Con tilde y sin tilde: una solución salomónica que apenas resuelve nada
La nueva redacción de la norma sobre la tilde en el adverbio ‘sólo’ crea confusión en los hablantes y erosiona la autoridad de la RAE
La discordia entre la facción de los escritores y la de los lingüistas en la Real Academia Española (RAE) acerca de la tilde de sólo cuando ejerce funciones de adverbio —esto es, cuando equivale a solamente o únicamente— ha sacudido en las últimas semanas la callada vida de la institución. El apego del sector literario a la ortografía adquirida “como una herencia de sangre” con la escritura en la infancia —en palabras del exdirector de la RAE Víctor García de la Concha (2013)— y el afán del sector filológico por simplificar la norma para facilitar la vida a los hablantes han chocado frontalmente, para regocijo del micromundo de Twitter, siempre ávido de una polémica, estéril o no, en la que batirse en duelo.
La bronca, sin embargo, tiene repercusiones que van más allá de una tilde en una palabra de uso tan común, documentada en el español desde al menos el año 1040, según Joan Corominas; y que el poeta medieval Gonzalo de Berceo (1196-1264) ya utilizaba como adverbio en el scriptorium de San Millán de la Cogolla. La solución, aparentemente de compromiso, que adoptó el jueves la RAE para zanjar la polémica y que presentó su director, el jurista Santiago Muñoz Machado, pasa por permitir (no obligar) que se ponga tilde en el adverbio sólo cuando “a juicio del que escribe” pueda existir una ambigüedad con el adjetivo solo (en solitario, sin compañía), que siempre ha de escribirse sin acento. Así, en este ejemplo, tomado de la propia Ortografía de la RAE, “Juan trabaja solo los domingos”, a partir de ahora, el escritor tendrá la opción, nunca la obligación, de tildar sólo si quiere decir que Juan no labora de lunes a sábado; y deberá suprimir el acento gráfico en todo caso, como siempre se ha hecho, si lo que quiere decir es que Juan trabaja sin nadie alrededor, en solitario, los domingos.
Esta solución de la RAE resulta salomónica en el peor sentido de la expresión, pues, como el bebé que se disputaban las dos mujeres, parte a la ortografía en dos, y crea un desequilibrio en la comunicación entre el hablante emisor —el escritor— y el hablante receptor —el lector final, o, ay, el siempre sufrido editor intermediario—. Con esta norma, el escritor guarda para sí todo el poder de tildar el adverbio sólo, lo que, como se ufanó el escritor y académico Arturo Pérez-Reverte en Twitter, “no puede considerarse falta de ortografía”. Sin embargo, con esta nueva redacción pretendidamente más clara, y que se incorporará próximamente al Diccionario panhispánico de dudas, se consagra la subjetividad del autor como fuente de derecho ortográfico. Así, el lector (y el traductor, y el editor...) corre el riesgo de verse enfrentado a estas preguntas: “¿Busca el autor un uso deliberadamente ambiguo al tildar sólo como adverbio, incluso en contextos que parecen claros?”, “¿El escritor no es capaz de distinguir el uso ambiguo?” o “¿El escritor desconoce o simplemente pasa de la ortografía?”.
En cualquier caso, a poco que uno bucee en la superficie de diccionarios y gramáticas, se verá que la discusión no está ni mucho menos cerrada, y que las normas aprendidas en nuestra infancia son las normas que escandalizaron a nuestros abuelos y que arrumbarán en el olvido nuestros nietos. La venerable tilde en el adverbio sólo, que creemos tan arraigada en nuestro ADN lingüístico, no entró en el Diccionario de la RAE hasta 1927 —en todos los anteriores desde 1780, adjetivo y adverbio iban sin tilde—. Y se mantuvo vigente hasta la polémica reforma de la Ortografía de 2010, cuando la Academia entendió que los contextos de posible ambigüedad son “raros y rebuscados” y terció que siempre pueden resolverse por otros medios léxicos o sintácticos.
A lo largo de los más de 300 años de vida de la Academia, la ortografía ha ido adaptándose a los criterios de uso, y así ha abandonado el principio etimológico que llevaba a respetar el origen hebreo, griego o latino de las palabras (charidad, Christo, quanto, theatro, Ortographía...), en beneficio de un sistema simplificado basado en la fonología. Quizá el conocimiento de estos principios en la escuela por parte de los hablantes sea tanto o más útil como la profusión de normas cuya reforma acaba erosionando la suprema autoridad normativa de la RAE, en un tiempo en el que los riesgos de fisura del idioma a ambos lados del Atlántico la hacen más necesaria.
A quienes nos ganamos el pan con la herramienta de la lengua, esta querella de académicos apenas ha resuelto nada y, lejos de facilitarnos la vida, nos la complica un poco más. Eso sí, nos abrirá nuevos debates apasionantes.
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