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EL FARO DEL FIN DEL MUNDO
Columna
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Regreso al planeta Dune con arena en la boca

Reencuentro con la historia de la gran novela de ciencia ficción a través del viejo juego de mesa sobre ella y la biografía de su autor, Frank Herbert

Jacinto Antón
Frank Herbert, a la derecha con la claqueta, en el inicio de rodaje del 'Dune' de David Lynch.
Frank Herbert, a la derecha con la claqueta, en el inicio de rodaje del 'Dune' de David Lynch.

Observé el planeta Dune, oficialmente Arrakis, extendido ante mis ojos: la Gran Planicie, Carthag, Arrakeen, el Muro Escudo, la Depresión Imperial, el Paso del Viento, los Sietch. Me entró sed, y calor (no llevaba destiltraje), y me embargó una gran nostalgia. Ahí estaba de nuevo, absorto mientras esperaba la aparición de los gusanos gigantes atraídos por los martilleos del corazón. No me encontraba frente a la pantalla de cine viendo la nueva versión cinematográfica de Denis Villeneuve (que me ha encantado) de la fenomenal novela de Frank Herbert, sino ante el tablero del juego de mesa inspirado en la obra literaria.

Dune (“la especie debe fluir”), de GF9Games, es la versión de 2020 modernizada del viejo juego de Avalon Hill de 1979, alrededor del cual nos habíamos sentado a jugar antaño un puñado de amigos fans de la novela. Puedo ver en el recuerdo aquel juego añejo: los discos de combate, las fichas redondas con los personajes, las tarjetas, el tablero-mapa (todo de cartón) y, claro, la tapa de la caja cuadrada, con el gusano Shai-hulud y la duna dibujados en la más pura y sugerente tradición pulp, bajo un cielo anaranjado. La versión nueva del juego no es tan evocadora como la antigua, que hace mucho que desapareció. Sin embargo, la fidelidad importa poco. De los seis jugadores de entonces, tres han muerto y otros dos han desaparecido en la arena del tiempo. Un recuerdo más doloroso que un fin de semana en Giedi Prime. Así que me senté solo ante el tablero de Dune como ante una tabla ouija. El pequeño grupo de amigos hacíamos partidas del juego del planeta (más largas incluso que las de aquellos eternos Risk invernales con música de Magna Carta) poco después de leer la novela de Herbert (de hecho, los tres libros de la trilogía original, Dune, El Mesías de Dune e Hijos de Dune). Yo los compré -lo digo para inyectar más nostalgia- en el Drugstore de Tuset, en la edición de Acervo traducida por Domingo Santos.

Se lo comentaba todo el otro día a Alberto, el dependiente en 4Dados, la tienda del Triángulo Friki de Barcelona donde adquirí el juego nuevo (en Gigamesh ya no les quedaba ninguno). Me escuchaba con paciencia, vagamente fascinado como si estuviera ante una vieja serie de televisión tipo El agente de CIPOL. “Ahora hay la nueva versión, Dune Imperium, aunque no es lo mismo; esta mejorado, pero es muy seco”, me dijo sin caer en lo pertinente del comentario. Hablamos de la película de Villeneuve. A él también le había gustado. Yo destaqué el tratamiento de los Sardaukar, las fanáticas tropas de élite del emperador Padishah; la contundente belleza de las naves ingrávidas y silenciosas suspendidas en los cielos de Caladan y Arrakis; los oscuros interiores de los palacios de los Atreides, preñados de conjuras como Elsinor y Dunsinane (por cierto, Dune tiene también un Duncan, Duncan Idaho, encarnado en el nuevo filme por Jason Momoa-Khal Drogo), la música de Zimmer y, por supuesto, los ojos azules melange (ojos del Ibad) de la Chani de Zendaya. Mucho mejor Timothée Chalamet que Kyle MacLachlan y en cambio me quedo con el purulento barón Harkonnen de la versión de David Lynch frente al más sobrio de Villeneuve, y también con el psicópata Feyd-Rautha de Sting. Convino Alberto en que hoy en día, y más con la pandemia, es arduo sentar a seis personas en torno a un juego sobre Dune. “Es difícil para sacar a mesa, muy complicado encontrar a gente que sepa jugar”. Antes de marcharme con el juego bajo el brazo y los ojos húmedos por el reencuentro con Dune, le pregunté si me podría dar su teléfono para llamarle si me sentía muy solo. Torció el gesto. “Bueno, ando muy ocupado”.

