Casa Susanna, el club secreto para padres de familia travestidos
Durante los sesenta, un hotel al norte de Nueva York albergó una comunidad clandestina en la que los hombres heterosexuales podían vestirse de mujeres sin miedo al rechazo social. Un documental y una exposición recuerdan su historia
Dejaban atrás la gran ciudad y seguían el curso del río Hudson a contracorriente. Aparcaban sus Cadillac en la entrada y cruzaban la puerta del establecimiento. Entraban en sus bungalós y deshacían maletas llenas de vestidos, joyas y cosméticos. Por la tarde, se encontraban en salas de reuniones o en los columpios del jardín, antes de participar en cabarés transformistas cuando caía el sol. Se desprendían entonces de sus nombres de pila para convertirse en Gloria, Doris, Fiona, Gail, Felicity o Virginia. Eran los veraneantes de Casa Susanna, un resort que albergó la primera red conocida de hombres travestidos en Estados Unidos. El lugar, que operó entre 1959 y 1968, se encontraba en las Catskills, las montañas situadas al norte de Nueva York donde transcurría la película Dirty Dancing, no muy lejos del famoso Borscht Belt, el parque hotelero para familias judías en el que debutaron cómicos como Woody Allen o Mel Brooks.
En 2004, dos anticuarios encontraron por casualidad cientos de fotos de esos varones disfrazados de mujer en un mercadillo de Nueva York. El director francés Sébastien Lifshitz, propietario de una gran colección de fotografía amateur sobre el travestismo en los siglos XIX y XX, descubrió las imágenes unos meses después y se obsesionó con el lugar, que daba cuenta de la realidad de una cultura queer en los años previos a los disturbios de Stonewall. Lifshitz recuerda ahora la historia de ese hotel secreto con una muestra en los Encuentros de Arlés, el prestigioso festival de fotografía de la ciudad francesa, donde podrá visitarse hasta el 24 de septiembre. Además, ha dirigido el documental Casa Susanna, que se puede ver en la cadena Arte (en inglés, francés y alemán) tras su paso por varios festivales europeos.
“La diferencia respecto a otras historias de travestismo es que Casa Susanna se encontraba en el corazón de la América tradicional y conservadora. Quienes iban allí eran heterosexuales de clase media, muchas veces casados y con hijos”, relata Lifshitz, autor de diversos documentales sobre la identidad de género y la diferencia sexual. “Esos hombres sentían la necesidad profunda de vestirse de mujeres, pero no querían parecerse a una pin-up desvergonzada, sino a sus madres, hermanas o esposas, a una mujer respetable, elegante y de clase acomodada”. En su travestismo no existe el fenómeno de exageración casi paródico que es propio de la cultura drag. Su modelo era el ama de casa virtuosa, convertida en el ángel de un hogar lleno de electrodomésticos en los albores de la sociedad de consumo y la amenaza nuclear. Su modelo era Deborah Kerr y no Bettie Page.
“La diferencia con otras historias de travestismo es que Casa Susanna se encontraba en el corazón de la América tradicional. Quienes iban allí eran hombres heterosexuales”, dice el director Sébastien Lifshitz
El fundador del hotel se llamaba Tito Arriagada, un inmigrante chileno en el Nueva York de los cincuenta que, cuando se travestía, pasaba a llamarse Susanna Valenti. Conoció a su futura esposa, Marie, una peluquera que regentaba una tienda de pelucas en Manhattan, cuando él quiso comprarle una melena postiza “para una amiga”. La misión de Casa Susanna era ofrecer un refugio a hombres que, como Tito, estaban condenados al ostracismo: el travestismo era una práctica prohibida desde el siglo XIX e interpretada por la psiquiatría de la época como una enfermedad mental, por lo que sus adeptos corrían el riesgo de ser internados y de perder su estatus social.
