La hoguera de las vanidades
Las temperaturas suben y cada llamada, cada mensaje que enviamos, vídeos que cargamos, emite su dióxido, pero seguimos tan campechanos mientras la fiesta dure
En eso se han convertido las redes sociales. En vez de caer hacia arriba, lo hacemos hacia abajo. En vez de un mundo más vertical, nos vamos aguando en uno cada vez más allanado, horizontal, es decir sin horizonte, puro páramo. Nos prometieron los coches voladores, y apenas nos entregaron las llantas, con las democracias haciendo agua, saliendo de la carretera a cada cuneta.
El poder ha dejado de difundirse desde un centro, para difuminarse, brotar desde todas las periferias. Pronto tendremos sensores, drones, cámaras, implantes, y todo eso podrá activarse en remoto. Llegará un día en el cual esos ejércitos de cilicio sustituirán los de carne y hueso. Pero el botón que se pulsará para activarlos será también algún algoritmo que habremos creado y hará como el extranjero de Camus; un día, sin más, se despertará y liquidará lo que se le presente por delante, porque el sol le caliente demasiado el coco, sin más, o lo ciegue con sus destellos.
El asunto es que las máquinas no se rebelarán, sino que aplicarán las instrucciones a rajatabla, sin alma ni conciencia. Con ellas nos enchufamos a menudo, conectados hasta las cejas, atrapados. Pero no nos equivoquemos: todas las grandes tecnologías de la modernidad han nacido de la mano militar. Los ordenadores se crearon para descifrar los códigos de los enemigos. Internet empezó como un medio de comunicación alternativo en caso de holocausto nuclear. Los GPS se crearon para localizar las unidades de combate.
No es casualidad que las tecnologías más disruptivas procedan de los dos países más punteros en términos militares, Estados Unidos e Israel. Solo una pandilla de californianos con todo tipo de sustancias metidas en el cuerpo puede haberse creído la bambalina de que todo eso surgido del vientre militar podría servir para un mundo mejor. Y seguimos vendiendo frascos enteros de luna. A chorros, los vaciamos sobre nuestros cuerpos, como si ese perfume pudiera quitarnos de encima el olor cada vez más chillón, que nos dice, ojo, estáis llegando al límite, más allá de este limbo vuestro tiquet deja de ser válido.
Nos prometieron los coches voladores, y apenas nos entregaron las llantas, con las democracias haciendo aguas, saliendo de la carretera a cada cuneta”
Las temperaturas suben y cada llamada, cada mensaje que enviamos, vídeos que cargamos, emite su dióxido, pero no importa, seguimos tan campechanos, mientras la fiesta dure. Veamos hasta dónde todo esto aguanta, el mar, el aire, el cielo, veamos hasta que las temperaturas revienten. Estemos donde estemos, todo nos delata, cada paso queda registrado, marcado a hierro, con el escudo de ganaderías que ni sabemos. Pronto nos silbarán, nos llamarán la atención, por haber cruzado el peatonal al revés, y un día tirarán bien fuerte de la correa.
En el futuro, quizás ni tengamos que escribir, un chatbot lo hará para nosotros. Se tragará todos los libros de unos y otros, y de pronto nos pondremos a escribir como Céline, o al estilo de Alatriste, revertizar cualquier texto, escuchar, de pronto, algún romancero nuevo, inédito con voz del propio Lorca.
Nuestros hologramas irán a ver museos para nosotros. Encerrados en nuestras jaulas, escucharemos cantar a los jilgueros en el jardín de la pantalla. Ya hemos delegado nuestra memoria a la máquina, ella sabe buscar, encontrar, todavía necesita de nuestros pulgares, pero en breve ni eso, solo con abrir los ojos, o susurrando al oído de la chatarra, encontraremos todo. Los panes se multiplican como por encanto, la comida llega a domicilio, sin tenerse que levantarse del salón.
En el futuro, quizás ni tengamos que escribir, un chatbot lo hará para nosotros. Nuestros hologramas irán a ver museos para nosotros. Escucharemos cantar los jilgueros en el jardín de la pantalla”.
Quizás entonces habrá que volver a inventar algo así como el toreo de salón. Salir a la luz del día, con empaque, con el cuerpo ladeado, meterse en la tarde, y escuchar la música callada, esa que tintinea y llamamos algo así como la vida. La plaza sin ruido, con el chirrío de los jilgueros que se empeñan en desmelenar el aire. Quizás entonces, la montera calada, vestidos de luces, volveremos a inventar algo remoto y ligero como una moneda lanzada al aire. Dejaremos de ser cobardes con nuestras vidas, de mirarla irse, de reojo desde el tendido.
Volveremos a meternos en el ruedo, para que la lidia no sea en balde. Volveremos a ese callado arder cuando los pitones te van rozando y tienes la muerte a unos centímetros de la femoral. Eso haremos, ponernos delante de un cuadro, de una boca, de un beso, de un libro empieza, que cites de rodillas, o erguido, o como sea, pero con casta, como si lo hubieras hecho toda tu vida, tocar la gaita, a la vertical, sin dar la espalda, deteniendo el mundo con un molinete, o un volteo de muñeca.
Y así, mirando hacia la nada, mirando hacia el todo, como quien mira el mar antes de entrar a matar, o a morir, o a vivir, así pues, lanzando la moneda al aire, como quien pide una copa de vino. Dejaremos entonces las redes, y la chusma que se ceba, la turba que se ensaña, todo ese griterío allí encerrado, que no sirve ni para morir, y menos aún para vivir. Y hacerlo cara a cara, de tú a tú, jugándosela, toreando en endecasílabos, como se hacía antaño, cuando todo era más empinado.
Babelia
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