‘Dune: parte 2’, la melancolía de los Sardaukar
En la extraordinaria nueva entrega de la saga, los soldados imperiales consuman su declive ante los Fremen, los guerreros del desierto
Es difícil quedarse con un aspecto de Dune: parte 2, la excepcional segunda entrega de la saga cinematográfica de Denis Villeneuve sobre la gran novela de Frank Herbert. Todo es extraordinario: la lucha en torno a la cosechadora en las dunas, la cabalgada del gran gusano Shai Hulud, el combate en el anfiteatro de Giedi Prime (planeta a evitar), la apoteosis de Muad’Dib como mahdi en el consejo Fremen (qué fenomenal el dramático progreso de Timothée Chalamet de chico simpático y espabilado a aterrador líder de masas: ¡cuánto aprendió Lucas de Herbert para Darth Vader y los peligros del poder, y cuánto ambos, Lucas y Herbert, de las transiciones del héroe de Joseph Campbell!); la llegada de la corte imperial, incluidas cinco legiones Sardaukar, a Arrakis y la batalla definitiva, con naves abrumadoras, “rotundas como catedrales”, según acertadísima expresión de Javier Ocaña, pero librada en última instancia a brazo, a espada; la pelea a muerte final entre Paul Atreides y el Harkonnen Feyd-Rautha, en la que se juntan Hamlet (el tout Elsinor galáctico de Kaitain mirando; la ponzoña en la daga) y el Rob Roy de Liam Neeson (parar con la mano el filo del rival; por cierto, Dune también tiene gaitas)…
A pocos espectáculos tan intensos se puede asistir hoy en día como a la proyección de esa película que te deja literalmente boquiabierto de asombro de principio a fin. Atraviesas el largo metraje con la sensación física del cuerpo en tensión, de estar viviendo en persona y en directo una sensacional aventura. Es la misma impresión de maravilla a espuertas que nos causó en su momento, hace muchos años, la primera entrega de La guerra de las galaxias. Las escenas impresionantes se encadenan una tras otra sin solución de continuidad, sin dar respiro, en un increíble crescendo que parece no tener fin. ¿Es el martilleador de arena, Reverenda Madre?, ¿o los latidos de mi corazón?
Después de tantos años de vivir con Dune, desde la lectura del primer tomo en 1975 (Acervo lo publicó en castellano diez años después de la edición original), el mundo de Herbert, que sacudió como pocas obras nuestra imaginación, desbordándola de Bene Gesserits, destiltrajes, pistolas Maula, sietchs y aguzados Gom Jabbar, alcanza ahora una fabulosa cumbre visual con la segunda película de Villeneuve. Ni en nuestros sueños más entusiastas podríamos haber pensado entonces, y tras el insuficiente Dune de Lynch y otros intentos, que llegaríamos a visualizar la novela tan exactamente y con tanta energía y convencimiento. Dune 1 ya era estupenda (bien, no para todos), pero Dune: parte 2… ¡es la bomba! En ella se continúa y concluye el relato hasta completar toda la novela (734 páginas con apéndices), que luego se alargó inicialmente con otras dos, El Mesías de Dune (1969, en castellano 1976) e Hijos de Dune (1976, 1977), la gran trilogía básica, seguida de otras tres continuaciones del propio Herbert y luego varias más de su hijo Brian (en interés decreciente).
