El primer asalto de Hemingway: historia de un debut literario
El escritor estadounidense se estrenó justo hace un siglo con el volumen ‘Tres historias y diez poemas’, recién publicado por primera vez en español y donde asoman ya las claves de su estilo
Ya lo advirtió en su libro Muerte en la tarde: “La prosa es arquitectura, no decoración de interiores, y el Barroco ya se acabó”. A lo largo de cuatro décadas durante el siglo pasado, el periodista y escritor estadounidense Ernest Hemingway limpió la prosa de abstracciones e inauguró un nuevo paisaje literario donde lo sintético, el diálogo y la acción fueron ley. Fue además una celebridad que protagonizó portadas por las guerras que conoció, por sus novelas, sus accidentes, sus amores y sus premios, hasta llegar a la noticia de su suicidio el 2 de julio de 1961 en su casa de Ketchum, Idaho. Su nombre simbolizó el escritor aventurero, valiente y honesto —un camino que empezaron a dibujar Mark Twain y Jack London, y que después de Hemingway ensancharían Jack Kerouac y Hunter S. Thompson—, una identidad masculina hasta entonces inédita que Estados Unidos, flamante imperio del siglo XX, exportó al mundo.
Y si toda revolución tiene su embrión, el de Hemingway fue Three stories and ten poems (Tres historias y diez poemas), su primer libro, publicado cuando tenía menos de 25 años. Fue en 1923, hace un siglo, en París, en una editorial llamada Contact. Tuvo una tirada de 300 ejemplares y apenas llegaba a las setenta páginas. Ahora, la editorial Averso lo edita por primera vez en español.
“Buscamos publicar contemporáneos u obra sin editar que sea extraordinaria, lo que es como buscar oro. Pero encontramos esta joya”, explica Aníbal Ayala, director de Averso. En este primer libro del que fuera premio Nobel en 1954 ya es palpable la idea de escribir sobre lo que ve, lo que conoce bien o sobre experiencias propias, transformándolas en ficción a partir de un estilo descarnado y sobrio, según Ayala. Y ya aparecen también sus temáticas principales: su querencia por la vida salvaje, los espacios abiertos y los animales, el espejismo de la juventud frente a un mundo indiferente y brutal, el alcohol y sus singulares hermandades y una violencia —subliminal o real como una explosión de dinamita— omnipresente.
“Detector de mierda”
Al primer Hemingway, el joven, el que llega a París queriendo comerse el mundo le gustaba aprender, era disciplinado y sabía mirar. “Si un escritor deja de observar está acabado”, le confesó años más tarde el autor de Adiós a las armas a George Plimpton en una entrevista para The Paris Review. También tenía ojo para librarse de lo aburrido y encontrar las buenas historias. “El don más esencial para un buen escritor es tener un detector de mierda incorporado, a prueba de golpes. Ese es el radar de un escritor”, le dijo a Plimpton en la misma entrevista.
Este detector se percibe en su trabajo en verso, donde no hay rastro de romanticismo y se refleja un gusto por la realidad más dura en versión minimalista: un poema del libro publicado por Averso se titula Ametralladora, otro Clima Oleoso, otro Asignación de asalto —que habla sobre soldados de la Primera Guerra Mundial que hacen su camino “gris, frío, amargo y lúgubre”—, y otro más Montparnasse, protagonizado exclusivamente por suicidas. En sus poemas “leemos un Hemingway desnudo, puro, aún inmaduro, en fase de aprendizaje”, apunta Ayala. Pero no buscaba ser poeta. Para Verna Kale, editora asociada del Hemingway Letters Project, al autor de Illinois “le gustaba la poesía y la apreciaba, pero para él era más un ejercicio de escritura que algo en lo que trabajara duro o por lo que quisiera ser reconocido”.
Como los poemas, las tres historias de su primer libro son de temática realista, van directas al corazón de un conflicto y están protagonizadas por personajes que merodean la tragedia (y muchas veces la encuentran). El primer cuento, titulado Allá en Michigan, contiene una violación; Fuera de temporada explica un frustrante día de pesca bañado en alcohol, y en Mi viejo un adolescente es testigo de la muerte de su padre —un jinete lleno de ilusión en sus años jóvenes— justo cuando andaba descubriendo que en realidad era un tramposo.
¿Qué dirán nuestros amigos?
Para Kale, también profesora asociada de investigación de inglés en la Universidad Estatal de Pensilvania, las primeras historias de Hemingway fueron muy innovadoras, contribuyendo a consolidar su reputación como maestro del género y ubicándolo en el mapa de los escritores importantes de la escena literaria de expatriados en París.
