Ponga un Papa en su vida
Eugenio Pacelli, el papa Pío XII, siempre será aquel por el que mi padre, por fin, se compró una máquina eléctrica de afeitar
Recuerdo a mi padre ante el espejo con la cara enjabonada afeitándose con cuchilla los domingos por la mañana mientras tocaban a misa mayor. El método nos parecía a los hijos muy rudimentario y le decíamos que acababan de salir al mercado unas máquinas de afeitar eléctricas que eran más cómodas, más rápidas. No había forma de que cambiara de costumbre hasta que al cabo de un tiempo mi padre leyó en el periódico Las Provincias que el papa Pio XII se afeitaba con una máquina eléctrica Braun, lo que le permitía ganar un cuarto de hora para dedicarlo a la oración. Después de leer esta noticia, que bien pudo ser una publicidad, nos mandó de forma perentoria que le compráramos una máquina de afeitar de la misma marca.
Pio XII era un Papa como entonces uno imaginaba que eran los papas, infalible con vestigios faraónicos, subido a la silla gestatoria, abanicado con flabelos de plumas de marabú como lo hacían los esclavos de Amenofis y coronado con la tiara que contiene tres coronas, la de la Iglesia, la del Estado del Vaticano y la de obispo de Roma. Pio XII había sido nuncio apostólico en Berlín durante la ascensión de Hitler a la cumbre del Tercer Reich y de vuelta a Roma para ser elegido Papa en marzo de 1939 se trajo de gobernanta y ama de llaves a la famosa sor Pascualina, una joven novicia alemana de singular belleza. Corrían rumores, pero al final todo el mundo callaba. Durante su papado se consolidó el régimen de Franco con el Concordato, se celebró el Congreso Eucarístico de Barcelona, cuya letra del himno compuesta por Pemán nos conminaba a los españoles a estar de rodillas ante el sagrario, y se declaró dogma de fe la asunción de la Virgen María en cuerpo y alma a los cielos, de modo que el católico está obligado a creer que la Virgen se halla físicamente en un lugar del universo, de pie o sentada, vaya usted a saber. Pese a todo Eugenio Pacelli, el papa Pío XII, siempre será aquel por el que mi padre, por fin, de compró una máquina eléctrica de afeitar.
Su sucesor, Juan XXIII, rompió la imagen de aquel Papa flaco, intelectual y vástago de la nobleza negra. En la ventana del Vaticano el día de su elección, el 28 de octubre de 1958, apareció Roncalli, un Papa gordo, apaisado e hijo de campesinos, de 77 años. Se decía que era un Papa de transición, pero tal vez porque entre todos los lobos de la curia era el único que creía en Dios y convocó el Concilio Vaticano II, como un golpe de Estado, que hizo saltar por los aires la Iglesia de Trento. Lo recuerdo con las manos en la espalda departiendo con los jardineros de la huerta del Vaticano con una postura de labriego hablando de coles y lechugas. Bajo su papado las iglesias comenzaron a llenarse de guitarras y se consagraba misa con pan de molde y vino peleón en cualquier garaje entre amigos cristianos de base.
Después llegó el papa Montini con el nombre de Pablo VI, que era un intelectual que manifestaba su angustia en público. La izquierda española lo consideraba un aliado natural porque intentó plantarle cara a Franco frente a las penas de muerte, aunque sin resultado alguno. Su sucesor, Albino Luciani, fue visto y no visto. Bien porque al ver cómo era la Iglesia por dentro le dio un síncope, bien porque le sirvieron de madrugada un té muy cargado, el hecho es que en poco más de un mes de papado se fue al cielo y aquí en la tierra Francis Ford Coppola aprovechó su caso para meterlo en la película El Padrino III.
Juan Pablo II era un polaco, llamado Wojtyla, que a los 25 años había abandonado el trabajo en una cantera de Cracovia para escapar de una redada de los nazis. Había sido actor de un teatro clandestino, su novia había muerto en Auschwitz. Se podría imaginar que durante un tiempo anduvo perdido entre los escombros humeantes de la Segunda Guerra Mundial en territorio de nadie, por donde también andaba huido un soldado alemán de 18 años, llamado Ratzinger, afiliado a las Juventudes Hitlerianas, que había desertado del ejército que se batía en retirada bajo el fuego soviético. Una noche se encontraron los dos prófugos, Ratzinger y Wojtyla, cada uno de un bando contrario. El soldado alemán ignoraba si aquel polaco venía armado y estuvo a punto de dispararle un tiro en el corazón. Si esto hubiera sucedido, ninguno de los dos habría llegado a Papa, pero se situaron frente a frente y compartieron el último cigarrillo.
Al ver los templos vacíos, Wojtyla llevó la Iglesia a la estética del rock con las grandes manifestaciones en los estadios y descampados y Ratzinger, rodeado de lobos, convirtió la teología en el artificio más alambicado de la ciencia ficción. Ahora la Iglesia anda metida en un albañal de pederastia y Francisco se lo monta de humilde pese a ser jesuita y argentino, habla como se habla en el bar, lleva zapatones negros y, por su parte, si hay algún charco teológico que pisar, lo pisa y no pasa nada.
Babelia
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