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César González-Ruano: más allá de la leyenda de cínico y falsario

La primera gran biografía sobre el periodista y literato filofascista atenúa su leyenda negra y muestra todas las caras de una vida con zonas oscuras llevada al límite

El periodista César González Ruano, en una imagen sin fechar.
El periodista César González Ruano, en una imagen sin fechar.Europa Press / ContactoPhoto
Paco Cerdà

En el principio fue un guion. Una sutil raya para realzar su nombre: César González-Ruano. Ese ardid traslucía la temprana pulsión por distinguirse de uno de los mayores periodistas del siglo XX español. Un escritor de café que cada mañana se acomodaba en el Teide, donde le servían el tintero, la pluma de manguillero, el café con leche en vaso y la prensa del día. Entonces él se arrancaba a rellenar cuartillas con los dedos ensortijados y un bigotito daliniano. Un café, otro café, diez cafés, tres cajetillas diarias de tabaco negro emboquillado, empalmando un cigarrillo con otro, una tertulia con otra, miles de cuartillas con otras miles más llenas de entrevistas, de crónicas, de reportajes y de opiniones para los principales periódicos del país.

El café: esa era su oficina, su Redacción en la enfebrecida España republicana. Y el Berlín de Hitler. Y la Roma de Mussolini. Y el frente de la Segunda Guerra Mundial. Y el París ocupado por los nazis. Y la España de brillantina y topolinos. Y todo ello visto, contado y vivido por ese personaje maldito y misterioso que él mismo se labró de joven, cuando se obsesionó con los poetas decadentes, y que fue devorando al Ruano sin guion. Un imán de las leyendas negras repleto de zonas oscuras en las que ahora penetra la primera biografía completa del personaje: La vida deprisa. César González Ruano (1903-1965), escrita por Javier Varela, que ha merecido el Premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografías 2023.

Estas quinientas páginas se enfrentan a un reto verbalizado en su día por el propio González-Ruano: “Yo no tengo biografía, sino leyenda”. En ello se había esforzado un literato precoz que comenzó a publicar con dieciséis y que debutó a lo grande en su primera aparición pública con diecinueve. Se presentó en el Ateneo de Madrid ataviado con un chaleco de mujer amarillo chillón y el pelo teñido de rubio para decir que Cervantes, como era manco, escribía con los pies. De inmediato captó el interés. Y triunfó con veintipocos. Pero no sería por su poesía, sino por su concepción moderna y dinámica del periodismo, muy alejada del artículo costumbrista amodorrado de la época.

Su tinta saltaba del papel. Su fascinación por la vida delincuente lo llevó a entrevistar a multitud de personajes del hampa: el Pollo, el Mellao, el Topo, el Albañil, carteristas, estafadores, prostitutas, timadores del sobre, del entierro, de las misas, de las limosnas. Eran los tiempos en que Ruano parecía el Baudelaire de las chocolaterías nocturnas de Madrid, como lo describió Eugenio Montes. Un dandi elegante y altanero, con el malditismo por bandera. Alto, delgado, los pelos largos, la voz cavernosa. Y polémico. Siempre polémico.

De la República a la Falange

Así lo fue con la política. Con la República en ciernes, su ideología era un pastiche antagónico. Estaba contra los señoritos y contra los curas. Estaba a favor de un fascio de extrema izquierda que superase la democracia. Porque él odiaba a la masa. “Una cabeza puede pensar. Miles de cabezas no hacen sino gritar y ofuscar un pensamiento”, escribía.

Se desencantó muy pronto de la República. Quedó fascinado por José Antonio Primo de Rivera y la Falange. Contó el ascenso de Hitler desde Berlín para el Abc, aunque no supiera alemán y actuase de propagandista del Reich. Pero de quien quedó embelesado fue de Mussolini. Eso sí: su amor por Roma no fue recíproco. Cuando se marchó de allí, Italia no lo quería de vuelta. Enredador, borrachón, tramposo, cínico, falsario, capaz de venderse al mejor postor y doblemente peligroso por su oportunismo y su gran inteligencia. Así lo describía un informe de la policía italiana a finales del 41.

