O’Brien (Tuamgraney, Irlanda, 1930) recibe a EL PAÍS en su domicilio en Chelsea, una clásica casa londinense de tres plantas y jardín trasero, calle tranquila, que guarda su historia en sus moquetas mullidas, su desorden en la cocina, sus estanterías atiborradas de libros hasta el techo, sus cuadros, sus velas, sus orquídeas, sus fotos de famosos como Robert Mitchum, con quien tuvo una relación en aquellos años glamurosos en los que Paul McCartney cantaba canciones a sus hijos o Jackie Onassis le proclamaba su cariño. Ha vivido muchas vidas Edna O’Brien, desde la niñez interna en un convento a su matrimonio frustrado con un escritor mayor que nunca aceptó su fama, el éxito y las fiestas con famosos en boca de la prensa amarilla y, además, la introspección. O’Brien ha preparado una bandeja con trozos de bizcocho de naranja, galletas de avena y una botella de agua con gas Pellegrino como las que abundan abiertas por toda la casa. “Come, come”, se empeña como una abuela acogedora. “Una sola de estas galletas sería un pastel de boda en Nigeria”.
Y asombra que esta misma anciana menuda y con achaques, tan elegante en su vejez como frágil en su andar complicado al subir las escaleras, aquejada hoy por la virulencia del tiempo y de los consejos médicos, sea la misma que hace un par de años viajó varias veces a Nigeria para conocer a esas chicas. “Los reporteros van, hacen reportajes sobre Boko Haram y se vuelven. Hay que quedarse allí, hacer el viaje completo. Quería hacer lo posible para hacer justicia a esas chicas”.
Esa brecha, esa diferencia entre lo que aporta el periodismo y una novela como la suya es clara en su noción de su trabajo: “Una pieza de ficción no es cuestión de mentira o realidad, sino de intensidad del sentimiento, de identificación con el personaje, el entorno, el contexto”. En sus viajes a Nigeria, durante varios meses, visitó campamentos, conventos, centros que han acogido a las chicas escapadas. Habló con expertos en traumas, con ONG, con monjas, con madres, con hijas. Son tantos los que la ayudaron que ha llenado cuatro páginas de agradecimientos al final del libro. Y descubrió tanta relevancia en el secuestro y el drama sufrido en manos de los captores como en el regreso de las chicas, siempre frustrante, dramático y cargado de culpabilidad, además de bebés fruto de los terroristas. “Por ello quise hacer la captura y el regreso”.
Todo empezó al leer un pequeño artículo sobre una chica que había aparecido deambulando con su bebé en la selva. “Había huido de un campamento de Boko Haram, había perdido la cabeza, no sabía dónde iba. Ella y el bebé estaban famélicos. Y me di cuenta de que era una historia que podía escribir. Sé de bosques, sé de soledad y sé de chicas, esta vez una chica con un bebé nacido en los bosques. Algo me encendió“. Por ello viajó a la zona, conoció a varias de las chicas escapadas y se propuso un retrato del clamor de esas chicas al modo de El Grito de Munch. “En un momento del libro la chica dice: ‘Moriré sin haber terminado de gritar’. Yo he querido retratar ese grito”.
Paradójicamente, la autora que zarandeó a la iglesia, los conventos y las monjas en la Irlanda de los sesenta ha podido reconciliarse en este libro con unas religiosas que en Nigeria acogen a las chicas en medio de la extrema pobreza. “Esas monjas son buenas, son activas, mejoran la comunidad, rezan con ellas pero no las apabullan, lo que intentan es salvarlas del rencor y la desesperación”. Porque las chicas escapadas no se encuentran al volver lo que dejaron, sino familias a veces destruidas por la tragedia, familias que las rechazan porque temen represalias de Boko Haram y un Gobierno que las aísla en aras de la propaganda. O que nadie quiere casarse con ellas, ahora estigmatizadas como “esposas del bosque” tras años de violaciones y adoctrinamiento. “Estuve con una chica que logró regresar a casa, hicieron una fiesta con casi nada y cuando llevaba un mes y aparecieron pintadas de Boko Haram, sus padres tuvieron que decirle que se fuera. Pero la querían y ella me contaba emocionada: ‘Me dieron una manzana para el camino’. Otra estaba contenta porque había logrado encontrar a alguien que quería casarse con ella gracias a que una organización da muebles a las chicas como dote si se casan”.
El propio Gobierno ha establecido campamentos especiales de interrogación para acoger a las niñas por las que ha pagado un rescate, a las que mantienen aisladas, separadas de sus familias. “El Gobierno trata de mostrar que ha derrotado a Boko Haram, exhibe sus helicópteros, sus ataques, sus rescates, pero la guerra continúa y miles de niños siguen secuestrados”, cuenta O’Brien.
