Placeres de verano | Los pasatiempos o por qué deberíamos jugar más
¿Cuál es la diferencia entre placer y vicio? Fácil: placer tiene seis letras y vicio solo cinco
Los pasatiempos tienen un nombre horrible: el término sugiere que nos estamos aburriendo tanto que necesitamos hacer cualquier cosa, lo que sea, con tal de que el reloj avance al menos unos minutos. En realidad es al revés: es mucho mejor resolver un crucigrama que, por ejemplo, trabajar. Cualquier juego nos va a ayudar más a conocernos a nosotros mismos y a los demás que la gran mayoría de tareas que se nos acumulan en la oficina.
Aun así y por desgracia, a menudo tenemos que dejar estos juegos para el verano, cuando nos vamos de vacaciones o estamos más tranquilos en la redacción. En casa, el verano era la época en la que entraban las revistas de pasatiempos. De niño me gustaban las siete diferencias y cuando me hice un poco mayor me pasé al autodefinido. Tardé en entrar en los crucigramas porque siempre he sido un vago y me aburría ir bajando la vista para buscar la definición. Y, sobre todo, porque aún no conocía a Fortuny, el crucigramista de La Vanguardia, quien, con permiso de Mambrino y Tarkus de EL PAÍS, me descubrió que los crucigramas son divertidos y pueden incluso arrancar alguna carcajada. Porque los crucigramas tienen autor y estilo propio, y son más o menos crípticos, más o menos ingeniosos, y más o menos personales.
El crucigrama es el pasatiempo por antonomasia. Las compañeras de Juegos de EL PAÍS me confirman que son los más visitados de la web, por encima de los sudokus. Y eso que ya tienen más de cien años de historia: Arthur Wynne publicó el primero en el diario New York World, el 21 de diciembre de 1913. Margaret Farrar perfeccionó el formato en 1921 y lo que siguió fue una verdadera fiebre, con artículos de prensa que calculaban las horas de trabajo que se perdían por culpa de este juego y que recogían las quejas de los bibliotecarios porque los aficionados monopolizaban diccionarios y enciclopedias.
La fiebre de los crucigramas nos puede sonar extraña, a no ser que recordemos la de los sudokus: este juego inventado por el matemático suizo Leonhard Euler y popularizado en Japón en los años 80, pasó a los diarios de casi todo el mundo a partir de 2005, después de que lo importara The Times. Ese mismo verano (claro) se comenzaron a publicar sudokus en EL PAÍS, que contaba que las revistas japonesas dedicadas al juego superaban los 600.000 ejemplares vendidos cada mes. Incluso la BBC emitió un concurso de televisión que combinaba “la obsesión nacional por el sudoku” con preguntas de conocimiento general.
Otra obsesión (o placer) más reciente: Wordle, que consiste en adivinar una palabra de cinco letras en seis intentos. Este pasatiempo nació ya en internet, hace un par de años. En pocos meses, 300.000 personas intentaban adivinar la palabra del día y era imposible entrar en Twitter sin ver a gente que compartiera cuántos intentos había necesitado. Salieron versiones en otros idiomas, además de las temáticas, y The New York Times acabó por comprarlo: pagó una suma de “siete cifras” —es decir, al menos un millón de dólares— por llevárselo a su web.
A menudo buscamos excusas para dedicarle tiempo a estos juegos. Ignacio Morgado es catedrático del Instituto de Neurociencias de la Universidad Autónoma de Barcelona y nos confirma que los pasatiempos son una buena herramienta para mantener nuestras capacidades cognitivas frescas: “Crean conexiones neuronales nuevas y refuerzan las viejas”.
Pero Morgado subraya la importancia de la diversión: divertirnos, sin más, es imprescindible. Y si los pasatiempos han tenido éxito es porque son divertidos y no porque ejerciten la memoria o la lógica. No son deberes, son, sobre todo, juegos. Y, como escribía Johan Huizinga en Homo ludens, el juego es una forma de explorar el mundo y de relacionarnos con los demás: “Garantiza una flexibilidad de las relaciones” y “permite tensiones que, en otro lugar, serían insoportables”. Jugar nos ayuda a expandir nuestros límites, nuestro sentido del humor, nuestra resistencia y nuestro bienestar.
Es más, los pasatiempos también pueden ser bellos. Como los problemas de ajedrez. O eso creo, porque nunca los entendí. Por suerte, Leontxo García, periodista especializado en este deporte, me explica cómo hay que encararlos. Por un lado están los estudios y finales artísticos —que, por cierto, tienen hueco algunos sábados en sus columnas—. Firmados por autores como Alexéi Troitzky, Henrik Kasparián o Henri Rink, parten de posiciones que pueden darse en una partida y están compuestos “para crear la mayor belleza posible” y para estimular “la creatividad y el juego táctico”. Por otro lado, están los problemas que encontramos en las páginas de pasatiempos, que tienen un margen de maniobra mayor y que en ocasiones plantean posiciones absurdas, humorísticas y a veces incluso imposibles.
En resumen: los pasatiempos son útiles, divertidos y bellos. La conclusión es obvia: hay que cambiarles el nombre y dedicar ese apelativo, “pasatiempos”, a las cosas sin tanta trascendencia, como el trabajo, la bolsa o lo que sea que hagan los emprendedores. Esto es algo más importante y divertido. Es arte. Quizás también ciencia. Pero, sobre todo y mejor aún, son juegos.
Algunos juegos, ahora que nadie mira
White to mate in 3! 🤔 pic.twitter.com/9uK7phplqp
— Johan Salomon (@JohanSalomon) July 19, 2023
Babelia
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