Bruguera, donde vivían los genios del humor
Breve historia de la editorial en la que Francisco Ibáñez, fallecido recientemente, colaboró entre 1957 y 1985 y que revolucionó la historieta de humor en España
Nos ha dejado Francisco Ibáñez creador de, entre otros, Mortadelo y Filemón y uno de los últimos baluartes de Editorial Bruguera. Falleció el pasado sábado en Barcelona. ¿Cómo era Bruguera, esa editorial que aportó tantos genios a la historieta de humor? Empecemos por el principio. La posguerra española, como asegura Joan Manuel Serrat, fue tiempo de estraperlo y tranvía, farinetes para cenar y comuna y gallinero en la galería, tiempos de “Una, Grande y Libre”. Y de cartillas de racionamiento y de represión política, entre otras cosas. El asueto de la infancia estaba concentrado en la radio, el cine de barrio, los juegos en la calle, los libros y, por supuesto, los tebeos. La industria de las viñetas empezó a recuperarse tímidamente ya en 1939 y los tebeos, por imposición gubernamental, eran para menores de edad. Las editoriales iban retomando su actividad, y algunas como Valenciana, Toray o Bruguera publicaban una gran diversidad de títulos y empezaban a forjar eso que llamaríamos industria, siempre en bata de estar por casa y en pantuflas.
Los autores, guionistas y dibujantes, no eran propietarios de sus creaciones ni percibían derechos de autor, tampoco les eran devueltos sus originales, materia prima de la historieta, que quedaban en almacenes por si era necesaria su reedición. Y cobraban muy poco por página (o por viñeta, lo que explicaría las muchas viñetas que tenían algunas historietas), lo que les obligaba a trabajar a destajo, en historieta, humor gráfico, ilustración o animación. De hecho, los miembros de esa generación de historietistas se consideraban artesanos, no artistas; el entorno histórico no facilitaba sus aspiraciones, por mucho que las obras que salían de sus plumillas y pinceles fueran de su propiedad. Ninguna editorial les reconocía sus derechos como autores.
Una de las editoras de tebeos más importantes era Bruguera, conocida como El Gato Negro antes de la Guerra Civil. En 1945, dirigida por Francisco y Pantaleón Bruguera, contrató a Rafael González, periodista exiliado y represaliado, que para sobrevivir tuvo que dedicarse a diversos oficios, entre ellos el de escritor de literatura popular. González puso en marcha la reactivación de la cabecera Pulgarcito, que entre 1921 y 1939 editara El Gato Negro con gran éxito. Lo primero que hizo fue reunir a un grupo de autores procedentes de diversos ámbitos artísticos: la animación (Cifré, Escobar, Peñarroya, Iranzo), el humor gráfico (Conti) u otras publicaciones (Jorge, Sabatés, Eugenio Giner, Antonio Bosch Penalva, Ángel Pardo), así como algunos jóvenes valores que apuntaban (Àngel Nadal o Manuel Vázquez).
En diciembre de 1946, Pulgarcito volvía a los quioscos, convirtiéndose en una revista teóricamente infantil o juvenil, pero claramente dirigida también a los adultos. González apostó por una publicación de humor con secciones y algunas series de aventuras, buscando siempre personajes que pudieran fidelizar a sus lectores. De ahí, todavía en plena posguerra, surgieron algunas de las series que se convertirían en los grandes clásicos de nuestra historieta: Carpanta y Zipi y Zape (Escobar), El repórter Tribulete (Cifré), Don Pío y Gordito Relleno (Peñarroya), Doña Urraca (Jorge), Carioco (Conti), Casildo Calasparra (Nadal), La familia Pepe (Iranzo), Las hermanas Gilda (Vázquez) o el policiaco El inspector Dan (González y Giner). Personajes a los que sus creadores, muchos de ellos excombatientes republicanos (como lo fue el propio Francisco Bruguera) dotaron de una expresividad y fuerza vital muy especial, personajes que estaban inmersos en la sociedad de la posguerra, evidenciando con su deformante y salvaje humor la realidad de la calle: el hambre, los cortes de fluido eléctrico, el estraperlo, los realquilados, la despótica disciplina laboral o las miserias familiares.
