Aquellas tardes con el Ibáñez
Recuerdos de dos visitas bien distintas al padre de Mortadelo y Filemón, Rompetechos y 13, Rue del Percebe.
Así que se ha muerto el Ibáñez, pues vaya lata, porque ahora sus incondicionales ya no podremos pensar en Mortadelo y Filemón como la crónica en presente de indicativo que era, tendremos que archivar al calvo de los disfraces y al calvo de los mamporros en el baúl de los recuerdos, en los anaqueles de la Historia diríamos si nos pusiéramos cursis, algo que odiaba el Ibáñez, lo redicho, lo solemne, lo cursi. [El dibujante falleció este sábado en Barcelona]
Los dos calvos en apuros. Nunca tuve claro quién de los dos era Don Quijote y quién Sancho Panza, ni quién reunía más rasgos distintivos de la España de Torrente, ni cuál de los dos se veía más en el espejo de la picaresca por la vía del Lazarillo, pero queda claro que de todo eso había, como al Ibáñez le gustó decir el día aquel que respondió a aquella pregunta, en su casa: “Algo hay de todo eso que dice, y también hay algo de la propia incultura de los personajes, los típicos tipos medios de la calle, pero tirando para abajo. O sea, son tipos que uno le dice al otro: ‘Oye, ¿qué te parece el Leonardo da Vinci?’, y el otro le contesta: ‘Ese dónde está en el Madrí o en el Aleti?”.
De los 87 años que se pasó viviendo, 64 se los pasó dibujando a estos dos desastres con piernas, de profesión, aseguraban, detectives. Nunca logró que sus dos calvos -criaturillas- aprendieran algo más sobre Da Vinci, ni sobre la pintura renacentista, ni sobre nada en general. No pasa nada, les ocurre a muchos. Salvo una cosa: hacernos reír. En eso cada día fueron mejores, y mira que estaba alto el listón y mira que el estajanovismo laboral -practicado sin condición por el Ibáñez a lo largo de seis décadas y media- no garantiza en absoluto una brizna de calidad, y si no que se lo digan a las legiones de esforzadas, reivindicativas y mediocres hormigas incapaces de aportar un destello de brillo al curso de la Humanidad pese a su denodado esfuerzo.
Él sí lo hizo: aportó el brillo consistente en, por una parte, regalar momentos de fugaz felicidad (o sea, como toda felicidad) a millones de lectores españoles y extranjeros, y por otra en convertir los tebeos en evidente y demostrada forja de hábito de lectura, tocando así las sacrosantas narices o las sacrosantas salvas sean las partes a los profesionales de la ceja enhiesta y la supuesta solemnidad cultural. Con lo que llegaríamos a la irremediable conclusión de que Francisco Ibáñez fue alta cultura. ¿No es hacer pensar un inequívoco rasgo de la alta cultura? Pues a ver cuál fue en su día el crío de ocho años que no pensó viendo desfilar las desgracias cotidianas de Mortadelo y Filemón en su lucha contra los malos, o la bonhomía temible de Rompetechos (el favorito del Ibáñez) provocando el caos a su paso, o la mala hostia que puede encerrar el compañerismo laboral, como les ocurría a Pepe Gotera y Otilio, o la jovialidad y la ilusión sin frontera del Botones Sacarino (el mismo o parecido botones que fue el Ibáñez en la oficina del Banco Español de Crédito cuando jovenzuelo)…
Decenas de miles de páginas en tebeos llamados Pulgarcito —en cuyo número 1.394 nació la saga Mortadelo y Filemón, agencia de información en 1958—, Tiovivo, Mortadelo, Súper Mortadelo, Mortadelo Gigante y un agotador etcétera, más una ristra inolvidable de aventuras largas en forma de álbumes (El sulfato atómico, Safari callejero, Mortadelo y Filemón contra el gang del Chicharrón… Además de las dedicadas a Mundiales de fútbol, Juegos Olímpicos, crisis financieras, desigualdades sociales, cambio climático, corruptelas políticas, personajes de moda y otro agotador etcétera) jalonaron una vida dedicada a pensar guiones, dibujar viñetas y entregar páginas como un poseso.
Visité al Ibáñez en su pisito del final de la Gran Vía de Barcelona una tarde de invierno de 2015. Un pisito corriente y moliente en un bloque corriente y moliente de un barrio corriente y moliente, un poco como si uno visitara alguna de las viviendas de aquel edificio desternillante aunque con olor a col hervida llamado 13, Rue del Percebe. Muchos pensarán que el Ibáñez, después de tantos años bregando y vendiendo con cifras de seis ceros, les habrá dejado a sus criaturas dibujadas un casoplón en la Costa Brava, un Ferrari Testarrossa y unas cuentas corrientes de dimensión generosa en otros tantos paraísos fiscales. Pero yo vi la casa del Ibáñez al final de la Gran Vía y le escuché atentamente cuando me contó que su mayor ilusión era cuando apagaba la luz del flexo y se marchaba con su mujer a la casita de Sabadell.
El flexo estaba sobre una mesa inclinada, al igual que las plumillas, los lápices, los bolígrafos y las páginas en curso; la mesa estaba en una esquina del saloncito familiar, junto a la ventana, y el saloncito familiar estaba literalmente anegado de tebeos, esas cosas que luego se llamaron comics, ahora se llaman novelas gráficas y un día se llamarán metaversos ilustrados.
“A este paso parece que voy a acabar yo antes que mis personajes, o sea, hay momentos que ya… uno está cansado y dice: ‘¿y esto para qué?”, dijo el Ibáñez como a regañadientes cuando se le preguntó sobre el paso del tiempo y la producción en cadena. Que es justo lo que siempre le exigieron los hermanos Bruguera —Francisco y Pantaleón— en los años 50, en los 60 y en los 70. Unos empresarios de tomo y lomo, los Bruguera, franquista uno, republicano el otro, que obligaban al Ibáñez y a las demás estrellas de la casa —los Peñarroya, Escobar, Vázquez, Cifré, Raf…— a firmar contratos donde quedaba clarito que los derechos de los personajes pertenecían al editor, y no al autor. Lo que explica que el Ibáñez, efectivamente, no parece que haya ido a dejar a sus herederos ni una mansión, ni cochazos ni cuentas corrientes gordas. Un buen asalariado y un trabajador ejemplar, eso fue el Ibáñez, cuando lo que tendría que haber sido es una estrella del mundo editorial, que para eso vendió millones y millones de tebeos y libros.
En el pisito del final de la Gran Vía de Barcelona fue una tarde de confidencias, rematada con un café en el bar Los Porrillos, debajo de su casa. El Ibáñez estaba locuaz. Cuatro años después nos vimos otra vez. Pero la cita fue en la azotea de la sede de Penguin Random House. Estaba desganado. El Ibáñez. También el periodista. La cosa salió regulín. Le pedimos grabarle un vídeo mientras hacía un dibujo. Nos miró como a marcianos y nos advirtió de que él no era la Sara Montiel. Accedió.
Fue la última vez que vi al papá de Mortadelo y Filemón.
Lo de “el Ibáñez” es por respeto a su propia forma de apelar a sus personajes, y a la gente en general. El Mortadelo, el Filemón, el Rompetechos, el Pepe Gotera.
Así que adiós. Adiós al Ibáñez.
Babelia
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