Louise Penny: regreso al país del invierno
La visita de la autora canadiense de novela negra a Barcelona con su última novela, ‘El reino de los ciegos’, invita a volver a la localidad de Three Pines y al detective Armand Gamache
La otra noche soñé que regresaba a Three Pines, lo que es absurdo porque Three Pines no existe. Es el pueblo canadiense de las estupendas novelas policiacas (y la subsiguiente serie televisiva) de Louise Penny protagonizadas por el detective Armand Gamache, jefe de la Sûreté de Quebec, y una creación literaria tan ficticia como Smallville, Tween Peaks o Jerusalem’s Lot. Y, sin embargo, es pensar en Three Pines y ponerme a recordar toda su geografía, y el frío inenarrable que pasé allí, y tantas cosas inolvidables que llegué a vivir. Porque Three Pines no existe, pero Penny lo inventó en base a sitios reales, pequeñas localidades de la región de los Cantones del Este, entre el río San Lorenzo y la frontera del Quebec con EE UU.
En medio del crudo invierno de 2016 (“Mon pays ce n’est pas un pays, c’est l’hiver” —”Mi país no es un país, es el invierno”—, cantaba, tiritando imagino, Gilles Vigneault, el poeta de Blanc-Sablon) viajé allí para entrevistar a Penny, que vive en el pueblo de Knowlton, junto al lago Brome, un sitio tan a desmano que le costaría llegar hasta a Jesuita Joe. El desfase horario, conducir un coche alquilado en medio de una gran nevada desde Montreal (unos cien kilómetros) y que se me cruzara en la carretera un alce no ayudaron a que tuviera muy despejada la cabeza, que además llevaba embutida en un grueso pasamontañas. Dado mi estado y mi sentido de la orientación es raro que no acabara en Manitoba. Así que guardo recuerdos confusos e inconexos del tiempo que pasé por ahí, en parte dando vueltas perdido. Me detuve en Standbridge East y visité un pequeño museo en un viejo molino de agua en el que se exponían rifles Spencer de los Red Sashes de Missiquoi, la milicia de voluntarios canadienses de la región que se enfrentó en la década de 1870 a la invasión de los fenianos irlandeses-estadounidenses, un episodio del que no tenía ni idea. Missiquoi es una palabra de los indios abenaki que significa “rico en aves acuáticas”. Lo pone en mi libreta Moleskine correspondiente a ese viaje y llena de anotaciones igual de trascendentes. Algunas son difíciles de descifrar porque están escritas temblando. Tenía tanto frío todo el rato (llegamos a estar a casi 30 grados bajo cero) que hubiera sido capaz de matar un castor con mis propias manos y despellejarlo para hacerme un gorro calentito como el de Daniel Boone.
Me viene a la mente luego la imagen, tras la ventana de un bar en el que trataba vanamente de entrar en calor, de un pájaro carpintero trepando por el tronco de un árbol. Era un “pic chevelu” (Picoides villosus), lo sé porque lo identifiqué después gracias a un pequeño volumen, Les oiseaux d’hiver au Québec, de Peter Lane, Editions Heritage de Montreal, 1980, que me llevé, con subrepticias maneras dignas del indio hurón Magua, de la casa en Abercorn de la familia Lapointe, donde me habían acogido amablemente. Afortunadamente, no tenían un rifle Spencer.
Los tres pinos los veía por todas partes (como en Frelighsburg, en cuya gasolinera conocí a mi primer Policía Montada del Canadá, del que guardo un gran recuerdo), lo que achaqué a mi estado alucinatorio, aunque resultó que estaban de verdad, los pinos, en algunos pueblos: eran un viejo signo secreto de pertenencia a la causa lealista (a la corona británica). En Knowlton me acuerdo de caminar con nieve por las rodillas como un remedo cutre del doctor Zhivago hasta el antiguo tribunal de justicia donde se exhibían objetos históricos como una canoa que parecía salida de El último mohicano, reliquias de la guerra contra Tecumseh y posesiones del outlaw local Donald Morrison. También vi, con la natural sorpresa y pellizcándome por si soñaba, un biplano alemán Fokker D. VII de la Primera Guerra Mundial que se guardaba en una especie de museo cobertizo.
“En aquellos bosques, el invierno era un asesino magnífico, espléndido y luminoso”.