A esta tipología de historieta de dibujo muy expresivo, el escritor Terenci Moix la definió como Escuela Bruguera en su libro de 1968 Los cómics. Arte para el consumo y formas pop. Lo que unía a esos creadores era, según Moix, “una captación no involuntaria del espíritu de la época transmitido por hombres que procedían de un ámbito social común —la clase media— y con una experiencia histórica muy concreta —la guerra—.” Para Moix, la Escuela Bruguera fue la “recreación de espíritu hecho viable en formas perfectamente cotidianas, que la necesidad de la caricatura no consiguió desfigurar. Estos dibujantes nunca se mostraron activistas a través de sus obras, sino que se limitaron a testimoniar. A la expresión de la idea, propia de la caricatura política, opusieron el testimonio de las situaciones, propio del realismo costumbrista”.
Llegan los contratos
En 1954 todo empezó a cambiar. La empresa se convirtió en Sociedad Anónima, y Bruguera instauró algo insólito por entonces en el mercado de los tebeos del momento: los contratos. Habitualmente, los autores de todas las editoriales firmaban un recibo en el que figuraba el importe que cobraban por su trabajo, las historietas que entregaban y una renuncia a la propiedad de sus obras. Bruguera instauró en 1956 unos contratos anuales de varios pactos, en los que se establecía el importe mínimo que el autor o autora cobraría al año, que debían trabajar en exclusiva para la editorial (salvo permiso por escrito del editor), que su trabajo debía realizarse en su domicilio, y que los derechos de sus obras eran adquiridos “en plena propiedad” por parte de la editorial. Cabe decir que en el caso de Bruguera el importe anual que percibían los autores era importante: entre 60.000 y 180.000 pesetas al año (dependiendo del historietista, de su ascendencia e importancia en la editorial).
El ambiente se enrareció, y en 1957 cinco de los más destacados colaboradores de Bruguera decidieron abandonar la editorial y fundar su propia empresa y revista. Una iniciativa compleja en tiempos malos para la lírica. Con el soporte financiero de Josep M. Freixa, por entonces dueño de la agencia de publicidad Crisol, Cifré, Conti, Escobar, Giner y Peñarroya se asociaron en Dibujantes y Editores Reunidos (DER), generando en junio de 1957 un excelente semanario, Tío Vivo, un tebeo de humor pensado para adultos, con historietas y secciones literarias. Crearon series nuevas porque no pudieron llevarse consigo a sus personajes, que por entonces eran propiedad de Bruguera, excepto Conti, que sí pudo continuar con Apolino Tarúguez (aparecido en 1951 en El DDT, otra revista de Bruguera), porque, creado en 1944, era de su propiedad. La competencia de Bruguera (que, entre otras cosas, publicaría nuevas revistas como Can Can o Sissi) y una mala gestión económica en DER dieron al traste con la iniciativa. En 1958, Bruguera adquirió la cabecera Tío Vivo (que cerró en 1960 para devolverla a los quioscos en 1961) y los “cinco grandes de la historieta” volvieron a Bruguera y retomaron a sus personajes.
De hecho, al menos la primera Escuela Bruguera finalizaría aquí. El Ministerio de Información y Turismo, consciente del creciente éxito de los tebeos, ya había concebido en 1956 unas normas muy restrictivas para las publicaciones infantiles y juveniles, indicando explícitamente lo que debía “evitarse”: ejemplos declarados de laicismo; dibujos que puedan excitar morbosamente la sensibilidad de los niños; la exaltación del suicidio, la eutanasia, la vagancia o la toxicomanía; la ridiculización de la autoridad de los padres o infidelidades conyugales. Poco a poco, algunas de las series de Bruguera pierden su capacidad crítica: doña Urraca tiene un amigo, Jaramillo, y no es tan cruel; los castigos de don Pantuflo a Zipi y Zape se suavizan; Carpanta no pasa tanta hambre; la sádica relación entre las hermanas Gilda desaparece y los personajes pasean por el campo, o se evaporan los conflictos conyugales entre los Pío a causa de la aparición de su sobrino.
