Habitar el mundo
Hemos borrado la distancia, arrasado las lejanías, ni siquiera un banco en el parque nos alivia. Ahora impera la ubicuidad y la instantaneidad
Ganar velocidad quizás sea perder el mundo. Buscamos precipitar el día, corriendo de punta a punta, sin pauta ni pausa. Y así nos vaciamos pensando que el tiempo perdido es otro, ese que nos sienta delante de otra persona, nos para delante de un cuadro o nos pone delante de ese silencio que es la lectura. Creemos que nos la jugamos, entre cielo y tierra, que dándole vuelta al día lo salvaremos y, sin embargo, en un pestañear, sin que nos hayamos apenas percatado, de pronto ha caído la noche, para la eternidad, y entonces paramos de correr.
Durante siglos, recorríamos los montes, los campos, andando, caminando. Luego nos subimos al caballo, y luego al tren, al coche, y ahora al avión. Hemos borrado la distancia, arrasado las lejanías, ni siquiera un banco en el parque nos alivia. Ahora impera la ubicuidad y la instantaneidad, nos dopamos de velocidad. Inventar el avión ha sido también inventar el desplome. Inventar el navío ha sido inventar el naufragio. Cada nueva tecnología acarrea con ella su carga de accidente, el vértigo del precipicio. Todo lo que llamamos progreso tiene su reverso.
Pero sobre todo lo que estamos viendo es una tremenda aceleración de las rupturas. Los choques tecnológicos se encadenan y con ellos las sorpresas de los accidentes. Nos quedamos pasmados, aturdidos y, sin embargo, seguimos, avanzamos, cabalgando sobre los cohetes. La tecnología nos ensancha al permitirnos ampliar el mundo de los posibles y a la vez nos achica, nos resta. El teletrabajo, las compras en línea, las videoconferencias, las redes sociales, los móviles, todo ello nos vincula, pero también nos desintegra. Paul Virilio, el pensador francés de la velocidad, lo decía a su manera hace ya un par de décadas: estamos al borde de un crash social.
La velocidad lo ha invadido todo. Las noticias se borran las unas las otras. La democracia, sin embargo, como el amor y muchas cosas que de verdad importan, requiere cariño, tiempo dado y recibido, es decir, compartido. No hay democracia —ni amor— en las citas a ciegas, rápidas. Ellas solo son polvos, aire, humo, y después del relámpago nos volvemos a topar con el vacío. Habitar el mundo es prestarle atención al tiempo que corre, ponerse de lado y dejarlo pasar, dejarlo correr. Es ponerse a vivir todo ese sol, dentro y fuera, celebrar todas las migas de pan que el tiempo nos echa encima como si fuéramos pájaro, gorrión. Lo que nos queda es siempre lo más ínfimo, lo más intangible. Nunca sabremos cómo se hace. El mundo.
Cómo volver a coser las estrellas, cómo despertar la primavera. Las ciudades se hunden, los días desbordan. Esta abundancia de todo lo que es nada nos deja sin voz. De pronto nos paramos, nos ponemos a leer, pensar, ver. De pronto respiramos. Y así nos enteramos de que vivimos, en ese parar que también es habitar el mundo. El cielo abraza más fuerte, los árboles clarean, la noche de repente es azul, un libro nos inventa. Disfruta de ese jaleo del viento sobre la mejilla, de ese vermú en la esquina del mostrador, una tarde de viernes. Que sea la ceniza o el trigo, hay que llevárselo todo, no dejar ni una miga de vida sobre la mesa, cogerlo todo, aunque sea un solo día, una semana entera, vivirlo todo. Te volteas, ayer se asoma, mañana desaparece, el tiempo es ese ratón que se escabulle, que se ha metido por el agujero. Cuando te percatas, ya se ha ido.
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