El extraño caso de la serpiente del doctor Watson
Una visita al 221 B de Baker Street revela que el compañero de Sherlock Holmes tenía una cobra disecada en su habitación
La emocionante visita a las habitaciones de Sherlock Holmes y el doctor Watson en el 221 B de Baker Street con motivo de la presentación en Londres de la nueva novela de Arturo Pérez-Reverte, la pertinentemente llena de misterios —incluido uno relacionado con los nazis y los bombarderos de la RAF— El problema final (Alfaguara), me ha conducido de vuelta al mundo del detective de Conan Doyle y a sumergirme en el canon de sus aventuras, las bien llamadas por los fans las Escrituras. Me ha permitido asimismo descubrir que Watson y yo tenemos otra cosa en común aparte de ser ambos personajes secundarios: él también convivía con una cobra disecada.
Lo primero que hice al llegar a la capital inglesa, adonde viajé con el fundacional Estudio en escarlata (mi vieja edición de 1985 de Alianza) en el bolsillo (“¿no conoce todavía a Sherlock Holmes?, podría llegar a la conclusión de que no es exactamente el tipo de que a uno le gustaría tener siempre por vecino”), fue encaminar mis pasos a Foyle’s, en Charing Cross, en busca de algún buen ensayo sobre el personaje. Como la fortuna premia a los audaces (los demás periodistas se fueron a cenar al pub The Coach Makers Arms) me hice con A Brief Story Of Sherlock Holmes, The Complete Guide To The World’s Most Famous Detective, de Nigel Cawthorne (Running Press, 2011), el perfecto libro de apoyo para una aventura como la que me aguardaba. Como guinda pillé Warriors in Scarlet, precisamente, el nuevo libro (McMillan) de Ian Knigth, calentito, sobre los últimos soldados de la época victoriana, que luego me recomendó el propio Arturo, no Wellesley, claro, sino Pérez-Reverte.
El volumen de Cawthorne, con resúmenes de todos los casos canónicos (4 novelas y 56 relatos), incluye unos sabrosísimos capítulos biográficos sobre Holmes, Watson y el propio Conan Doyle (el escritor había trabajado en un ballenero en el Ártico, no el Sea Unicorn sino el SS Hope, y acompañó un tramo la expedición para vengar a Gordon de Jartum); así como breves semblanzas de los aliados del detective: Mycroft, Lestrade, la indispensable señora Hudson, reina del scottish breakfast, los Irregulares de Baker Street. Y perfiles asimismo de los enemigos del investigador, a la cabeza Moriarty (por cierto hay que recordar que al que se tiene por auténtico Napoleón del crimen inspirador del personaje, Adam Worth, le dedicó una biografía, en castellano en Ediciones B, el hoy tan popular Ben Macintyre), y también semblanzas del coronel Moran, gran cazador y acreditado francotirador del Mal; de Von Bork, agente del Káiser; del barón Gruner, “venenoso como una cobra” (!) o, claro, de Irene Adler (otra referencia ofídica: la víbora europea en inglés es adder), aunque Cawthorne, caballerosamente, no la coloca en el apartado de villanos.
Todos tenemos nuestras vías favoritas para adentrarnos en el terreno holmesiano, además del imprescindible canon. Para mí son la gorra de orejeras deerstalker (sí, ya se que es un falso icono popularizado por las pelis, pero me pone ponérmela) y los pastiches, de los que soy muy fan, especialmente de los que mezclan a Sherlock Holmes con mitos del terror como el monstruoso Cthulhu de Lovecraft o Drácula (ahora que está de moda por la nueva peli la Deméter, la goleta en que arriba el conde a Inglaterra, hay que recordar que se ha asociado el perro infernal que salta del barco al llegar a Whitby con el de los Baskerville). Sobre Holmes y el universo Lovecraft hay algunas obras muy estimulantes, entre ellas la antología Sombras sobre Baker Street (La Factoría de Ideas, 2003), en la que 18 escritores anglosajones aportan sendos relatos: a destacar el de Richard A. Lupoff o el de Michael Reaves, en el que Holmes encuentra el Necronomicón. Entre mis pastiches favoritos, también los que juntan al detective con Conrad, aunque el interés de Holmes por los barcos se reducía a las listas de salidas, llegadas y pasajeros, y a algún submarino.
