Arturo Pérez-Reverte: “Me identifico más con el humilde Watson que con Sherlock Holmes, pero en realidad ¡yo soy Moriarty!”
El escritor presenta en los escenarios londinenses del detective su nueva novela ‘El problema final’, un juego literario con el inmortal personaje de Conan Doyle
En el baqueteado y algo polvoriento Sherlock Holmes Museum, en el 221 B de Baker Street (una de las direcciones más legendarias del mundo), se exhiben cosas como el revólver de Watson y la medalla que ganó el doctor en la batalla de Maiwand, en la segunda guerra afgana; una estampa de Gordon de Jartum (sin duda un caso perdido), el dedo que le cortaron a Victor Hatherley en La aventura del pulgar del ingeniero, las orejas de Miss Mary Cushing de La caja de cartón o la cabeza del infernal perro de los Baskerville. Pero los fans de Holmes que se apretujaban este mediodía en las estancias que reproducen con extraordinaria minuciosidad la vivienda del célebre detective y su fiel ayudante —incluido el váter (no puede usarse, aunque estés muy necesitado o seas muy mitómano), junto al que puede verse una lechuza disecada (qué raros son los ingleses)— no podían ni imaginar que la verdadera aventura del día estaba en el pub de al lado.
Efectivamente, allí, en The volunteer, a dos puertas del 221 B de Baker Street, una de ellas la de un local de yoga y pilates, había recalado el escritor Arturo Pérez-Reverte, cuya nueva novela, El problema final (Alfaguara), es una personalísima vuelta de tuerca sobre el personaje inventado por Conan Doyle y su forma de investigar. En la historia de Pérez-Reverte, entretenidísima, un grupo de personas queda atrapado en los años 60 en un pequeño hotel en una isla griega imaginaria cerca de Corfú. Y cuando se produce un asesinato y se convierte en algo similar a la isla de los Diez negritos, se pone a investigarlo en plan Cluedo una de ellas, un veterano actor exalcohólico muy parecido a Basil Rathbone y que como este ha encarnado a Sherlock Holmes. El pastiche, narrado en primera persona por el actor, Hopalong Basil (!) —en el mundo Ormond—, está servido y la verdad es que, lleno de sabrosos guiños y referencias literarias y cinematográficas, funciona de lo lindo. Hay hasta una conexión nazi.
A cualquier holmesiano que hubiera visto a Pérez-Reverte en el pub, en el marco del viaje de prensa para presentar la novela, no hubiera dejado de intrigarle ese individuo delgado, “de rostro anguloso, ojos agudos y penetrantes, fina nariz de ave rapaz que le daba aire de viveza y determinación y barbilla también prominente y maciza que delataba en su dueño a un hombre de firmes resoluciones” (Estudio en escarlata). La tentación de comparar al novelista con el detective era grande, aunque Pérez-Reverte declinó tocarse con la icónica gorra deer stalker hat de Sherlock Holmes (un modelo exclusivo se vende en la tienda del museo a la friolera de 49 libras) y tampoco quiso visitar las habitaciones, lo que imposibilitó verle a sus anchas (aunque fuera como se ha dicho un lugar estrecho) en el entorno holmesiano por naturaleza.
En todo caso, el novelista —que prefirió la pinta a la solución de cocaína al siete por ciento y tuvo el detalle de no usar en demasía la palabra “elemental”— cortó cualquier atisbo de identificación entre él y Sherlock Holmes: “Para nada, las mentes matemáticas me asombran, admiro a quienes las tienen, me parecen gente superior, pero yo incluso me equivoco al dividir”. Es cierto también que Holmes tiene otras carencias, por ejemplo, cero conocimientos de literatura (por animar a Arturo). “En todo caso yo sería el humilde Watson”, prosiguió el autor, “un buen recopilador, aunque para escribir esta novela he tenido que pensar como Holmes”. Explicó asimismo que ha seguido “una estrategia perversa”, creando un protagonista que no es su admiradísimo Basil Rathbone aunque se le parece y cuenta muchas anécdotas del actor real, y también “saqueando” en todas partes, con “trucos y mecanismos”, para construir su relato de crimen de habitación cerrada. “¡En realidad yo soy Moriarty!”, estableció finalmente, identificándose con el archienemigo de Sherlock Holmes, el Napoleón del crimen, la araña en el centro de la red criminal de Londres (y también un tipo capaz de escribir un tratado sobre la dinámica de los asteroides). Algunos pensamos tragando saliva en la inquietante figura del malvado profesor en la tercera planta del museo, la más friki, donde comparte espacio con los maniquíes de Holmes, Watson, Irene Adler, la señora Frances Carfax metida viva en su ataúd y el susodicho perro de los Baskerville. Y, sí, Pérez-Reverte tiene un aire.
El autor reveló su propósito: “El problema final es una reacción a la saturación de novela negra que hay en el mercado, el policial moderno, más de músculo que de cerebro, y un deseo de volver a la novela problema original, la de enigma inteligente y elegante, la que representan las de Sherlock Holmes de Conan Doyle, pero también las de muchos otros, como Poe, Agatha Christie, Ellery Queen o Gaboriau, al que cita el propio Holmes”. Pérez-Reverte propone al lector, con un relato de apariencia canónica, “un juego” para su disfrute, como echar una buena partida de ajedrez. “Esta no es una novela onanista, sino que, como el buen sexo, requiere de dos”. Es una novela “de muchas capas y trampantojos” en la que se anima al lector a resolver el caso que se plantea (y que en última instancia, paradójicamente, tiene un sabor a la Highsmith), el cómo más que el quién o el por qué. “Insisto en la palabra juego; ¡empieza el juego, Watson!”
A la pregunta de si él ha hecho un poco con su Alatriste como Conan Doyle con Holmes, respondió que en absoluto. Que lo dejó porque percibió que sus lectores estaban saturados, “y el lector es un amigo al que hay que escuchar”. No obstante, aseguró que va a terminar las dos novelas que faltan de la serie. Es consciente de que algún día dejará de escribir, “y será duro cuando llegue, pero pasaré más tiempo en el mar”. Aunque de momento “escribir me mantiene, no diré que vivo, pero sí atento y despierto, activo”.
Sin embargo, el novelista no se apuntó al esforzado tour a pie al que envió a la prensa, convertida en los Irregulares de Baker Street, por los escenarios holmesianos de Londres. Más de 10.000 pasos hasta el 221 B, y a pleno sol.
Babelia
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