Eloy Tizón, maestro (en todos los sentidos) del relato contemporáneo
Cada decenio el autor ofrece un libro de relatos, destilado con mucho trabajo y paciencia, donde huye de convencionalismos e implica al lector en el acto creativo. Su nueva entrega se titula ‘Plegaria para pirómanos’
Si uno se adentra en el mundillo de los escritores en ciernes es muy posible que encuentre testimonios numerosos y muy favorables sobre los talleres de escritura creativa de Eloy Tizón, que imparte en la madrileña escuela Hotel Kafka. “Es que llevo muchos años”, dice el escritor, con modestia, en la sede de la editorial Páginas de Espuma, un piso grande, de techos altos, en el madrileño barrio de Malasaña: destila una solera que se agradece en tiempos hiperdiseñados.
Comparece Tizón (Madrid, 59 años) porque publica nuevo libro de relatos, Plegaria para pirómanos y, como recalca el editor, Juan Casamayor, es todo un acontecimiento: “¡Eloy solo saca relatos cada diez años!”. Las cuentas salen, aproximadamente, después de Velocidad de los jardines (1992), Parpadeos (2006) y Técnicas de iluminación (2013). Cuatro décadas, cuatro libros de relatos (¿si los libros de poemas son poemarios, deberíamos llamarlos relatarios?).
Cuento con el lector como cómplice, no trato de darle todo masticado y explicado”
Un acontecimiento, además de por la poca prolificidad, porque Tizón es considerado, además de un buen maestro de escritura, un maestro del relato de ficción contemporáneo. En Plegaria para pirómanos presenta nueve piezas que guardan ciertas conexiones subterráneas entre sí y que tienen en común no estar diseñadas para la lectura perezosa, sino que exigen un esfuerzo del lector para rellenar las elipsis y determinar los significados ambiguos, que muchas veces el autor ni siquiera conoce del todo. Como si más que escribirlos se los hubiera susurrado un demiurgo literario. Es curioso, porque Tizón da la impresión de disfrutar más hablando de las cuestiones formales de los textos, revelando algunos de sus funcionamientos internos y vías de conexión, que de sus contenidos. Un arquitecto textual que crea espacios y estructuras literarias.
Por ejemplo, en el relato Anisópteros, un diálogo muy teatral entre Cordelia y Magnes, personajes raros, el propio Tizón relee algunas frases y no tiene muy claro de dónde salen, o si eso es un diálogo entre dos personajes o un monólogo esquizofrénico en la cabeza de solo uno: el propio autor se queda perplejo ante sus creaciones, como si estas tuvieran vida propia. “Cuento con el lector como cómplice, no trato de darle todo masticado y explicado”, dice. “Cada uno puede interpretar las ambigüedades a su manera, que muchas veces puede ser más sugerente que la mía. Disfruto de ese pulso escritor-lector”.
Pensamiento sinfónico frente a piezas de cámara
Tizón no es proclive a la obra extensa, ni al gran cuadro, más bien a la pincelada, por eso el relato es el género que mejor se ajusta a su temperamento. “Mi manera de pensar no es sinfónica, sino más bien de pequeñas piezas de cámara”, cuenta, “me siento más cómodo en la lírica que en la épica”. Empezó de joven, para vencer a la timidez, ese muro que se interponía en su comunicación con los demás. A través de la escritura, en principio mero desahogo, fue empezando a comunicarse. Y de ahí comenzó a ver la escritura de otra manera: como escritor.
“Si lo piensas, al elegir diferentes fragmentos de tu vida puede parecer que responden a personas distintas. Vivimos muchas vidas dentro de una vida”
Hay un relato, Grafía, que precisamente habla de tres maneras de habitar la literatura (el escritor de éxito multitudinario, el autor de culto y el intento de escritor que está en la cuerda floja, “el aprendiz constante”) y que contiene numerosas referencias de otros autores (Benet, Lowry, Cocteau, Eagleton o Cortázar). Ese “aprendiz constante” es Erizo un nombre que aparece en diferentes relatos del libro y que el lector no sabe si responde a diferentes personajes o se trata de diferentes etapas de la vida del mismo. “Si lo piensas, al elegir diferentes fragmentos de tu vida puede parecer que responden a personas distintas”, dice Tizón, “vivimos muchas vidas dentro de una vida”. Esa aparición de Erizo aquí y allá, como el Guadiana, es otra característica que da cierta unidad al libro y que hace que no sea una mera recopilación de textos sin lazo.