De hecho, las huellas del relato Allá en Michigan se pueden encontrar En París era una fiesta, su autobiografía novelada, donde explica que en un café de la plaza Saint Michel se puso a escribir un cuento ubicado en Michigan, y que como en París “el día era crudo y frío, un día así hizo en mi cuento”. Controvertido ya en sus primeros pasos, el relato explica el enamoramiento de una joven por un vecino que va a cazar ciervos con unos amigos, armados con hachas, rifles y quince litros de whisky. Lo que ella piensa que es el inicio de un romance da paso a un momento de duda, negativa y miedo. Y, a pesar de las repetidas palabras de la mujer para frenar el abuso, acaba en violación. Una trama tan audaz para 1923 que algunas de las personas más cercanas a Hemingway quisieron impedir su publicación.
Al leer la historia a su hermana Marcelline, la calificó de “sórdida y vulgar”, confesándole que le preocupaba mucho lo que iban a decir sus amigos de Michigan, dando por seguro que se sentirían “humillados más allá de las palabras”. Por su parte, Gertrude Stein, protectora y promotora de la obra de los escritores y pintores más vanguardistas en París, le advirtió de que el relato era como un buen cuadro que no se podía colgar “por indecente”.
Pero Hemingway se mantuvo fiel a su idea de cómo debía ser su escritura, aunque eso supusiera no ser publicado en Estados Unidos. Buscaba explicar lo que realmente se siente al estar vivo y no lo que se debería sentir según las convenciones morales y sociales de su época. Quería reflejar historias vivas y para ello usaría “las palabras que los personajes emplearían en realidad”, le dijo a Stein. Todo un reto para un hombre nacido aún en el siglo XIX, en tiempos victorianos, donde la rigidez de la norma y las formas lo era todo.
Una vez publicado, el todopoderoso crítico Edmund Wilson alabó el libro pero criticó la “gente grosera y primitiva” de Allá en Michigan. El cuento seguía preocupando en 1939, cuando la editorial Scribner preparaba un libro de relatos escogidos del autor de Illinois.
Hipermasculinidad
Hemingway fue uno de los escritores más populares del siglo XX, pero no es tan sencillo como aparenta. La complejidad subterránea de su vida y su obra sigue alimentando el mito. Y su identidad tan desaforadamente macho empieza a tener otras lecturas. En el documental Hemingway (2021), de Ken Burns y Lynn Novick, la novelista irlandesa Edna O’Brien, autora de Chica de campo, afirma que Allá en Michigan es un relato extraordinario para la época, por su fondo y por su forma, escrito desde el punto de vista de una mujer agredida. “Pediría a sus detractores, mujeres u hombres, que leyeran ese relato. ¿Podrían decir entonces que se trata de un escritor que no entiende las emociones de las mujeres y que odia a las mujeres? No podrían. Nadie podría”, dice.
Más de sesenta años después de dispararse con su propia escopeta, la figura de Hemingway sigue siendo motivo de debate por su machismo: esa idea, tan antigua, del rey de la casa y de la calle, el que solo admite a hombres-blancos-machos como sus iguales y percibe al resto —esto es, la mayoría de la humanidad— como meros actores secundarios.
Esas críticas no son nuevas. En 1974, en una entrevista en la BBC, Orson Welles explicó que era amigo de Hemingway y admirador de algunas de sus obras, pero rechazaba su frenesí hipermasculino. Y pasa a detallar que cuando en 1937 estaban preparando The Spanish Earth, un documental sobre la guerra civil española, Welles puso en duda unas líneas de guion escritas por Hemingway, por lo que este bramó: “Estos maricones del mundo del teatro, ¿qué sabéis vosotros de la guerra de verdad?!”, a lo que Welles respondió jocosamente, ceceando: “¡Ouh señor Hemingway, qué fuerte y qué grande es un usted, todo un hombre de pelo en pecho!”. Más tarde, Welles —que vivió muchos años en España— escribió Crazy Weather, un guion protagonizado por un estadounidense del que unos jóvenes se mofan por su misoginia, que va a corridas de toros, que se jacta de conocer muy bien España pero apenas habla castellano y solo tiene ideas estereotipadas sobre el país.