La visita al 221 B de Baker Street reporta al aficionado muchas alegrías y reencuentros. En su propia visita, que cuenta en su entrada sobre Holmes en su imprescindible Diccionario apasionado de la novela negra (Salamandra, 2023), a Pierre Lemaitre (que incluye curiosamente también una entrada sobre Pérez-Reverte) le pareció la casa museo una especie de “gabinete de curiosidades” (de Holmes opina que es “quizá bipolar, sin duda homosexual, hiperactivo, misógino, frío, narcisista y hermético”). Ciertamente, todo en la casa es un poco disparatado: te sumerges en un mundo de fantasía literaria como si fuera un lugar real y transitas entre objetos y personajes que nunca han existido excepto en la mente de Conan Doyle y de los lectores (y en las películas). Lo que no impide que te sientas amedrentado ante la cabeza disecada del perro de los Baskerville (¿de dónde la habrán sacado?), o te emociones ante el violín de Holmes, su lupa, sus pipas, su jeringa y los disfraces de ese verdadero Mortadelo victoriano. Toda la casa, tres plantas del edificio, está bastante tronada y llena de cosas raras y perturbadoras. Añade un toque surrealista el que las guías o vigilantas sean chicas vestidas de doncellas de época, con un punto inesperado de servidoras del castillo de Roissy, y no olvidemos que el arma preferida de Sherlock Holmes es la fusta de montar…
Precisamente con una de ellas se defiende del reptil que protagoniza mi historia favorita (que también era la preferida de Conan Doyle): La aventura de la banda de lunares. La del tipo que asesina a su víctima usando una serpiente venenosa amaestrada que le acaba mordiendo cuando Holmes la ahuyenta a golpes. En la casa de Baker Street hay una alucinante escenificación del caso con un maniquí del criminal, el doctor Grimesby Roylott, con cara de horror, los ojos desorbitados y una pequeña serpiente negra alrededor de la cabeza. De qué serpiente se trataba originalmente es un asunto que ha dado mucho que hablar en los círculos holmesianos. En el relato de Watson, Holmes la identifica como una “swamp adder” y añade que es “the most deadly snake in India”, “la serpiente más letal de la India” (su veneno mata en diez segundos, dice). Aquí nuestro detective aparentemente patina, pues “adder” se refiere sólo a unas víboras que, precisamente, no hay en la India. Para las otras en inglés se usa el término “viper” (nosotros usamos víbora para todas). Se ha especulado con que Holmes se refiriera a la víbora de Russell o dibonga, que sí hay en el subcontinente (donde causa muchas muertes), pero esa serpiente maciza, un pedazo de bicho, no podría hacer lo que hace la del relato (trepar por un cordón de tela), aparte de que las serpientes son sordas y ninguna acudiría al reclamo de un silbato como en el caso, y tampoco se dejarían domesticar dándoles leche (de hecho, les sienta fatal).
He encontrado en Internet un supuesto artículo del herpetólogo Laurence M. Klauber presuntamente publicado en 1948 en The Baker Street Journal, que repasa sesudamente el caso desde el punto de vista científico con muchas notas y citando una amplia bibliografía. En realidad, o Klauber (que existió de verdad, murió en 1968 y está considerado la máxima autoridad mundial en serpientes de cascabel) tenía mucho sentido del humor y se marcó una broma morrocotuda o se trata de una inteligente y muy graciosa invención a su costa. Sea como sea, el texto propone que Watson se equivocó al interpretar las palabras de Holmes (evidentemente incapaz de meter la pata en un tema de ciencias naturales y de venenos: el artículo repasa pormenorizadamente los títulos clásicos sobre reptiles venenosos que sin duda contenía la biblioteca del detective) y que lo que dijo este es que era un “samp-aderm, the deadliest skink in India”. El texto sostiene, tongue in cheek, que Conan Doyle se basó para su villano Roylott en un personaje real que trabajaba a lo doctor Moreau en la hibridación de especies. Y que a lo que Holmes y Watson se enfrentan es al diabólico resultado de cruzar un monstruo de Gila, Heloderma suspectum, un lagarto venenoso (skink es lagarto en inglés) ¡con una cobra! Para el espécimen, el detective inventó un neologismo con las palabras samp (serpiente en hindi) y aderm, en referencia a helodermo: samp-aderm.
Y esto nos lleva al punto central de este artículo: visitando la habitación de Watson en el segundo piso del 221 B de Baker Street descubrí una inesperada cobra disecada colocada en un rincón junto a la ventana. Me llamó mucho la atención porque era muy parecida a la que yo mismo poseo (aunque no duermo con ella, de momento). La mía fue un obsequio de la familia Carola: era de la abuela, que la trajo de la India, y la tenían en su bonita casa de Formentera que por cierto contaba con una edificación externa de duchas parecida al Jantar Mantar, el viejo observatorio astronómico de Delhi construido en 1724 por Sawai Jai Singh. Mi cobra (a la que llevé de Formentera a Barcelona en una singladura que es toda una crónica en sí misma) está como la de Watson en posición de ataque, con la parte superior levantada, la capucha desplegada y la boca abierta, con los colmillos bien visibles. La del buen doctor está incluso un pelín más ajada que la mía y le sale algo del relleno en varios puntos en que la piel escamosa se ha abierto.
En todo el canon holmesiano no he encontrado mención a una aventura con una cobra y menos a que Watson conservara una junto a su cama. En esto estamos como con la rata gigante de Sumatra, “un caso para el que el mundo no está aún preparado”. Mi propuesta es que la cobra que se conserva en Baker Street no es otra que la madre del reptil híbrido que sería el protagonista de La aventura de la banda de lunares. Imagino que Holmes se la endosó a Watson como recordatorio de la pifia con lo de la “swamp adder” y advertencia de que pusiera más atención a las palabras del maestro. La verdad es que ver una cobra en posición de ataque cada vez que te vas a dormir y te despiertas te pone naturalmente en estado de alerta, casi como coca al siete por ciento.
Y una coda: ¿Podrían guardar alguna relación las dos cobras, la de Watson y la mía? La pareja de cobras más famosa de la literatura es la formada por Nag y Nagaina, las malévolas serpientes asesinas a las que se enfrenta la mangosta protagonista de Rikki-Tikki-Tavi, el cuento de Rudyard Kipling. Y Kipling y Conan Doyle fueron amigos durante 35 años, durante los cuales se visitaron en sus casas, intercambiaron correspondencia y leyeron sus obras mutuamente, aparte de que Conan Doyle inició en el golf a Kipling y le regaló unos esquíes. Me es difícil establecer una clara conexión entre ambas serpientes (uno no es Holmes), pero al tiempo: todo es seguir tirando del hilo de la deducción, querido Watson. ¡La aventura continúa!
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