La despoblación y la falta de protección conjunta amenazan el futuro de cientos de edificios románicos en la España rural
Expertos en historia y arquitectura advierten de la necesidad de una declaración genérica y apuestan por el uso cultural de los templos y la monitorización para prevenir iglesias en ruinas
En Sauquillo de Alcázar, un pequeño pueblo soriano de apenas 20 habitantes que se asoma a la vecina provincia de Zaragoza, languidece la iglesia de San Andrés, un enorme edificio de origen románico que ha visto trasladar su pila bautismal a la concatedral de Soria, ante el riesgo de venirse abajo. El templo de Santa Cecilia en la localidad de Hermosilla, que conserva uno de los ábsides más imponentes del románico burgalés, lleva varios años clausurado por la aparición de numerosas grietas que amenazan su integridad, a la espera de una importante inversión por parte del Arzobispado de Burgos. En Tubilla del Agua, en la misma provincia, San Miguel, con una nave y una torre semiarruinadas, conserva todavía algunos relieves medievales; el resto de elementos de mayor valor fueron arrancados y vendidos hace décadas, y se reparten hoy entre el Museo Marès de Barcelona y una colección particular.
La nómina de edificios románicos en peligro de desaparición es prácticamente inabarcable. Se extiende por toda la España vacía, principalmente desde Castilla y León hasta Aragón, fruto de un cáncer sin remedio desde la década de los sesenta: la despoblación. San Andrés, Santa Cecilia o San Miguel son solo algunos de los ejemplos que siguen la estela de San Bartolomé, el templo del siglo XII sin protección, de cuyo ocaso es testigo en directo el último habitante del minúsculo pueblo soriano de La Barbolla. Solo en la célebre Lista Roja que elabora la asociación Hispania Nostra figuran, actualmente, 32 iglesias y ermitas bajo amenaza de desaparecer. Sin embargo, España carece de un inventario exhaustivo, científico —la Lista Roja se nutre únicamente de las denuncias que envían los vecinos afectados—, y el volumen real se estima, coinciden los expertos, en “cientos” de inmuebles, un número tan elevado como ambiguo, que deja en entredicho la labor de custodia del país.
“Efectivamente, la declaración de Bien de Interés Cultural (BIC) permite actuar a la Administración pública cuando se dan casos de abandono o destrucción; cuando no es así, el interés o desinterés de los propietarios sigue prevaleciendo: si no hay recursos para acometer medidas de conservación, la exposición al deterioro es terrible”, describe la profesora María José Martínez Ruiz, experta investigadora de la destrucción del patrimonio español. En situaciones como la de La Barbolla “no hay ninguna preocupación de la Administración, porque estos bienes le suponen una carga, y mucho menos de los propietarios, en este caso, la Iglesia católica”, asevera Jaime Nuño, director del Centro de Estudios del Románico en la Fundación Santa María la Real, quien identifica sin esfuerzo la comunidad más afectada por este problema. “En Castilla y León, a veces las instituciones públicas están ya muy hartas de cargarse con la restauración de bienes religiosos, de titularidad privada, que, sin embargo, dejan en evidencia a todo el mundo cuando se caen”.
Edificios protegidos que ya no existen
La enciclopedia que elabora la Fundación Santa María la Real suma ya más de 9.000 testimonios románicos en toda la península Ibérica, entre edificios completos y estructuras más pequeñas. Identificar cuáles de ellos carecen de protección o están en riesgo es “una labor administrativa que convendría hacer”. Sumamente compleja, en todo caso. Advierte Jaime Nuño de que ni siquiera es sencillo acceder a los listados de bienes BIC, en manos de las diferentes comunidades autónomas, competentes en el ámbito del patrimonio. “Hay edificios declarados que ni siquiera ya existen”, constata. ¿Cómo saber, pues, los que están fuera de ese inventario? El historiador se remite a los registros elaborados “a mano” por cada diócesis, una información “valiosísima” a la que, hoy por hoy, no se tiene acceso.