Una escena de la versión de 'Dune' de Denis Villeneuve.
Una escena de la versión de 'Dune' de Denis Villeneuve.

Mi viaje al mundo arenoso lo he complementado, por saber más cosas del planeta y su creación, con la lectura de Dreamer of Dune (2003), la biografía de Frank Herbert (1920-1986) escrita por su hijo Brian Herbert, también escritor y al que muchos recordarán por haber publicado los inéditos de su padre y realizado él mismo innumerables spin offs, series derivadas de Dune. La biografía es un mamotreto de 580 páginas, a ratos bastante tostón ―aunque tiene el detalle de ir señalando las cosas que pudieron influir en la escritura de Dune―, en la que el autor no sólo cuenta la vida de su padre sino, de paso, la suya propia y sus problemas de relación con su autoritario y proclive a la ira progenitor, incluido el que les zurraba a él y a su hermano (tenía también una hija de un matrimonio anterior), del que Frank Herbert nunca aceptó su homosexualidad.

Herbert les aplicaba a los chicos un detector de mentiras y su hijo cree que de ahí salió la idea de la prueba a Paul Atreides con el gom jabbar al inicio de Dune. El retrato que emana es el de un clásico escritor estadounidense, que se lo curra cantidad y llega a triunfar tras muchos esfuerzos y sacrificios (de toda la familia, especialmente de la esposa, Beverly, a la que, por cierto, le encantaba recitar la letanía contra el miedo de Dune) para entonces convertirse en una persona peor de lo que era, aunque, eso sí, con mucho más dinero (encontró una máquina de hacerlo con las continuaciones de Dune). Tras enviudar, se volvió a casar a los 63 años con una chica de 27, se compró un Porsche y planeó escalar el Everest. Es curioso que escribas un libro de tu padre al que dices que quieres mucho y consigas que no caiga nada simpático.

El padre de Frank Herbert fue patrullero en moto de la policía y un alcohólico (cosa que parecería incompatible), como también lo fue, alcohólica, la madre. Cuando el escritor contaba tres años lo atacó un perro malamute que le dejó una cicatriz de por vida sobre el ojo derecho. Tenía unas tías maternas católicas irlandesas que trataron de adoctrinarlo y se convirtieron en la base para las Bene Gesserit, la hermandad de mujeres visionarias e intrigantes de Dune, concebidas como unas jesuitas femeninas. Haber tomado alucinógenos (LSD y peyote) habría sido decisivo en la invención de la especie melange, la droga por la que el planeta Dune es tan codiciado, y en las experiencias visionarias del protagonista de la novela, Paul Atreides.

Fotograma del 'Dune' de Lynch.
Fotograma del 'Dune' de Lynch.

Frank Herbert estuvo toda la vida atraído por el budismo zen (fue amigo de Alan Watts) —de donde viene el prana-bindu de la novela— y le influyeron los indios salish de la costa del Pacífico, su cultura, creencias espirituales y armonía con la naturaleza. También se cuentan entre sus influencias para Dune Jung y su concepto del inconsciente colectivo, Frazer y su La rama dorada (tan útil para todo), y las teorías de Campbell sobre la trayectoria de los héroes, que suelen ir a peor, incluido nuestro Muad’Dib, como se verá en la segunda entrega de Villeneuve. Pese a estas influencias positivas, Frank Herbert era miembro de la Asociación Nacional del Rifle.

