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COLUMNA
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Rafael Chirbes, pintor

La escritura del autor valenciano está llena de pintura. Buscó a Caravaggio en Nápoles, se entregó a Bacon y en Nueva York se dio un banquete con Botticelli, Vermeer, Holbein, Rembrandt y Rubens

Rafael Chirbes, en 2014.
Rafael Chirbes, en 2014.Daniel Reinhardt (picture alliance / Getty Images)

Tengo la mala costumbre de querer retener con pintura aquello que deseo que permanezca conmigo: el olor de la piel del abuelo, la humedad dulzona de la casa de infancia, la velocidad que alcancé sobre unos patines de cuatro ruedas el primer día que pisé una pista de cemento ovalada. Pero nada perdura. Y una pintura nunca está acabada: se puede dedicar toda una vida a pintar sobre la misma tela. Cuando seca la última capa, puede velarse. Empastarse de nuevo. Fundir el empaste. Velar el empaste fundido. El proceso puede repetirse las veces que una quiera. Alguien dijo que la pintura es el lenguaje de la pérdida, y yo me pregunto cuántas pinturas debo haber sacrificado a lo largo de mi vida y cuántas otras que di por acabadas debería haber tapado. “La escritura combate el miedo y la angustia por las pérdidas irreparables”, escribió Rafael Chirbes. La pintura también.

Llevo varios días encerrada en el taller (fabriqué con mi padre un altillo de madera y, aunque la intención primera fuera almacenar lienzos, encajé un colchón). La primera noche subí al altillo con Mimoun y durante varios días sentí que era robusta y sanguínea, que mi cuerpo me molestaba, sentí que estaba borracha de vino barato y que tres perros huesudos olisqueaban los lienzos que había dejado secando en el suelo.

Llevo varios días vestida con una bata de lino blanco llena de manchas porque mi intención es encerrarme a pintar, pero mi propósito se enreda con las palabras de Chirbes, que me hieren en lo más hondo y me retienen arriba, en el altillo. Me reconcilia con el amor y el odio que siento hacia Valencia y con el conflicto de no escribir en mi lengua materna, que reservo para la intimidad. Releí La buena letra y El año que nevó en Valencia. Acabé el primer volumen de sus diarios y empecé con el siguiente (ya sé que voy tarde), porque Anagrama publica el tercero el próximo miércoles. Leo: “Recuerdo que llegaron a la fiesta diciendo que se habían acercado hasta la Malvarrosa para contemplar la playa nevada y ver las olas moverse por encima de la nieve”, y bajo veloz del altillo agradeciendo cada una de las veces que la contemplación de ese fragmento de Mediterráneo fue un refugio sanador. Preparo la paleta para intentar atraparlo. A un lado: los carmines, los azules, los verdes, los sienas. Al otro: Blanco di Zinco Coprente, Geel Licht y Zinc white, Blanc de Titane Zinc y Parcheim Unbleached Titanium. Los blancos han de usarse con sumo cuidado. “Solo podréis hacerlo cuando falte una hora para acabar la sesión”, les digo a mis alumnas, “si os precipitáis, ensuciaréis vuestras sombras”.

“Pintar, qué tontería [...]. Los primitivos aprenden a colorear, y, solo muy tarde, a escribir. Hay pintura sin pensamiento, pero no hay escritura sin pensamiento”, leo en los diarios de Chirbes. Pero colorear no es pintar, y su escritura está llena de pintura. Dorothea Rockburne afirma no pensar cuando está moviendo la mano sobre la tela. Lo hace antes de abordar el acto y después de haberlo hecho. Lo que hace antes y después también es pintar, aunque no se manche en el proceso.

“¿Qué sabré yo de pintura?”, se preguntó el escritor valenciano. Pero buscó a Caravaggio en Nápoles, y contempló con cuentahílos el Demócrito de Ribera. Después se entregó a Bacon. En Nueva York se dio un banquete con Botticelli, Vermeer, Holbein, Rembrandt y Rubens, de quien tomó en sus diarios unos apuntes sobre el peligro de los blancos: “Comienza pintando tus sombras ágilmente. Cuídate de poner blanco en ellas; el blanco es veneno para el cuadro, excepto en las luces. Si apagas la transparencia y calidez dorada de tus sombras, tus colores ya no serán luminosos, sino mates y grises”. Se preguntó qué demonios pintaba un arte sin función y describió con lucidez una paleta cromática lapona, “unos colores como nunca antes habían visto mis ojos, y que ya no puedo apartar de mi memoria, verdes fosforescentes en el cielo, azules frágiles, rosas eléctricos, como de anuncio de neón, sobre otros más profundos, cobaltos, intensos negros”. Cuánta pintura en las manos de un escritor. Y qué bien amasada.

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