César González-Ruano (a la izquierda) con Azorín y su esposa.
César González-Ruano (a la izquierda) con Azorín y su esposa.EFE

Todo ello lo desgrana Javier Varela en una biografía escrita con pulso narrativo, a lo Stefan Zweig o André Maurois, y que desmonta las medias verdades de Ruano. Un ensayo caleidoscópico que pinta el fresco de una vida apasionante. El interrogatorio de la Gestapo en París, en el verano del 42, encerrado bajo los nazis durante setenta y ocho días. Los años bebidos en Sitges para ahogar en alcohol el monstruo de la melancolía vespertina. Las tascas barcelonesas de El Cosmos, La Vuelta y Los Caracoles, con su vida crápula y sus ocultas perversiones. El aire provinciano de Cuenca y el bendito aburrimiento que encontró en su monotonía, silencio y lentitud. El regreso a Madrid y a sus cafés, ya como madrileño desmadrileñizado y con un reto: rehacer su nombre y encaramarse otra vez a la cúspide periodística en el nuevo y paupérrimo panorama mediático de posguerra.

Eso lo consiguió. A base de tesón. Y cumpliendo su única máxima vital: Nulla dies sine linea. Escribir cada día. Vivir para escribir lo vivido. Meter la literatura dentro de la crónica. Así se convirtió en un adelantado de la autoficción. Un maestro de la columna periodística que enfocaba lo universal desde el yo. “El periodismo ―decía― es la calderilla del escritor”. De esa calderilla vivía él. Siempre al día. Sin ahorros. Quedaban lejos los días en que su familia le llevaba a la cama el desayuno acompañado de un duro de plata; así ya no tenía que preocuparse de cómo ganarlo. Aquel tiempo había pasado.

Juan Varela considera que César González-Ruano merece ser reconocido como “un literato notable sepultado por su prestigio –acaso exagerado– de cínico y falsario. Un nombre insoslayable en la historia de la literatura y el periodismo español del siglo XX”. En conversación con EL PAÍS, Varela afirma que “la leyenda negra ―mayoritaria hasta la fecha― lo perfila como el prototipo del escritor fascista y un hombre que es depositario de toda perversión posible: sin escrúpulos, borracho contumaz, delator, estafador e incluso asesino de judíos en la frontera española. Esa leyenda dice que, después de venderles pasaportes falsos, colaboraba en su eliminación. Esa leyenda fue la que hizo que dos periodistas demasiado audaces iniciaran pesquisas arqueológicas en Andorra para ver si encontraban restos humanos. Y lo único que hallaron fueron huesos de ovejas”. Se refiere Varela al libro El marqués y la esvástica, de Plàcid García-Planas y Rosa Sala Rose.

Ruano no fue ningún santo, arguye Varela. Era antisemita. Alardeaba de cínico. Aprovechó la ocupación alemana de Francia para enriquecerse con el tráfico de obras de arte falsificadas. También utilizó la desdicha ajena para traficar con pasaportes y joyas. Pero no más. “No se trata de rehabilitar una vida con muchos puntos oscuros, sino de disipar leyendas absurdas, escritas sin respeto a la objetividad”, zanja el autor.

Su frustración: la gloria literaria

En una época dorada para el periodismo impreso, González-Ruano sobresalió entre otras grandes firmas como las de Manuel Chaves Nogales, Julio Camba o Ramón J. Sender. Y fue, entre 1945 y 1965, “el periodista más popular y solicitado por toda clase de periódicos españoles. En medio de un periodismo monótono, las constantes referencias de Ruano a su vida, a sus aventuras y a sus achaques de salud no pasaban desapercibidas”, explica Varela, profesor de Historia del Pensamiento Político en la UNED y biógrafo también de Blasco Ibáñez, Jovellanos y Eugeni d’Ors.

Ahora bien, no todo lo consiguió el fénix del Teide. Siempre le quedó una frustración: la gloria del parnaso. En sus 62 años de vida, no pudo escribir una obra literaria de empeño y duradera. Se lo impidió una vida acelerada. Su esfuerzo creativo se derramó en miles de artículos. Sobreexplotó su ingenio día a día, cuartilla a cuartilla, para ganarse el duro de plata que ya no le dejaba nadie con el desayuno. Lo hizo siempre, y todo, deprisa. Escribiendo decenas de libros fungibles. Probando con el teatro. Aceptando libros de encargo. “La impaciencia ―reconocía― es mi mayor defecto. No estoy en lo que estoy, sino en lo que viene detrás”. Ese rasgo tan posmoderno lo ilustra una anécdota. Un día, mientras aguardaba en un salón a ser recibido por su entrevistado, escribió toda la entrevista del tirón. “Cuando salió quien yo iba a ver, se la enseñé y le dije: ‘¿No es esto, aproximadamente, lo que usted hubiera dicho?’. Él se limitó a corregir dos cosas, y nada más”. Ruano salió pitando. Ya estaba en la siguiente cuartilla.

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