Madonna, la reina madre del pop, deslumbra en Barcelona
Un espectáculo dinámico y colorista en el Palau Sant Jordi, que empezó con hora y media de retraso, perpetuó su imagen de icono inoxidable
Dicen que la espera aumenta el placer de lo largamente esperado. Quizás por ello las más de 18.000 personas que llenaron el Palau Sant Jordi la noche del miércoles, primera de Madonna en Barcelona, literalmente enloquecieron al verla aparecer tras hora y media de paciente y educada espera. Espectacular vestido negro arrastrándose tras la diva, que en el centro del escenario cantaba Nothing Really Matters mientras el griterío se alzaba, pese a todo tapado por la música.
Sin solución de continuidad, Madonna ya lucía un segundo vestido, serían 17 a lo largo del concierto para cantar Everybody con los bailarines ya escoltándola. Era solo el inicio, pero un inicio deslumbrante a cargo de la artista que descubrió que podía haber una narrativa que articulase un concierto de pop, que el pop era algo más que una fruslería que solo servía para las banalidades y que la música de gran formato también entra por los ojos. Miles de ellos no la dejaron de enfocar, menos aún cuando tras Into The Groove explicó que el concierto era un viaje por su vida artística y que, considerando que el arte refleja la vida, iba a tener más lecturas. Y todo un detalle, tras excusar su castellano, se interesó por el nivel de conocimiento del inglés de la audiencia, antes de presentar a una muchacha que la representaba allá por los años setenta. La mecha estaba prendida, la Reina Madre del Pop estaba de vuelta.
Y en el primer acto del concierto, el que tuvo una lectura más clara y directa (la juventud de la estrella), Nueva York fue protagonista. Imágenes del CBGB, una de sus salas míticas, ilustraron una furibunda toma de Burning Up, con Madonna tocando la guitarra y dejando que su melena rubia cayese sobre sus hombros, acentuando el aire tan juvenil como elegante de su vestuario. Y lo asombroso es que nada en su aspecto chirriaba con esta especie de juventud eterna de Madonna que, eso sí, tiene la suficiente inteligencia para no exagerar sus prestaciones como bailarina, huyendo de la vigorexia mostrada en algunas giras, aquellas que hizo cuando la madurez era una incómoda novedad quizás aún no del todo encajada.
Madonna, pese a los sustos de la salud, asume su edad e impone un estilo que está por encima de esa edad. Es lo que tiene haber mantenido esos 40 años de carrera que celebra en esta gira, una mirada sobre sí misma y sobre una música que, menos a los más jóvenes, la chavalería, ha llegado a todas las generaciones que acudieron al Sant Jordi.
El espectáculo fue dinámico y vitalista, muy alegre y desinhibido en este primer tramo, que se cerró con Holiday, interpretado en la parte central del escenario de tres niveles que representaba la tarta de su actuación en los premios MTV de 1984. Por detrás, tres enormes pantallas que amplificaban la escena, cerrada con Madonna junto a una enorme bola de discoteca, mientras se escuchaban las palpitaciones de un corazón que parecía irse deteniendo. Una muerte cerrando este primer acto.
El segundo se abrió con Live To Tell y las fotos de los amigos, conocidos y personas significativas que el SIDA se llevó, se mostraron enormes mediante pantallas desplegadas en los laterales del escenario. Entre ellos, Martyn Burgoyne, uno de sus amigos de juventud con el que compartió piso cuando ella no era nadie y que le ayudó a dar sus primeros pasos. Sí, el pop recordando un azote fatal que pareció el castigo inhumano de la intolerancia ante tanta diversión. Y la memoria para que no se olvide que aquello fue injusto. Tras otro interludio, con severos monjes en escena y bailarines en una especie de jaula redonda giratoria, y cruces en pantallas. Sí, Like a Prayer en los labios de Madonna y una corona de espinas proyectada para una canción con la polémica diluida por el tiempo. No así la indeleble marca que dejó.
A partir de este punto, la narrativa fue vagamente interpretable en los siguientes actos, siete en total, separados por proyecciones y fragmentos de temas no interpretados en su totalidad. Porque sí, esta es una gira de celebración, pero para Madonna ello no implica lugares comunes. Sí, sonaron grandes éxitos, pero muchos se quedaron en el saco, como Material Girl, True Blue o Frozen. Y es que Madonna cantó aquello que le ha significado algo, como por ejemplo un Erotica que interpretó en un cuadrilátero de boxeo con los bailarines a guisa de boxeadores. Y no todo eran canciones: las coreografías, como la que dio paso a Hung Up, con el cuerpo de baile en un contraluz que entronizaba sus siluetas en aparente desnudez, dejaron claro que el pop se expresa también en movimiento, que cualquier lenguaje bien utilizado suma en escena.
Incluso el de la familia, socorrida ancla que fija a la vida y también a sus amarguras. Cuatro de los hijos de Madonna participaron en el show, Mercy al piano en Bad Girl, Estela en la coreografía de Don’t Tell Me, Dave con la guitarra en Mother and Father y Lourdes en Vogue, puntuando a los danzantes en pleno frenesí. Todo ello sorprendiendo a la mirada, que encontraba objetivos bien en la parte central del escenario, bien en los pasillos que, a guisa de trama urbana de Nueva York, se adentraban en la platea o bien en las pantallas que se descolgaban en los laterales o explotaban en imágenes, colores o fotos en la parte posterior del montaje, donde el escenario se incendió en torno a sus niveles, como final de Crazy For You. Un lujo que, pese a su magnificencia, no opacaba a Madonna, solvente, dominadora, sudando estilo por los poros, con y sin peluca, de largo o de corto, mostrando u omitiendo piel, ceñida u holgada, siendo siempre ella, como en sus 40 años de carrera.
Y antes de abordar la versión de I Will Survive, interpretada con guitarra acústica, bajo un enorme sombrero vaquero, las palabras tomaron el mando y Madonna se mostró contrariada por el estado del mundo, indicando que cada vida es preciosa y mostrándose favorable a la inclusión de las personas de todo tipo con independencia de su orientación, así como a la hospitalidad que debemos al extranjero.
Para la parte final del espectáculo, uno de los más completos y deslumbrantes de una artista que ha menudeado shows impactantes por su elegancia, originalidad y atrevimiento, temas como La Isla Bonita o Don’t Cry For Me Argentina tenían previsto su guiño al mundo latino mientras que una toma de Ray Of Light casi trance permitió a Madonna volar sobre el escenario a bordo de un rectángulo iluminado. Luego bajaron las pulsaciones con Rain y volvieron a subir con un homenaje a Michael Jackson, fusionando Like a Virgin con Billy Jean. El cierre llegó con Bitch I’m Madonna y Celebration. La celebración de una diosa carnal sin edad. Aún moderna. Aún marcando su propio camino.
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