Dejadme en paz
Pintar es aceptar que lo pintado puede ser más fuerte que quien pinta
Durante un tiempo pensé que pintar era construir con materia. Apropiarse de modos de hacer, controlar técnicas, construir con líneas o con volúmenes resolviendo manchas, pensaba que pintar era formarse materialmente y usar esa formación para defender casi cualquier cosa. Estaba convencida de que la habilidad técnica le permitía a una convertirse en lo que le diera la gana, pero pintar es estar abierta a que suceda lo inimaginable. A equivocarse, a dejarse sorprender, a no reconocerse en lo creado. Pintar es incertidumbre (también económica). Es tocar, mancharse, ver y comprender. Es mirar y saber qué se mira, o, al menos, saber que existe una mirada consciente de sí misma. Es aceptar que lo pintado puede ser más fuerte que quien pinta.
Hace unos días descubrí a una de esas mujeres que dedicaron una vida entera al oficio de la pintura sin hacer apenas ruido, tendiendo la mano al pensamiento, sin pretender consolar a nadie. Somos hormiguitas, les digo a mis alumnas, no significamos nada. Isabel Baquedano nació en el 36 y la desolación de la posguerra se coló en su obra. Me llamó la atención lo que parecía un enorme lienzo vertical en el que una mujer reposaba rígida sobre una cama. Había algo en la limpieza de la composición que me inquietó. La figura de la mujer da la espalda al espectador y a la intimidad del hogar a la vez que parece refugiarse en su mundo interior, no seré como queréis que sea, parece decir la mujer pintada, me alejo de la vida que habéis diseñado para mí. Soy una mujer joven en edad fértil a la que no le interesan vuestros propósitos. La figura de la autora se confunde en mi cabeza con la de la mujer pintada, y el listado de pintoras sin hijos se despliega como una cascada: Mary Cassatt, Hilma af Klint, Gwen John, Anne Ophelia Todd Dowden, Agnes Martin, Georgia O’Keeffe, Rosa Bonheur, Isabel Santaló. Cassatt pintó decenas de maternidades, pero no fue madre. “La montaña que me mira, también es madre, y por las tardes la neblina juega como un niño por sus hombros y sus rodillas”, escribió Gabriela Mistral.
La mujer de la pintura de Baquedano mira por una ventana abierta a un paisaje donde se intuye la parte elevada del follaje de un bosque. La sombra que proyecta la cabeza en hombros y cuello se funde con el verdor oscuro de las ramas de los árboles. La mujer se confunde, en las zonas de sombra, con la naturaleza. No interpela al interlocutor, no quiere que la miren ni se mira a través de ningún filtro, no se entrega a nadie más que a su soledad. Dejadla en paz.
Pienso de inmediato en What Am I Doing Here? I Should Ask You the Same, una pintura de la estadounidense Jenna Gribbon. En ella, una mujer sentada sobre una superficie mullida sostiene la mirada a quienquiera que se atreva a mirarla. Repantigada en lo que parece un sillón de terciopelo negro, los pantalones se arremangan por encima del ombligo y la chaqueta abierta muestra un pecho con pezón fluorescente. La mujer de la pintura de Gribbon no da la espalda a nadie, pero también está lejos del mundo que construyeron para ella, el que daba por hecho su heterosexualidad y su instinto maternal.
Las dos pintoras usan la pintura como herramienta, la materia establece un diálogo con sus heridas, con sus ideales, con su verdad. Cargan lo físico de contenido y se alejan de lo superficial del arte que parece invadir nuestro día a día. No entregan al mundo una imagen pulida, no pintan envoltorios, sus pinturas son caballos de Troya -esta idea del surcoreano Byung-Chul Hal con respecto al vacío del Balloon Dog de Jeff Koons me interesa especialmente- que cargan con una verdad fiera. Tienden un pulso a la idea dominante a la que supuestamente hemos de rendir pleitesía.
Me pregunto si Baquedano y Gribbon tenían claro qué iban a representar exactamente cuando decidieron pintar a aquellas dos mujeres. “Si se supiera algo de lo que se va a escribir, antes de hacerlo, antes de escribir, nunca se escribiría. No valdría la pena”, escribió Marguerite Duras. Cómo la entiendo.
Babelia
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