La sangre de García Lorca: que no quieren verla
Alguien equiparó memoria histórica con “memez histérica”. Alguien opuesto a recuperar la memoria enterrada en las cunetas, en las fosas y en tantas almas arrugadas por el dolor y el trauma
Federico García Lorca está muerto y vivo a la vez: bella paradoja para un poeta. Este martes se enfrentó a otra paradoja: ver al zorro cuidar del gallinero. La sobrina del poeta abandonaba su patronato mientras por unas horas se quedaba, como oscuro faro lorquiano, alguien que equiparó memoria histórica con “memez histérica”. Alguien opuesto a recuperar la memoria enterrada en las cunetas, en las fosas y en tantas almas arrugadas por el dolor y el trauma.
La memoria no es pasado; esa es otra paradoja. La memoria es presente. Y funciona al revés que el retrovisor: mira al ayer para proyectar mañanas.
Hay más paradojas. Lorca no es solo literatura; Lorca es memoria. Es el símbolo de la memoria viva y amarga de un franquismo que comenzó igual que acabó: matando. Lo hizo en Víznar en una noche del verano del 36, fusilando al mayor poeta del siglo. Lo hizo en la Modelo de Barcelona, una mañana de invierno del 74, ajusticiando a un chico anarquista llamado Salvador. La cuneta y el garrote vil: alfa y ómega del terror franquista. Esa es la memoria de una dictadura represiva que se consagró cuarenta años al exterminio, la depuración y el borrado.
Sin embargo, a Lorca no lo borraron.
Lo dijo Pedro Salinas: “Lo mataron; pero Federico salió vivo del crimen y ellos han salido irremisiblemente muertos”. Ellos. Es peligroso traer ese sucio “ellos” al presente y mimetizar épocas. Igual de peligrosa es la amnesia. Lorca encarna la paradoja de lo mejor y lo peor de este país. De una sociedad moderna que se quería libre y se fundió a negro. También de una democracia que nació callando y que no madurará con plenitud hasta que no deje de callar. Porque callar es hablar de otro modo.
En este último drama lorquiano, mucha gente no ha callado. Gracias a ellos ―de hecho, a través de ellos―, es como Lorca sigue hablando. Esa ha sido su victoria: la trascendencia. De su poesía. De su mirada. De todo lo que representa. Por eso es indigno e imposible custodiar la memoria del poeta sin querer recordar y denunciar cómo, quiénes y por qué asesinaron al poeta. Es el mensaje de su botella.
“Que no quiero verla”, escribió Federico ante la sangre derramada en la arena de su amigo Sánchez Mejías. Hoy ―aún hoy― por las gradas de la historia sube Federico. Sube con toda su muerte a cuestas. Y ahí está la sangre. Y ahí estará siempre. Para que todo el mundo la vea. Aunque algunos aparten la mirada —¿por qué será?— y no quieran verla.
“¡Cuídate, España, de tu propia España!”, escribió César Vallejo al ver y pisar nuestra guerra. En esa paradoja estamos.
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