Ir a cortar flores en el cielo
Los libros no dan de comer. Lo que hacen es algo mucho más grande, hacen bailar la sangre; en pleno invierno, de pronto, nos encontramos con un verano sin fin
Y aquí nos tienes a todos, correteando de una tienda a otra, como si fuéramos gallinas, gallos locos a los que se les ha ido la pinza. Vamos atontados por los neones, vaciando los monederos, todos rendidos, aturdidos por los escaparates. Y, de pronto, te paras, una mañana, una tarde, te pones a leer un libro, al azar, Yannis Ritsos. Arranca así: “Nos subimos a las alas de las golondrinas y fuimos a cortar flores en el cielo”. Entonces te pones a volar de verdad, dejas de ser ruin, sin brillo, aturdido. El vértigo te come los ojos, a bocados, la vida huele a libertad.
La lectura, los libros apenas pesan, apenas valen. No dan de comer, ni tampoco te dan o quitan el sueño. Lo que hacen es algo mucho más grande, hacen bailar la sangre. De la mano de Ritsos nos metemos monte arriba, por el sendero donde se atraganta la luz. Se escuchan las cigarras, están por todas partes como estrellas en el cielo. El sol salta por la ventana y se echa a andar por los montes. En el aire todo tiembla, incluso el silencio rubio del trigo. El verde se hace más alegre, los viñedos se cargan de mostos. Ahí en el monte, los árboles casi tropiezan con el cielo. En pleno invierno, de pronto, nos encontramos sorprendidos por un verano sin fin. Eso hace un libro, una lectura, un día, una mañana. Te dejas llevar de la mano, de frase en frase, página tras página, mires donde mires las palabras hablan, en voz muy baja, puro silencio, como si lo hicieran al oído de una mariposa.
El día se despierta y estira como si fuera una tortuga, de esas muy lentas, que avanzan un milímetro cada siglo. Los árboles ahora bajan hacia el río y ahí los tienes, despojándose de sus delantales y echándose al agua para el chapuzón, bañándose a escondidas, porque lo íntimo no se ostenta, se calla. El bosque entero huele a mujer desnuda, a algo que nunca morirá. En los ojos ahora corretean lagartijas, es la alegría, o algo más, un día de felicidad que te llena el tanque de amor, ese que a menudo se te queda vacío, mientras corres por las calles, buscando la última prenda, el penúltimo cromo que irás a pegar al álbum, o hundirás en el fondo sin fondo del armario.
Pero volvamos al sendero, a la lectura, sigamos mar, tierra adentro. El sol quema las piedras, vierte su manzanilla sobre todo lo que puede. Las segadoras se han quedado quietas, ellas también quieren tomarse su tiempo, mirar pasar el día. Cuando vuelvas del paseo, no te olvides de todo eso que has leído. Volverás a apresurarte a crecer, a ir hacia todos los rincones, calcularás el tiempo, perdido, ganado, mirando el reloj o el móvil, olvidándote de ese jardín, de ese verano. Pero ahí están, las amapolas, envejeciendo en el claustro de ese libro que has colgado en la estantería. No te soltará, no te abandonará. Cuando menos te lo esperes vendrá a visitarte, para que no te olvides de hacer bailar la sangre, para ir a cortar flores en el cielo.
Babelia
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