La situación podría cambiar sensiblemente si los templos románicos tuvieran una declaración conjunta de protección —solo por su origen arquitectónico—, como en el caso de los castillos. “Creo que no basta con una declaración que dote de capacidad de actuación a la Administración para intervenir, con ser absolutamente necesaria”, puntualiza, sin embargo, María José Martínez. La profesora entiende que la labor de protección que se ha ido haciendo desde el siglo XIX, edificio a edificio, debería orientarse hoy hacia “una visión de paisaje cultural más amplia, en la línea de la senda marcada por la Unesco en los últimos años” sobre la protección del patrimonio, un ámbito en el que “aún tenemos mucho que hacer”. Jaime Nuño, por su parte, apunta a la “complejidad” de llevar a cabo dicha protección genérica, porque “hay mucho” y su definición sería complicada. “Tendríamos que delimitar qué entra y qué no: ¿deberíamos, por ejemplo, proteger un canecillo que está en una casa particular?”, se pregunta.
Aún más escéptico se muestra el arquitecto Jesús Castillo, que ha trabajado durante tres décadas en proyectos de rehabilitación de la Fundación Santa María la Real. “Que se protejan los edificios no es condición necesaria para que se restauren, incluso existe la opinión generalizada de que una eventual declaración limita los derechos e intereses de los vecinos, aunque realmente sea todo lo contrario”, precisa. Es más, Castillo asegura que situaciones como la mencionada de La Barbolla pueden darse en cualquier edificio, incluso aunque hubiera sido incluido en el catálogo de bienes de interés cultural.
Hacia un uso cultural
Coinciden los expertos consultados en ir más allá y apuntar al origen del problema: el éxodo y el abandono del territorio. “La falta de uso es un factor capital; cada vez que una obra artística ha perdido su función ha sido vulnerable al abandono, a la destrucción, al expolio, a la liquidación de sus materiales o a la ruina”, precisa Martínez Ruiz. La profesora de la Universidad de Valladolid se pregunta si “realmente deseamos asistir a su lenta muerte, a la dispersión de sus tesoros, o quizá ha llegado el momento de plantearse que es preciso actuar de una manera integral”. El arquitecto Jesús Castillo niega que debamos aguardar ese desenlace y llama, en efecto, a actuar a través de planes globales. “No creo que debamos hacernos a la idea de la muerte natural del patrimonio, pero quienes nos dedicamos a esto debemos plantear el problema en otros términos”. Ese enfoque innovador es sencillo de explicar, aunque más complejo de llevar a cabo: aprovechar los edificios históricos como “uno de los mayores activos” para ejecutar “proyectos de desarrollo territorial” en zonas afectadas por la despoblación.
Con cuidado, eso sí. A menudo, las voces críticas censuran el “uso cultural” hacia el que se quieren orientar los templos religiosos por entender que es incompatible con la práctica litúrgica o religiosa. “No se trata de desacralizar una iglesia: ahí están los ejemplos de las catedrales de Burgos o Sevilla, edificios vivos donde hay mucha devoción y que, al mismo tiempo, generan unos ingresos enormes”, puntualiza Castillo. El arquitecto basa la propuesta en los proyectos de éxito llevados a cabo por Santa María la Real en zonas despobladas en colaboración con las Administraciones públicas y empresas privadas, bajo una sencilla ecuación: la intervención en un templo genera un interés social que puede impulsar el desarrollo turístico de la zona, con la ayuda de una infraestructura mínima.
Una perspectiva interesante que no pone freno, en todo caso, al peligro que corren inmuebles dispersos en zonas remotas del medio rural, como en la provincia de Soria. Aquí, según apuntan desde Santa María la Real, entra en escena la tecnología y la digitalización. “Hemos puesto en marcha sistemas de monitorización que nos permiten conocer, de forma remota y en tiempo real, ciertos parámetros de los edificios: si hay problemas de humedad, se mueven ciertas estructuras o se producen visitas no deseadas”, describe Jesús Castillo. Es decir, conocer al minuto qué está pasando en la ermita de un pueblo deshabitado sin tener necesariamente que visitarlo. Pese a todo, como apunta la profesora María José Martínez, la solución definitiva —también la más utópica, hoy por hoy— pasa por “cuidar la vida de la gente que habita en los pueblos, la educación, la cultura, los recursos de vida; si es así, el grupo social que arropa los testimonios más valiosos estará ahí, y contribuirá a cuidar de su legado cultural”.
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