Cómo la colección de arte de un conde llegó a la Soria más despoblada
Bretún, con 18 habitantes censados, acoge el conjunto de 7.000 piezas que Vicente Marín heredó de un noble, con obras de Salzillo, Lucas Jordán, Sorolla o César Manrique; desde óleos y tallas a vajillas y muebles
En el pueblo de Bretún, en las Tierras Altas de Soria, hay icnitas, huellas de dinosaurios; una iglesia del siglo XVI, casi siempre cerrada, y 18 habitantes censados. A 1.135 metros de altitud, en esta pedanía de Villar del Río (sí, como el pueblo de Bienvenido Mr. Marshall) no hay farmacia ni centro de salud… la España abandonada. Sin embargo, acoge una extraordinaria colección privada de arte de unas 7.000 piezas, repartidas en cinco casas, propiedad de Vicente Marín, de 86 años. Cuadros, grabados, tallas, joyas, muebles, vajillas… Mientras acaricia a una de sus dos perritas, Marín explica el origen de este conjunto, heredado de su amigo José Miguel López Díaz de Tuesta, conde de Atarés y marqués de Perijá, fallecido en 2010 sin dejar descendencia, miembro de una familia con alcurnia desde la Edad Media. Un linaje que explica que en una de las vitrinas haya una llave, con decoración con flor de lis, castillo y león, para acceder simbólicamente al Palacio Real sin tener que pedir audiencia a los Reyes, una merced “concedida a los grandes de España”, dice.
En el salón cuelga un óleo de César Manrique de 1985, Alegoría a los volcanes. “César tenía un carácter tremendo, como le pasa a veces a los genios”, relata de una amistad reflejada en las numerosas fotos en las que se ve al artista canario, por ejemplo, paseando con sus sobrinos por la playa. Marín también convive con una Adoración de los Magos, de Bartolomé de Cárdenas, pintor de ascendencia portuguesa que llegó a la corte madrileña a comienzos del XVII como protegido del Duque de Lerma, valido de Felipe III. Marín creó en 2016 la Fundación Vicente Marín-José Miguel López Díaz de Tuesta, que tiene como fin “que este patrimonio se mantenga y no acabe en almonedas”. “Mejor que esté aquí, en una gran ciudad no destacaría”.
Los turistas que lleguen a Bretún interesados en la colección pueden alojarse en un hotel rural de la fundación. Uno de los empleados los acompaña en el recorrido, por suelos cubiertos de cientos de alfombras: “Aquí, cuadros de [Daniel González] Poblete [pintor nacido en Ciudad Real, en 1944], que hacía bodegones”; “un dibujo a tinta del romántico Leonardo Alenza, en torno a 1840″; “un néstor [por Néstor Martín, artista canario simbolista, fallecido en 1938]”.
En el que fuera el dormitorio del conde, hay un óleo de Ramón Bayeu, cuñado de Goya, Sagrada familia con santa Ana, y alrededor de la cama, que cuenta con el escudo de armas del conde en el cabezal, 12 pequeñas tallas en madera sobre peanas de los apóstoles, obra de Salzillo. Son delicadas piezas de 30 centímetros de alto. En una de las paredes, cuatro sorollas (tres están cedidos para exposiciones), certificados por el propio museo en Madrid del pintor valenciano. A Marín le cuesta destacar algo de su colección, aunque cita Cabalgata de Reyes en la Plaza Mayor de Madrid, de Eugenio Lucas Villaamil, pintor de la segunda mitad del XIX.
En el edificio principal, en cuya planta baja hay un pequeño comedor para los visitantes, está escaleras arriba el denominado salón del trono. Allí recibe un óleo que muestra el rostro entristecido de una mujer sobre fondo negro, Retrato de una joven viuda, de Abraham Solomon, artista inglés del XIX. El cuadro está flanqueado por dos obras atribuidas a Murillo en un catálogo de 1952, Niño Jesús dormido y San Juanito dormido con la borreguita. En otra pared, una pintura de Conrado Meseguer, fallecido en 2017: Cenicero y puro, un trampantojo en el que el puro parece salirse del cuadro. A unos metros, una colección de facsímiles: el Libro de los juegos de ajedrez, dados y tablas, de Alfonso X el Sabio; un Beato del Burgo de Osma o una Biblia de los Cruzados.
En el salón de gala, una joya, el retrato de un niño, Luis I, el hijo de Felipe V que reinó España apenas ocho meses por su temprana muerte con 17 años. Es del francés Michel-Ange Houasse, que trabajaba al servicio de Felipe V. “Me lo quiso comprar el Museo del Prado. Me dijeron que a cambio me darían una medalla al mérito… pero yo pensé: ‘¿Para qué quiero un abalorio? Prefiero el cuadro”. Espectacular es el Cristo de marfil de Jean-Baptiste Bouchardon (1667-1745), de 228 centímetros de altura por 131 de ancho; está también Lucas Jordán, del XVII, con Paisaje de la Muñoza, en el que el napolitano pintó el paisaje donde hoy se encuentra el aeropuerto de Barajas.