Ávido lector desde niño, el escritor habría leído todo Shakespeare —algo perceptible en Dune (los “planes dentro de los planes dentro de los planes” recuerdan a Ricardo III, por ejemplo)— y descubierto a Ezra Pound a los 12 años. Herbert, un beatnik avant la lettre, trabajó gran parte de su vida como periodista, alternándolo con la labor de jefe de campaña para candidatos políticos que nunca ganaban, lo que fue una suerte para la ciencia ficción pues nunca consiguió un empleo estable en la política (aunque conocer de primera mano las intrigas de Washington le sirvió para crear las del imperio planetario de los Corrino); como lo fue también el que la Marina lo licenciara sin entrar en combate durante la Segunda Guerra Mundial. Desde muy joven escribió y publicó relatos de ciencia ficción en las revistas pulp. La familia vivió en una pobreza crónica y con continuos cambios de casa (como los Atreides mudándose de planeta) mientras Frank Herbert se empeñaba en su carrera de escritor.

Enamorado desde pequeño de los grandes espacios abiertos, fue decisivo en la concepción de Dune que le encargaran un reportaje sobre un proyecto gubernamental en Oregón para estabilizar dunas, que sobrevoló en una avioneta, quedando fascinado por el desierto. Tuvo entonces la idea de un planeta cubierto por entero de arena (una advertencia para el nuestro) y comenzó a poblarlo. Se documentó a fondo en todos los aspectos que presentaría un lugar así. Sus habitantes, religión, forma de combatir (leyó Los siete pilares de la sabiduría, de T. E. Lawrence) y su ecología. Al principio pensó situar la historia en Marte, pero inventarse un planeta completo le dejaba las manos más libres. Encontró el nombre de los Harkonnen en una guía de teléfonos de California (es como para llamarlos). En la imaginería de los gusanos gigantes y los ganchos para cabalgarlos habría influido la pasión de Herbert por la pesca; no lo digo yo, lo dice su hijo.

Acabó la novela en 1963 y se publicó primero por entregas. Muchas editoriales la rechazaron en forma de libro hasta que la publicó Lanier, especializada en manuales de coches. Dune se convirtió en los setentas en el título de ciencia ficción más vendido de la historia.

Brian Herbert apunta muchas cosas interesantes: los Mentats son precursores de Mr. Spock, la progresiva deriva autoritaria y mesiánica de Paul lo hace un precedente de Darth Vader. En ese sentido, Frank Herbert quedó alucinado al ver en 1977 La Guerra de las Galaxias y descubrir cuánto le habían copiado (señaló 16 puntos idénticos).

La biografía dedica bastante espacio al tema de los proyectos de adaptar Dune al cine y a la película de Lynch. En 1983, el propio Herbert dio el claquetazo de salida del rodaje en México. A la première en 1984 asistió Reagan, y le gustó la película, al igual que a Frank Herbert, aunque resultó ser, como es sabido, un enorme fracaso, entre otras cosas porque los productores sólo dejaron un 40 % de la película de Lynch. Un crítico comparo sus gusanos con la rana Gustavo de los Teleñecos, cosa que nadie podrá decir de los gusanos de Villeneuve.

A Herbert le descubrieron en 1985 un cáncer de páncreas mientras escribía un Dune 7, que iba a ser un grand finale de la serie, y pensaba en una precuela. Murió al año siguiente repentinamente de una embolia pulmonar. Su hijo explica que en la ceremonia de esparcir sus cenizas asaltaron su bodega como homenaje y se bebieron todas sus botellas de Château Prieuré-Lichire Margaux. Es fácil imaginar a los austeros y sobrios nómadas fremen de Dune moviendo la cabeza en señal de desaprobación por el desperdicio de líquido. Y es verdad que no hay mejor manera de despedirse del viejo planeta, de su creador y de tantos años de maravillas, que con regusto de arena en la boca. Hasta la próxima cita, con Dune: parte 2, en 2023.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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