Uno de los sitios más agradables de visitar fue la librería Brome Lake Books / Livres Lac Brome, que, aparte de la calefacción a tope, tiene un espacio dedicado a Louis Penny y sus obras (18 títulos de la serie de Gamache publicados en inglés, 10 de ellos ya en castellano) y donde te venden objetos relacionados con sus libros, como mapas, camisetas, llaveros, tazas de café con la silueta de los tres pinos o el lema “Vive Gamache”. Hice acopio de todo ello para hacer rabiar a mi hermana Patricia, que no sólo es gran fan de Penny sino su entusiasta traductora al castellano. Ya que pasas frío por lo menos que te envidien. Incluso pensé en llevarle una oca como la Rosa de la tronada poetisa nacional Ruth Zardo, uno de los personajes más singulares de la serie de Penny. Pero cualquiera encontraba una oca blanca en la nieve. En la librería, donde adquirí el Dictionarire amoreaux du Québec de Denise Bombardier (Plon, 2014), y Les coureurs de bois, de Jeanne Pomerlau (Éditions Dupont, 1996), sobre los correosos tipos que protagonizaron el comercio de pieles con los amerindios y que incluye canciones populares para cuando se hiela hasta el cristalino (“Ah! Que l’hiver est long, / que ce temps est ennuyant! / Nuit et jour mon coeur soupire / de voir venir le doux printemps” —”¡Ah! Qué largo es el invierno / que aburrido es este clima / noche y día suspira mi corazón / esperando la dulce primavera—), también se organizan tours por las localizaciones de las novelas, aunque ni el más masoquista seguidor de Gamache hubiera contratado uno en invierno. La única ventaja de la estación es que los osos hibernan.
Con Penny quedé en un pueblo cercano con el ominoso nombre —visto desde hoy— de Sutton. Fue un encuentro muy agradable (aunque no degustamos el urogallo con higos asados y puré de coliflor), consagrado especialmente a hablar de la novela que acababa de publicar en castellano entonces, Enterrad a los muertos (una de mis favoritas porque hay muchas referencias históricas y sale nada menos que el marqués de Montcalm, el ambiguo comandante francés del filme El último mohicano), aunque la escritora me envió luego a un tour frissant por la ciudad de Québec en el que acabé casi como el general Wolf tras la Batalla de las llanuras de Abraham (que están allí mismo).”¿Por qué vivimos aquí y no en Barbados?”, se pregunta con mucho sentido común un personaje de Penny aterido.
Todos estos bonitos recuerdos se me agolparon el otro día al encontrarme en Barcelona con Louis Penny, que presentaba su último libro publicado en castellano, El reino de los ciegos. Devoré previamente la novela, una de las mejores de la serie, 446 páginas que combinan como sólo sabe hacerlo Penny la intriga, la violencia, la humanidad —”la cuestión es: ¿qué guarda la gente en su corazón?”— y el frío (35 grados bajo cero, “pero es un frío seco”). “Mis libros no tratan solo sobre asesinatos”, explicó en la Librería + Bernat, llena de Penny people. “Hay otros desafíos, otros temas, la comunidad, el amor, la amistad, el perdón y qué pasa si no conseguimos perdonar”. En la nueva novela, que tiene varias líneas argumentales, Gamache, pendiente aún de una decisión sobre su futuro profesional tras la operación policial que no ha evitado que un alijo de una droga cien veces peor que el fentanilo, el carfentanilo (!), esté a punto de llegar a la calle, se ve involucrado en un testamento y un extraño asunto familiar con crimen incluido. Las dos investigaciones, la de la droga desaparecida y la de la herencia van en paralelo a lo largo de la novela, en la que figuran todos los estupendos secundarios habituales. Three Pines aparece en buena parte del libro (también los bajos fondos de Montreal), y el invierno quebequés, “que podía llegar a matar, y cada año lo hacía”, es omnipresente. El crujir de la nieve bajo las botas, crac, crunch; crac, crunch. Los copos grandes, sueves e implacables. “En aquellos bosques, el invierno era un asesino magnífico, espléndido y luminoso”.
En el centro de la novela está Gamache, que vive “en la morada del dolor” de sus arduas decisiones policiales y a la vez en el arrullo de la familia y las amistades. Demediado entre el horror y el amor, escéptico y compasivo como un Marco Aurelio de la Sûreté, considera, pese a toda la podredumbre que ha visto, que todos tenemos la posibilidad de salvarnos. Y está dispuesto a arrimar el hombro para ayudar a ello. Ese mismo sentimiento lo leí de nuevo en la mirada de Penny el otro día en el restaurante Igueldo, cuando me acerqué a saludarla al final de la jornada y alzó la cabeza con su permanente sonrisa. Una persona que cree en las segundas oportunidades y en la bondad intrínseca del ser humano.
Siempre ha dicho que Gamache era su marido Michael y de hecho estuvo a punto de abandonar la serie tras fallecer este. Sin embargo, me parece que en realidad Gamache es ella, como es ella el invierno de su país. Un invierno que destella en sus ojos de dama del crimen, azules brillantes como el hielo, pero a la vez llenos de la promesa de calidez de un té o un chocolate caliente y una buena conversación junto a la estufa. El crepitar de los troncos de arce en una hoguera, un perrito caliente en un partido de hockey de los Canadians, una sonrisa. He ahí la Gracia. En medio del frío y la desolación, la bondad, la bondad.
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