Para catalogar la colección, la Diputación de Soria dedica desde hace cuatro años una partida para que una historiadora, Marisol Encinas, estudie y documente cada una de las piezas, hasta el último plato de las vajillas que pueden contemplarse en otra sala: porcelanas italianas de Ginori, francesas de Haviland, la inglesa Royal Dalton… “En la colección hay cientos de piezas que no tienen cartela ni información; para documentar alguna he necesitado tres días, buscando en bases de datos, catálogos de exposiciones, imágenes de subastas…”, dice Encinas, que toma fotografías y medidas de cada pieza. A finales de este año espera acabar el inventario.
Antes de continuar la visita conviene saber quién es el dueño de todo esto. Su vida está contada en el libro Las buenas y malas noches de Vicente Marín, escrito por su amigo, el periodista Javier Narbaiza. La idea de esta biografía, que suma innumerables madrugadas divertidas, con mucho sexo y humor, surgió tras pasar Vicente una incómoda noche atrapado en el ascensor de su casa, horas eternas que le dieron para “hacer examen” de su vida. Nació en Bretún, en 1937. Su madre quedó viuda con 47 años y nueve hijos. Un cura vio que aquel niño destacaba, porque hacía “preguntas no muy normales”, recuerda. Así llegó a un seminario en Pamplona. “Aunque era un poco rebelde”, matiza. Tras ser invitado por los religiosos a dejar los hábitos, probó más adelante en otro seminario en Estella, pero le podían las ganas de disfrutar de los placeres mundanos.
Después fue camarero en un hotel de Mallorca. “Menudas borracheras”, “un desmadre de jodienda toda la noche”, rememora en el libro este pecador contra el sexto mandamiento. A su vuelta a la capital empezó a vender cursos de inglés por las casas, hasta que un día vio un anuncio en el Abc: “Se necesita mayordomo para residir en castillo de Toledo”. Era el palacio de Higares, en Mocejón, propiedad de la adinerada familia Gandarias Urquijo, con yate y ganadería. Pasó allí ocho años en los que prolongó sus buenos días y noches: fiestas, cacerías y capeas en la época de los rodajes en Madrid de superproducciones como 55 días en Pekín, El Cid o La caída del imperio romano. Por allí se dejaba caer todo el mundo, desde Franco a Cantinflas, pasando por Audrey Hepburn (”la mujer más delicada que puedas imaginar”), Luis Miguel Dominguín, Lucía Bosé, Mel Ferrer (”un carácter odioso”), Charlton Heston (”un ordinario como él solo”), el político francés Valery Giscard d’Estaing (”una persona muy distante y engreída”) o Ava Gardner (”la explosión viva, muy divertida, con sus dry martini se desinhibía, y decía que no le gustaba ser actriz”).
En el castillo tuvo dos encuentros con ella…
“Era el día del Corpus Christi de 1963″. La estrella había estado en los toros con un amigo. Se presentaron en el castillo para cenar. “Me dijo que quería ir a la toilette, la acompañé, echó el pestillo y me arrancó la ropa…”. Meses después, con motivo de una reunión del Banco Mundial en Madrid, hubo otra fiesta en el castillo. Ese día, Ava Gardner repitió la jugada con Marín, un hombre que en sus fotos de juventud parece un galán de cine: alto, fuerte, pelo negro, guapo… un imán para mujeres y hombres. Cuando la familia puso a la venta la ganadería, tampoco les hacía falta mayordomo. Marín fue recomendado para un restaurante en Madrid por el que desfilaban los famosos. Después pasó un año en Londres, donde cuajó su amistad con el conde de Atarés. “A él le encantaba viajar y comprar en exposiciones, rastros…”. Ya en Madrid le encargó la gestión de un hotel.
Las noches de la capital se convierten en un sinfín de francachelas, en las que Marín traba amistad con personajes “unos 20 años” mayores que él. “Les decía que sabía que era su juguete de feria, pero había que divertirse”. Entre esas celebridades, el actor Luis Escobar, marqués de las Marismas del Guadalquivir. “Luis no actuaba, era tal y como lo ves en las películas”; el galerista Fernando Vijande (que años después trajo a Andy Warhol a Madrid) o Antonio el bailarín.
De vuelta al recorrido por la colección, llama la atención un reloj de sobremesa que fabricó Jacques Thuret, relojero del Rey Sol, en el XVII; lámparas de cristal de La Granja, candelabros de oro molido… Toca también ver la iglesia del pueblo, cuya restauración financió Marín. El templo conserva una singular decoración, figuras aztecas en el artesonado de la bóveda, probable influencia de algún indiano que regresó a Bretún. Más difícil de ver en el techo es un angelote con cara de diversión y el pene erecto. Atardece en Bretún y Vicente Marín se sienta a descansar en el sofá del salón después de posar para el fotógrafo: “Empieza Pasapalabra, que me gusta verlo”.
Para visitar la Fundación Vicente Marín
La visita a la Fundación Vicente Marín en Bretún (Soria) precisa de reserva previa (teléfono 975 18 52 99), con un precio de 10 euros y grupos de más de cinco personas.
Babelia
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