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‘The New York Times’ compra Wordle: la jugada maestra de (al menos) un millón de dólares

Con la adquisición del juego de moda en internet el periódico estadounidense envía un mensaje a sus lectores y al mercado: la importancia estratégica que para su negocio tienen los puzles y pasatiempos

'The New York Times' anunciaba la compra de Wordle el pasado lunes.
'The New York Times' anunciaba la compra de Wordle el pasado lunes.DADO RUVIC (REUTERS)
Bernardo Marín

En el sector de los medios se habían visto fusiones de grupos de comunicación, periódicos que adquirían televisiones y viceversa, y emisoras de radio que robaban a otras sus locutores estrella. Lo que nunca había sucedido hasta ahora era que uno de los principales diarios del mundo anunciara a bombo y platillo la compra de un juego. Y que además presentara la operación como un movimiento estratégico. El pasado lunes, The New York Times comunicó que había comprado Wordle, el juego de moda en internet, creado hace unos meses por el ingeniero Josh Wardle como regalo para su pareja. El precio, “de siete cifras” (esto es, más de un millón de dólares) puede parecer enorme si se compara con la simplicidad del invento ―el desafío de acertar antes de seis intentos una palabra de cinco letras― pero se corresponde con el éxito del producto: en noviembre lo practicaban 90 personas, a principios de enero solo su versión original en inglés tenía 300.000 usuarios y a mediados de ese mes superaba los dos millones, según la cifra publicada por The Guardian.

¿Por qué se ha hecho tan popular el Wordle? Sobre todo, por su sencillez. Las reglas se aprenden en dos minutos. Su interfaz es minimalista, diáfana. Invita a la tranquilidad en un mundo digital repleto de anzuelos en forma de enlaces e insistentes notificaciones. Es gratis. No busca secuestrar la atención del usuario (aunque lo consiga) ni sus datos. Tiene un aire ingenuo, de internet del siglo XX, cuando aún se soñaba que la red, libre y descentralizada, había nacido para arreglar el mundo. Y genera comunidad: la palabra que cada día tienen que averiguar los participantes es la misma para todos.

Por eso gusta. Y se ha convertido en un fenómeno viral por el misterio que transmiten los cuadraditos verdes y amarillos publicados por los jugadores en sus redes y que cuentan, sin chafarle a nadie la solución, cómo les ha ido en la partida del día. Porque solo hay un desafío cada 24 horas, como el crucigrama del periódico, y esa cadencia, contracorriente en un internet donde el éxito se mide por las horas que el usuario está enganchado, es paradójicamente su ingrediente más adictivo, como recordaba en un artículo en este periódico Jaime Rubio Hancock. Un fanático del chocolate que lo coma a todas horas puede acabar harto. Si solo puede comer un cuadradito al día, esperará ese momento con ansiedad.

En 2013, Josh Wardle elaboró un prototipo similar y se lo mostró a varios amigos, pero no convenció a ninguno, según cuenta The New York Times. Empezaba entonces la edad dorada de las páginas que mantienen absortos a sus visitantes durante horas mientras saquean sus datos a cambio de pequeñas descargas de dopamina, y que ahora están bajo sospecha. Como todos los fenómenos virales, Wordle ha explotado en el momento preciso y se ha revelado como un entretenimiento perfecto para tiempos de pandemia: distrae y conecta al usuario con otros jugadores sin exacerbar la saturación digital acumulada tras dos años de encerrona.

Lo que no precisaba el anuncio de The New York Times era a qué se extendía exactamente esa compra. A preguntas de EL PAÍS, los responsables del periódico estadounidense contestaron: “El diario ha comprado el juego con todos los derechos e intereses que conlleva”. No está claro qué consecuencias puede tener eso para las decenas de versiones que ya habían surgido en casi todos los idiomas. Según abogados expertos en propiedad intelectual consultados por este periódico, se pueden registrar un juego y una marca comercial, pero no la idea de adivinar una palabra y dar pistas con señuelos de colores, lo que en todo caso permitiría a cualquiera, sobre la base de esa idea, hacer un desarrollo diferente con otro nombre.

El ingeniero de software colombiano Daniel Rodríguez, creador de la versión de Wordle en español, espera poder mantener la página. “Yo desarrollé todo desde cero, el desarrollo es mío y espero que el juego siga existiendo, aunque si registraran la marca asumo que podrían hacerme cambiar el nombre”, explica a EL PAÍS a través de Twitter desde Austin (Texas), donde reside. A principios de febrero su web alcanzó los 800.000 jugadores.