Savia nueva
La aparición del citado Tío Vivo por parte de DER favoreció la presencia de nuevos colaboradores en los tebeos de humor de Bruguera; a Nené Estivill (Agamenón) o Martz Schmidt (El Doctor Cataplasma) se unirían, entre otros, Enrich (El caco Bonifacio), Robert Segura (Rigoberto Picaporte, solterón de mucho porte), Raf (Doña Lío Portapartes y, posteriormente, Sir Tim O’Theo) o Francisco Ibáñez (Mortadelo y Filemón, La familia Trapisonda, 13, rue del Percebe o Rompetechos). El costumbrismo más sarcástico dio paso a una nueva forma de entender el humor, asimismo crudo y actualmente podríamos decir políticamente incorrecto, pero sin tantas referencias críticas a la sociedad española del momento, explotando más el humor directo provocado por las chapuzas, olvidos, batacazos o malentendidos entre los personajes.
Bruguera siguió creciendo; la empresa, que destacaba tanto en la edición de tebeos como de novelas, ensayos o álbumes de cromos, llegó a tener a más de 1.000 trabajadores en nómina. Abrió unos talleres gráficos en Parets del Vallés y multiplicó su presencia en los quioscos con decenas de nuevas cabeceras, con tebeos o colecciones tan populares como El Capitán Trueno, El Jabato, DDT, Gran Pulgarcito, Olé!, Magos del Humor, Mortadelo o Zipi y Zape.
Fue a partir de 1969, con la publicación de la primera aventura larga del Mortadelo y Filemón de Ibáñez (El sulfato atómico) cuando se inició la popularidad de los agentes de la T.I.A., una popularidad que ayudó mucho a cuadrar los números de Bruguera durante años. A partir de los años setenta, llegó y se asentó una nueva generación de humoristas (Jaume Rovira, Esegé, Joan March, los hermanos Fresno) que junto a veteranos como Alfons Figueras, Tran o Jan (con Superlópez y Pulgarcito) aportaron nuevos mitos a una editorial que vendía cientos de miles de ejemplares de sus revistas. Pero a finales de esa década era evidente que su oferta renqueaba y empezaba a quedar desfasada. Había llegado el cómic para adultos y una nueva manera de entender las viñetas; el ocio de los niños lo habían cambiado tanto la televisión como los primeros juegos de ordenador, y la continua reedición de historietas de los años cincuenta y sesenta (había miles de páginas que llenar cada mes) no ayudaron a que una nueva generación de jóvenes lectores se enganchara a la lectura de estos tebeos.
Las relaciones contractuales con los autores no cambiaron especialmente. De hecho, en la década de los ochenta, poco antes de la desaparición de Editorial Bruguera, creadores como Josep Escobar, Francisco Ibáñez o Víctor Mora reclamaron sus derechos de autor, sin conseguirlo ni siquiera por vía judicial.
En junio de 1986 desaparecería el gigante editorial. El fondo de Editorial Bruguera pasó en 1987 a manos de Ediciones B, que inició una nueva etapa en la publicación de revistas infantiles y juveniles y cómics de toda clase de géneros. La nueva Ley de Propiedad Intelectual estaba ahí y, aunque costó al principio, acabó por respetarse. Ediciones B continuó publicando sus revistas hasta 1998, pero la etapa realmente popular de la historieta industrial infantil y juvenil había desaparecido con Bruguera. De todo aquello quedaron Superlópez, al que Jan jubiló en 2022, y Mortadelo y Filemón, huérfanos ahora del recientemente fallecido Ibáñez. El testimonio de aquella Escuela Bruguera está ahí. Sólo falta mantenerlo vivo y con dignidad.
Babelia
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