Pero las cosas van cambiando. Hemingway empieza a ser entendido —y leído— como un hombre roto, devastado física y moralmente por su experiencia en la Primera Guerra Mundial, con una vida familiar traumática, con una madre asfixiante y un progenitor y dos hermanos suicidas. Un escritor en busca de su identidad (pública, privada, moral y sexual) con problemas de salud mental, un novelista que una vez dijo que el fracaso y la cobardía eran algo muy humano, que era algo que él reflejaba “disfrazado” en sus escritos, y que al público eso le encantaba.
Lecturas de futuro
De aquí a un siglo, en el año 2123, si hay personas que leen, estudian o hacen crítica literaria, ¿cómo leerán y percibirán las novelas de nuestra época, los valores y las formas de vida de quien las escribe? Este es un ejercicio mental que pide Ayala: “Nuestro momento es otro, y es injusto juzgar la obra y la persona de Hemingway solo desde nuestra perspectiva. Él era hijo de un tiempo puramente patriarcal. Y no es nada fácil encontrar un autor que no enarbolara la bandera de la supermasculinidad entonces”. Kale redunda: “La visión de Hemingway como hipermasculino y misógino es un mito creado por sus primeros lectores y críticos. En realidad, Hemingway es una figura bastante más complicada”. Según ella, la obra del Nobel tiene diversas lecturas: “Las personas interesadas en el género y la sexualidad y en la literatura medioambiental, en particular, siguen descubriendo nuevas ideas en los textos de Hemingway”.
En todo caso, lo que consiguió Hemingway, en su compleja simplicidad, es recuperar y regalar a los que lo leen “un contacto ingenuo con el mundo”, según escribió el crítico literario Terrence Doody. Y parece que funciona, porque hay decenas de cátedras universitarias de estudios sobre su obra y su persona y se siguen celebrando encuentros, conferencias y debates sobre él.
El próximo verano se celebrará en San Sebastián y en Bilbao la vigésima Conferencia Internacional sobre Ernest Hemingway. España es un país de mucho peso en su historia personal: lo visitó por primera vez en 1919, cuando desembarcó en Algeciras el buque que le llevaba de vuelta a Estados Unidos tras la primera guerra europea. La segunda vez fue dos años después, cuando otro barco, esta vez de camino a Francia, le dejó en Vigo, donde aprovechó para escribir para el periódico Toronto Star un reportaje sobre la pesca de atún. La tercera, en 1923, es la más conocida: fue cuando visitó Navarra, los Sanfermines en Pamplona y Madrid, dando buena cuenta de ello en su novela Fiesta. Volvió muchísimas veces más, también durante la Guerra Civil. De hecho, él y su tercera mujer, la periodista y escritora Martha Gellhorn, que también cubrió la guerra, escribieron discursos, recaudaron fondos y presionaron a los Roosevelt para enviar ayuda a la República. Y la última vez que Hemingway pisó España fue en agosto de 1960, once meses antes de su muerte.
Desde muy joven el patrimonio cultural español le atrajo de inmediato. “Era una cultura marcada por fuertes rituales que desafiaban el orden burgués al que se había enfrentado en Francia y el espíritu de autoconservación que había encontrado en la cultura italiana”, reflexiona Alberto Lena, historiador cultural y experto en cultura estadounidense. La experiencia de la Primera Guerra Mundial supuso para Hemingway el descubrimiento de la muerte y el horror, y también la percepción de una vida sin consecuencias y un intenso sentido de la comunidad, unas ideas que desafiaban los valores extremadamente conservadores e individualistas de la América de clase media de los años veinte, según Lena. Fue a partir de ahí, apunta Lena, cuando el escritor entendió que la literatura estadounidense debía ir más allá del aislacionismo cultural de la América victoriana y convertirse en una literatura internacional, en diálogo con otras culturas.
Al joven Hemingway lo echaron de su casa al poco de volver, perdido y herido, de la Primera Guerra. Y fueron en estos y otros puertos, en tierras lejanas a la suya, cuando el escritor en ciernes —recién casado, con el pelo largo y no mucho dinero en los primeros tiempos en París—, empezó a vivir para la literatura. En París era una fiesta, cuando inicia su torturada amistad con Scott Fitzgerald —que acababa de publicar la novela El gran Gatsby y dice estar “bastante contento” con el resultado—, Hemingway empezó a construir historias en vez de solo describirlas. Fue entonces cuando sintió el vértigo de la escritura, cuando, según leemos en esa autobiografía publicada póstumamente en 1964, “se inauguraban días que aquel trabajo llenaría enteramente. Era lo único que importaba”.
Babelia
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