La chica es su “la novela más difícil” porque tuvo que dejar de lado los “cuatro muebles mentales” que conforman su carrera: Irlanda, naturaleza, amor y lirismo. “Los tuve que mandar a dormir. Sabía que sería duro, pero recé a mi manera particular de rezar: leí mucho a Conrad, sobre todo El corazón de las tinieblas. Leí muchos fragmentos de La Ilíada. Leí Esperando a los bárbaros, de J.M.Coetzee. Leí a García Márquez, al que cada vez admiro más, un libro en particular que me ayudo en La chica: Crónica de una muerte anunciada”. Y se atrevió a acometer su empresa porque cree que, como escritora, “necesitaba apartarme de mí y tomar otro camino, tienes que arriesgarte, hacer lo posible por no aburrirte a ti ni a tus lectores y eso solo se puede hacer con experimentos”. “El mayor experimentador fue James Joyce con Ulyses que, como dijo Elliott, le habría gustado no leerlo por su propio bien porque Joyce logró 80 novelas en una. Uno tiene que quitarse la piel vieja, tirarla y llegar sin piel al que será uno de sus últimos libros”.
Y no necesita O’Brien que se le pregunte si éste será el último porque ella misma mantiene, pese a los achaques físicos, un vigor mental intacto y se adelanta: “No sé si este será el último libro. Estoy muy cansada, no he estado bien, acabo de terminar el libro y no tengo un minuto para mí”. Revela que sí ha logrado una imagen para arrancar, una idea, pero no las palabras para llevarla a cabo. “Yo escribo porque amo el lenguaje, lo amo antes de conocerlo, amo su poder, la metamorfosis que puede lograr, los encantamientos, el retrato de la vida humana, su poder cuando se utiliza bien”, declama tranquilamente. Pero es consciente de los límites y añade con tristeza: “El objetivo de empezar otra novela me ronda la mente, pero no tengo las primeras líneas y, si no tienes las primeras líneas, no estás listo. Tienes la imagen, pero necesitas esas líneas, esa sonoridad. Es el lenguaje lo que necesito y me falta”.
¿Y acaso tiene alguna ventaja envejecer?
La pregunta le hace reír y contestar rápidamente: “no mucho”. Pero entonces reflexiona, se pone seria y agradece que ya solo quiere reunirse con gente que le aporte algo interesante. “No me importa si es un pastor o Shopenhauer, no quiero conversaciones sociales sin más”. Superar el amor romántico es otra ventaja, reconoce alguien que lo ha sufrido mucho: “Aún soy capaz de amar, pero un amor más calmado, como a mi nieto, que es un ser luminoso y dulce, un pequeño Dios. Ya no siento ese amor ardiente que te hace esperar a un hombre. Y eso es un gran alivio”.
De lo que no se ha librado es de los nervios ante las críticas, que durante décadas ha padecido con hondura. “Me han humillado, me han golpeado, me han llegado a decir que dejara Irlanda en paz. ¿Quiénes eran ellos para decirme eso? Yo no voy a dejar Irlanda en paz, porque tal vez Irlanda no quiere que la deje en paz”. Hoy, remata no sin cierto tono de victoria, “a ellos ya no se le oye o ya se han muerto, y los jóvenes me agradecen que alguien abriera el camino”.
Ser mujer le puso las cosas más difíciles, dice, y no quiere dejar de reflexionar sobre los hombres que tienen “una mujer y habitualmente una amante a su servicio”. “Conozco escritores casados cuyas mujeres o concubinas les dejan la comida en una bandeja a la puerta para no molestar. Sé por toda la vida que llevo viviendo sola, y porque no tengo ‘mujer’, que para concentrarse realmente, para vivir la vida del libro, un escritor necesita estar solo. Necesitas estar sola para cuando las palabras llegan y para cuando las palabras no llegan. Se trata de vivir con tus personajes, vivir en tus historias y no perder el momentum”. Y no es que ella haya vivido siempre sola, pero siempre se ha sentido sola. “En la infancia, en el convento con otras 70 chicas, cuando estaba casada. Siempre me sentía observada, juzgada y sola”.
La tarde ha ido avanzando en su salón y el teléfono interrumpe la conversación. Las citas médicas la llaman. Además está cansada y admite una última pregunta: el MeToo. “Me parece muy bien, pero el MeToo es dar voz a esas chicas de Nigeria”. Y punto final.
Babelia
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