En las dos películas de Villeneuve, y sobre todo en la segunda, la nueva, en la que el director se mueve ya —planteada en la 1 la trama— con total soltura, la historia, los personajes, los paisajes, los gusanos, el mundo de Arrakis-Dune y el universo entero pasan ante nuestra mirada recreados de tal manera que no cabe sino restregarte los ojos de incredulidad. De este Dune sales con los ojos no azules por la adictiva especia melange, sino rojos de emoción. Como ocurrió en su día con El señor de los anillos de Peter Jackson, hemos tenido la suerte con Villeneuve de que alguien se ha tomado muy en serio la historia de Herbert y nos la ha servido con devoción, respeto y maestría. Son muchísimos los hallazgos: el blanco y negro para el tremendo episodio del combate gladiatorio en Giedi Prime (el siniestro planeta casa de los Harkonnen), que supera en forma de narrarlo a la misma novela; la propia tétrica caracterización del heredero (na-Baron) Feyd-Rautha (Austin Butler), lívido y depilado literalmente hasta las cejas (hace que la encarnación del personaje que realizó Sting para David Lynch parezca un risueño muchachote que ha cambiado la Vespa por el tóptero); la belleza maltrecha de Lady Jessica (Rebecca Ferguson) evolucionando hacia lo étnico y religioso; las dunas anaranjadas que enmarcan el romance de Paul y Chani (Zendaya) de una manera que sólo habíamos visto en El paciente inglés; la coreografía de las batallas, con un ritmo y una letal solemnidad dignos de la danza de los caballeros del Romeo y Julieta de Prokofiev; la corte de los Corrino y el emperador Padishah Shaddam IV encarnado por Christopher Walken en toda su astucia y decadencia...
Por supuesto, Villeneuve ha tenido que podar y quedarse, a costa de muchas cosas, con grandes momentos emblemáticos. Pero los borda, así que no vamos a lamentar la ausencia del conde Fenring (aunque curiosamente sí aparece su mujer, Lady Margot, la sufrida Mrs. Robinson del joven Harkonnen), o que Alia se resista a salir del vientre materno en la película (así que al Barón Harkonnen ha de cargárselo Paul, como si tuviera poco trabajo); o que desaparezcan el mentat Thufir Hawat y la Cofradía Espacial... En cambio, ha asumido una de las cosas más tontas de la novela, que el abuelo de Paul, el Viejo Duque, fuera torero, y muriera como el Manolete de Caladan (la cabeza del astado que lo mató se la llevan, con el retrato en traje de luces, los Harkonnen para decorar su castillo de Giedi Prime, que falta le hace).
Decía que es difícil quedarse con un aspecto del Dune de Villeneuve. Pero si hay que elegir algo, yo escojo el tratamiento de los Sardaukar, las temidas tropas imperiales. Dune, la novela, es también, quizá inesperadamente, la historia de la decadencia de esa fuerza galáctica, que da sopas con honda, en su terrible trayectoria, sus habilidades y su profundidad existencial, a las tropas imperiales (Strormtroopers) de La guerra de las galaxias. Mezcla de espartanos, pretorianos, jenízaros, Waffen-SS y Navy Seals, fuerzas especiales espaciales, los Sardaukar (la sonoridad de su nombre es otro de los hallazgos lingüísticos de Herbert, en cuyo Dune todo resuena pertinente como en Tolkien: dices “Sardaukar” y se te pone cara de mala hostia), arrastran una musculada melancolía que Villeneuve ha sabido ver y plasmar muy bien. Y a mí me pueden.
En la novela, Frank Herbert nos los fue explicando —como todo su mundo— poco a poco. El duque Leto, al educar a su hijo Paul sobe el equilibrio de fuerzas de la civilización planetaria le cuenta que los Sardaukar son formados, con un rigor que deja a los marines como boy scouts, en Salusa Secundus, el planeta prisión imperial que, al parecer, era una delicia hasta que fue devastado con armas atómicas y convertido en un infierno ideal para el entrenamiento militar. Fuertes, duros y feroces, convencidos de su propia superioridad y embebidos de una mística de secta secreta guerrera, brutales y con un desprecio casi suicida por la seguridad personal, los Sardaukar, a los que se reconoce por su distintiva forma de luchar en combate cerrado en grupos de tres y por portar cuchillos con el león dorado imperial en la empuñadura, son tan mortíferos que unos pocos marcan la diferencia en cualquier batalla. Se dice que su habilidad de espadachines corría pareja con la del Ginaz de décimo grado (sea eso lo que sea) y que su astucia en el combate equivalía a la de una adepta Bene Gesserit. Cualquiera de ellos podía enfrentarse, en los buenos tiempos, a diez soldados ordinarios de las Grandes Casas (excepto la de los Atreides). El emperador los gestiona para sus intereses y muchas veces los suministra para operaciones clandestinas poco edificantes. En Dune, se los alquila a los Harkonnen, una legión, diez brigadas, para que eliminen, entremezclados con las tropas del Barón, a los Atreides en Arrakis. Conocemos el nombre de al menos un Sardaukar, el capitán Aramsham; ahí queda.