El establecimiento era solo la punta del iceberg de una subcultura que contaba con instrumentos como la revista Transvestia, impulsada por una química, farmacóloga y transformista californiana, Virginia Prince, considerada hoy una de las primeras activistas por los derechos transgénero. En las páginas de esa publicación distribuida por correo, los miembros de este grupo compartían sus experiencias, publicaban sus polaroids (al ser autofotos automáticas, esquivaban el riesgo de ser descubiertos en la tienda de revelado) y lograban sentirse un poco más acompañados.
En los últimos años, Casa Susanna se ha convertido en una especie de hito. Harvey Fierstein, el autor de la versión en musical de La jaula de las locas y la Trilogía de Nueva York, le dedicó una obra de teatro que se estrenó en Broadway 2014, mientras que la serie Transparent, protagonizada por un padre de familia que emprende su transición de género, le hizo un guiño en un episodio. “La creación de un lugar como Casa Susanna fue casi un milagro, una especie de utopía que prefiguró la constitución del colectivo LGTB”, apunta Lifshitz. Pero también añade un matiz: esta comunidad idílica no estaba exenta de cierto conformismo respecto a la norma social, en un tiempo en que cualquier disidencia, política como sexual, era reprimida. “Funcionaba con reglas muy estrictas. Por ejemplo, quienes se identificaban como homosexuales o transexuales no eran aceptados. Reprodujeron una ley restrictiva dentro de un lugar profundamente transgresor, aunque años después algunos de sus miembros se identificaron como homosexuales o trans”, relata el director.
Lifshitz logró dar con dos antiguas asiduas de Casa Susanna: Katherine Cummings y Diana Merry-Shapiro, bibliotecaria e informática, respectivamente, que entonces vivían como hombres heterosexuales. También a Gregory, el nieto de Marie, que pasó parte de su infancia en Casa Susanna y que relata sus recuerdos sobre el lugar; pasado por el tamiz de su memoria, cobra los rasgos de un Camelot transformista. Y, por último, localizó a Betsy, la hija del escritor de ciencia ficción Donald Wollheim, uno de los muchos hombres que solían frecuentar el lugar y que llegó a firmar una novela inspirada en sus vivencias (eso sí, con seudónimo). De pequeña, entendió que su padre se travestía cuando abrió un armario y se encontró con un “camisón de dos metros”.
Betsy también revela el papel que tuvieron las esposas de esos hombres. “Muchas mujeres conducían a sus maridos a Casa Susanna y pasaban tiempo allí con ellos. Mi madre lo hacía cada verano, por eso fui ocho años seguidos de campamentos”, relata Betsy en el documental. La solidaridad de esas madres de familia es, en realidad, uno de los aspectos más sorprendentes en un contexto de máxima rigidez, la que fue propia de los tiempos del macartismo y el código Hays. “Era una manera de apoyarlos, de protegerlos y tal vez también de preservar sus matrimonios”, considera Lifshitz, que presenta el gesto como un síntoma insospechado de apertura en ese contexto opresor. Cabe preguntarse, sin embargo, si esas mujeres tenían otra opción que esa, en un tiempo en que el divorcio era legal, pero muchas veces equivalía a una condena social.
En su día, Michel Foucault definió las discotecas gais y las mazmorras donde se practicaba el sadomasoquismo como “laboratorios” donde se experimentaba con nuevas formas de subjetividad y de sociabilidad. “Casa Susanna era uno de esos lugares. Admiro el coraje y la fantasía de estos aventureros del género que se libraron colectivamente a la exploración de sí mismos”, escribe la historiadora trans Susan Stryker en el catálogo de la exposición, que incluye por primera vez el centenar de imágenes que, hace casi 20 años, compró la artista Cindy Sherman, aficionada a otros tipos de travestismo con sus performances ante la cámara. Estos veraneantes de tiempos pretéritos (¿o puede que no tanto?) nos recuerdan lo mismo que las obras de Sherman: que el género, en el fondo, solo está abierto para los valientes.
Babelia
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