La esperanza del árbol pequeño
El dolor a veces nos hace egoístas y nos sentimos superiores frente a quienes no han vivido el trauma
En estos días tengo miedo de encender el televisor. Me salto páginas del periódico y, cuando agarro el móvil, evito el Discover que desliza mis pulgares desde la ley de bienestar animal al modelo rojo que luce, en una boda aristocrática, la novia de un presunto delincuente blanqueado por la prensa y el glamur. No sé cómo comportarme ante el horror. Pienso en: la repugnante jerarquización de las víctimas, la propaganda de guerra, la impunidad de unos frente a otros, Hollywood, la atónita expresión de una compañera estadounidense que, durante los atentados del 11-S, entra en mi despacho de la universidad: “¿Por qué nos odian?”. El dolor a veces nos hace egoístas y nos sentimos superiores frente a quienes no han vivido el trauma. Lo saben las personas que padecen las secuelas del síndrome del aceite tóxico de colza, las que han sufrido picana. Supervivientes de campos de concentración.
En estos días, me pregunto qué puedo hacer, y recuerdo a Adorno renegando de la poesía después de Auschwitz, buscando un lenguaje ajeno a las marcas del nazismo; repaso aquella filosofía posmoderna, falsamente naif, que renegó de la razón ilustrada a consecuencia de los horrores en los que había degenerado. Ahora, tras la renuncia, las búsquedas equidistantes, el fin de la historia y del metarrelato, llegamos a otro límite de desesperanza: soledad, individualismo, el sentimiento de pertenecer solo a las comunidades en línea, destrucción de la memoria, dificultan la búsqueda de luces en el horizonte. La izquierda, calificada de escoria por la ultraderecha y de no ser lo suficientemente contundente contra Hamás según un civilizado derechista apellidado Sémper, condena los secuestros y atentados contra los civiles en Israel, pero también denuncia que Gaza es la mayor prisión a cielo abierto del planeta. Condena el asedio y apela al derecho internacional. Porque la guerra tiene reglas que no se están respetando. En Israel, hay voces que se avergüenzan de la situación del pueblo palestino y reivindican la creación de un Estado que no es posible por las ambiciones territoriales de los colonos. La comunidad internacional mira hacia otro lado y la izquierda-escoria, como yo, se pregunta qué podemos hacer.
Pienso en la atónita expresión de una compañera estadounidense que, durante los atentados del 11-S, entra a mi despacho de la universidad: “¿Por qué nos odian?”.
Desde esta tribuna, protesto ante la cancelación en la Feria de Fráncfort del homenaje a Adanía Shibli, escritora palestina, que en su novela Un detalle menor denuncia una violación y un asesinato cometidos por soldados israelíes en 1949. También, quiero rescatar Zona ciega de Lina Meruane y Palestina. El hilo de la memoria de Teresa Aranguren, un libro limpio ―también es claro, pero sobre todo limpio―, en el que se intenta entender lo que pasa a través del recuento histórico. Sin sentimentalismos, Aranguren nos acongoja la razón con “mirada no imparcial porque sus ojos nacen de la memoria”. Aranguren tira del hilo y presenta imágenes desnudas de una cotidianidad silenciada. Imágenes como las de Inch´Allah, película de Anaïs Barbeau-Lavalette, escritora y documentalista de Quebec, galardonada con el FIPRESCI en la Berlinale 2013: una tocóloga, Chloe, asiste a mujeres en Cisjordania y cada día atraviesa ese muro de la vergüenza tras el que se esconde una infancia envejecida que lee revistas pornográficas y habla con el presidente de Israel a través de un zapato viejo… La alegría de los niños disfraza su odio, su rabia: un “chulito” palestino se enfrenta a un furgón del ejército israelí. Lo embiste. Quiere frenarlo con su cuerpo. Al final, un agujero en el muro: un niño desconcertado mira a través de él y ve un árbol grande y, al lado, otro más pequeño. Nuestra responsabilidad consiste en hacer posible la esperanza del árbol pequeño.
Babelia
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