Villeneuve nos los sirve magníficamente, a los Sardaukar. La secuencia de Dune 1 en la que vemos como reciben el sacramentum (que dirían los legionarios romanos) en medio de un ritual sangriento, ominoso y lluvioso en su jodido planeta, bajo un cielo desesperanzador de cenizas, es de lo mejor que ha dado nunca el cine de ciencia ficción: con un oficiante que les canta un himno como para salir corriendo (con una voz gutural de chamán mongol), un bautismo o confirmación con la sangre que chorrea de los reclutas que no han pasado el corte y yacen como animales sacrificados en el suelo, y un ambiente absolutamente sobrecogedor. Pero, curiosamente, pese a su terrorífica fama y la arrogancia y el desdén que irradian en directa relación con sus rangos (entre ellos bashar, coronel, caid, general, o burseg, mariscal de campo), es indudable que en Dune, los Sardaukar van a la baja, que ya no son lo que eran, vamos. Herbert nos dice que” su fuerza se vio gradualmente degradada por una excesiva confianza en sí mismos, y el misticismo que sostenía su religión guerrera se vio marcado profundamente por el cinismo”. Esas cosas pasan.
En realidad, sucede así porque el autor quiso enfatizar la pujanza de los nuevos guerreros de referencia, los Fremen, los combatientes juramentados e irreductibles de Arrakis, esa gente recia que te homenajea a escupitajos y te chupa el agua, a los que Paul-Muad’Dib acaudillará en la Jihad galáctica. A la cabeza de los Fremen, los fedaykin (Herbert usó mucha terminología pseudoislámica para sus iluminadas gentes del desierto), comandos de la muerte que se meriendan a los Sardaukar. De hecho, el plan de los Atreides cuando les dan de feudo de Arrakis es reclutar a los Fremen para convertirlos en una fuerza que contrarreste a los Sardaukar (y por eso, entre otras cosas, el emperador da luz verde a que los Harkonnen se carguen arteramente a los Atreides). Yo me siento muy identificado con los Sardaukar —aparte de que resultan atractivos físicamente (y llevan el pelo largo) en el libro, no tanto en la peli—. Son unos has been de élite que viven de su fama pero que intuyen lo resbaladizo de su posición, lo que no mejora su carácter. Los vemos hacer algunas operaciones importantes, pero cada vez se los masacra más fácilmente. En las pelis de Villeneuve, pese al display con que los adorna, el director hace que nuestros héroes los maten a puñados. Me fascina el ensimismamiento melancólico de los Sardaukar, que parecen conocedores de su destino. En la peli no parecen tener mucha carga sexual —se dedican exclusivamente a sus cosas de Sardaukars— y uno casi podría pensar que son eunucos, pero Herbert nos dice que se daban alguna alegría en sus grises vidas y tomaron mujeres de la ciudad de Arrakeen “para divertirse con ellas”.
Al final de Dune, la novela, están ya tan de capa caída que el emperador deplora que tuvieron que usar los chorros de sus transportes como lanzallamas para escapar ante mujeres, niños y viejos Fremen y no ser aniquilados. Los vemos por última vez (en el libro y en la peli) al servicio del trono de Shaddam IV formando un arco para proteger al emperador antes de que este sea depuesto y enviado de retiro a Salusa Secundus. El ocaso definitivo del cuerpo podemos situarlo (digo yo) al final de Hijos de Dune, cuando Farad’n Corrino, nieto del emperador, traspasa sus muy marginales Sardaukar restantes a Leto II, hijo de Paul Atreides (futuro dios emperador agusanado), que los disuelve en las fuerzas armadas generales… Y, aunque los anales mencionan una revuelta de las viejas tropas bajo el mando de uno de los gholas (clones) de Duncan Idaho, cae el telón con un último y sordo redoble de tambor para los orgullosos Sardaukar, otrora sometedores de mundos, ya obsoletos y prescindibles.
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