Otro, Dichosos los ojos, es una enumeración de cosas extraordinarias que el narrador ha visto, como tantas ven nuestros ojos cansados en tiempos hiperconectados (por ejemplo, en Instagram, donde se congregan muchas de las maravillas del mundo). Es uno de esos textos en los que Tizón trata de desafiar las fronteras de lo que es relatar, y donde roza, como tantas veces, con lo poético. ¿Es esta enumeración un cuento? ¿Qué demonios es un cuento?
“Lo que me interesa del cuento es su versatilidad, además en este momento hay muchas líneas que conviven, desde el cuento más realista y carveriano (por otro maestro, Raymond Carver) a otros donde se trabaja más con lo fantástico, como en el relato latinoamericano, que parece tener esa característica inscrita en su ADN”, dice Tizón. No hay una definición única del cuento y, precisamente, un aliciente para escribir cuentos es explorar esa naturaleza variable y esquiva. De hecho, Tizón disfruta con las polémicas en torno a si un texto suyo es realmente un cuento o es otra cosa rara y sin nombre conocido por el momento.
Se dice que un relato se parece más a un poema que a una novela, por su manufactura detallada y precisa, propia de un orfebre o un relojero. En los relatos de Tizón, lo poético desborda muchas veces a lo narrativo, un impulso más frecuente en sus primeros libros, pero que el autor ha ido tratando de domeñar, que no de eliminar. Entre el cuento y la poesía ve el autor vasos comunicantes: “La capacidad de síntesis, la brevedad, el intento de construir un universo… Y los dos trabajan con la elipsis, con esas partes que no se dicen, pero que tienen mucho peso”.
En cuanto a su tenacidad en la composición de los relatos (esa que hace solo coseche cada decenio), practica la que llama “técnica del asedio”. No pule y recorta como suelen hacer los escritores, sino que asedia una primera idea muy nuclear y va tirando de los hilos en diferentes direcciones, trabajando por capas y veladuras. Hasta que el cuento, por numantino que sea, se acaba por rendir. “Es un arte de la paciencia”, dice.
La falsa mala fama del cuento
El cuento tiene fama de tener mala fama. De vender poco y ser la pariente pobre de la literatura (junto a otras parientes pobres, como la poesía, claro). Se dice que los lectores a gran escala prefieren los novelones, para leer en modo de flujo durante cientos de páginas, a los libros de relatos, en los que tienen que sumergirse de nuevas en una decena de universos diferentes, con el esfuerzo mental que eso conlleva. Hay melancolía crónica en el mundo del relato, como en la izquierda. Pero Tizón dice ser algo así como un optimista antropológico. “A veces los relatistas somos un poco quejicas, lamentándonos siempre por no tener el público de la novela… Yo creo que, quitando los grandes best sellers, no tiene por qué haber tanta diferencia en términos de ventas entre una novela y un libro de relatos”. Pone como ejemplo la repercusión de la reciente colección de Marta Jiménez Serrano, No todo el mundo (Sexto Piso). Hay que dejar el derrotismo, abandonar la profecía autocumplida.
Volviendo a los talleres del principio, Eloy Tizón ejerce de maestro literario y opina que vienen a ser una especie de debate dirigido entre aficionados a la escritura, en el que se puede “acompañar” al que escribe, pero no tanto enseñar. Se intercambian recomendaciones e influencias, se genera hábito y deseo de escribir. “A veces los comienzos del escritor son muy solitarios, en los talleres se encuentran interlocutores y se afina la sensibilidad”, explica. Ahí también se refleja esa dicotomía entre la novelística y el relatismo. “Muchos alumnos vienen pensando que el cuento es un género de paso para llegar a una novela. Pero salen comprendiendo que el cuento es una cosa compleja y que es un género en sí mismo”.
Babelia
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