Pero es que Wordle tampoco es un juego totalmente original. De hecho, desde un punto de vista estricto, nada lo es, ni en el mundo de los juegos, ni en el de la cultura, ni en el de la ciencia: todo se construye sobre ideas anteriores. En el caso del Wordle, las influencias, para quien tenga unos años, son evidentes: se parece bastante al Mastermind, juego de mesa que se popularizó en los años setenta, y mucho al Lingo, difundido por las televisiones de varios países y cuya etapa más recordada en España fue la que presentó el cantante Ramoncín en TVE entre 1991 y 1996. Lo que aporta como novedad respecto de pasatiempos similares son, sobre todo, dos cosas ya mencionadas: solo puede jugarse una vez al día ―aunque la idea tampoco es original porque está tomada, como ha reconocido el propio Wardle, del Spelling Bee de The New York Times― y la forma que tienen los jugadores de comunicar sus resultados mediante los cuadraditos.

Si no totalmente original, sí que Wordle se ha convertido en un producto muy especial para cientos de miles de personas. Y por ello, si el diario no gestiona bien la compra hay un riesgo de que la operación le cause un problema de imagen, a juzgar por el tono de muchos de los más de 600 comentarios que acumulaba la noticia. Wordle ha sido durante estos meses un juego de todos. Gratis, no intrusivo, respetuoso con la privacidad. Un anacronismo en el internet actual. En algunos colegios se utiliza ya como herramienta educativa. Bastantes lectores, incluidos muchos de quienes pagan por los pasatiempos (tres euros al mes, 25 al año), mostraban su rechazo preventivo a que el periódico quisiera cobrar por él. “Soy un suscriptor de The New York Times y odio esto. RIP, Wordle. No puede haber una sola cosa buena en este mundo”, decía uno. “Fue bonito mientras duró”, sentenciaba otro. Varios suscriptores señalaban que en su familia competían por resolver antes el Wordle, y que incluirlo tras un muro de pago les impediría solucionarlo simultáneamente.

The New York Times ha asegurado que el juego mantendrá sus características y seguirá siendo gratuito ―como el Spelling Bee, que está fuera de su oferta para suscriptores―, aunque en uno de los dos artículos publicados el día del anuncio se añadía a esa promesa la palabra “inicialmente”. No necesita cobrar para hacerlo rentable. El juego le aportará un enorme tráfico y datos de cientos de miles de usuarios, lo que también se traduce en dinero. Pero es aún más relevante el mensaje diáfano que manda el diario a sus lectores y al mercado: los juegos de ingenio son importantes para nosotros, si ayer éramos la referencia mundial, ahora lo somos más aún. Otro anuncio reciente del diario, que ha pasado más desapercibido, refleja su enorme interés por el mundo de los puzles en internet: ha lanzado una beca para formar crucigramistas mujeres, del colectivo LGTBI o de minorías étnicas para dar más diversidad a sus pasatiempos.

El comunicado publicado por Josh Wardle en sus redes el día de la venta casaba perfectamente con ese mensaje: “Durante mucho tiempo he admirado el enfoque de The Times sobre la calidad de sus juegos y el respeto a los jugadores. Sus valores están alineados con los míos y estoy encantado de que administren el juego en el futuro”. Es decir, en vez de llevar las joyas de la abuela al prestamista de la esquina, que mañana las va a trocear y revender, he aceptado la oferta de alguien que sabe lo que me importan, que las va a cuidar y poner en valor. Además de estas razones sentimentales, con la operación, Wardle se embolsa una suma notable y se ahorra el gasto de mantener los servidores de una página con enorme tráfico, pero sin publicidad y que no explota los datos de sus visitantes.

Tras el anuncio, algunos usuarios de las redes se quejaron de que el periódico se gastara tanto dinero en comprar un juego, en vez de utilizar ese dinero para pagar a periodistas. Al menos en el caso de The New York Times, ese puede ser un falso dilema. Su sección de juegos ―como la de recetas de cocina― ha acumulado en los últimos años más de un millón de suscriptores. Además de aportar un contenido interesante, su éxito ha contribuido a que la plantilla del diario haya seguido creciendo, incluso durante la pandemia. Según Ismael Nafría, experto en estrategia digital y autor del libro La reinvención de The New York Times, la redacción está compuesta hoy por 1.700 profesionales, frente a 1.300 en 2017. Sus sueldos están además entre los más altos del mundo en el sector. La realidad es que los pasatiempos han ayudado a pagar reportajes de investigación y enviados especiales en Siria.

The New York Times se ha tomado muy en serio la carrera por hacerse con el liderazgo global de los puzles y crucigramas en internet. En lengua inglesa llevan muchos cuerpos de ventaja a sus rivales. En otros idiomas la competición apenas está comenzando.

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Sobre la firma

Bernardo Marín
En EL PAÍS desde 1997, es jefe de boletines en el equipo de Estrategia Digital. Antes fue integrante de la Unidad de Edición, redactor jefe de Tecnología, director de Retina, subdirector de las ediciones impresa y digital, y responsable y fundador de la redacción de México. Es profesor de la Escuela de EL PAÍS y autor de 'La tiranía del clic'.

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