El iceberg de los festivales
Igual que cada ciudad o región quería su Guggenheim, ahora el objeto del deseo es un certamen musical rutilante
Da lo mismo cuál sea su relación con los festivales: este libro le proporcionará abundantes revelaciones, no siempre agradables, sobre su funcionamiento. Macrofestivales. El agujero negro de la música (Península) investiga las anomalías que cualquier persona medio espabilada detecta en esos eventos. Y no se trata de un fenómeno marginal. Según el autor, Nando Cruz, el boom de estos festejos se basa en fantasías consensuadas, unos cálculos de sospechosa metodología sobre su impacto económico. Se trata de hinchar las cifras: el número de asistentes se computa multiplicando los abonos por los días que dure el festival.
Unos guarismos que se convierten en palancas para la exigencia de mayores subvenciones. Eso supone que, desde 2018, cada edición de Primavera Sound beneficia las finanzas de Bill e Hilary Clinton, participantes en The Yupaica Companies, fondo californiano que es copropietario del festival español. El socio mayoritario del Sónar es Providence Equity, que desde Rhode Island se ocupa de gestionar los dineros de inversores institucionales.
Anécdotas de la globalización, cierto. Lo chocante es que los grandes festivales están concebidos como un atracón de estimulaciones sensoriales que buscan que el asistente afloje la pasta allí mismo, ignorando el exterior. Está previsto hasta el mínimo detalle: así, se potencian las fotos del público de día, frente a las más intimidantes imágenes de masas en la noche. ¿Vale la equiparación con los restaurantes de bufet libre? Los festivales se desarrollan en determinadas fechas y con una oferta donde prima la cantidad, el número de figuras que puedas ver aunque sea de mala manera. Cruz señala la paradoja de que se desempeñen como cabeceras de cartel grupos que malamente llenarían un recinto de tamaño medio en cualquier capital española.
En Macrofestivales, me temo, se minimiza el gregarismo hispano, manifestado en la perpetua popularidad de las romerías y las fiestas patronales. Los festivales son su versión moderna, potenciada por la abundancia de drogas y —ssssh— la posibilidad de concretar ligues. Excepto para el sector melómano, lo que se ofrece en los carteles es mera coartada para el desmadre colectivo. Y todos tenemos anécdotas al respecto: el grupo de chavalitos que manifestaba su ilusión por ver a Massive Attack… unos minutos después de que el grupo de Bristol hubiera terminado su actuación; no sabían reconocer su música pero el nombre sonaba guay.
De todos modos, explica Cruz, la confección de la oferta musical está mediatizada por la hegemonía de las grandes agencias internacionales, que no solo exigen cachés fabulosos: también imponen teloneros y caprichos de las estrellas (recuerden, la prohibición de vender productos cárnicos que ofendan la sensibilidad olfativa de Morrissey).
Nando Cruz procede del mundo indie y aporta perspectivas inéditas, como la preponderancia de un “estilo festivalero” entre los últimos grupos españoles, con características descritas técnicamente por los productores Guille Mostaza y Paco Loco. En comparación, los artistas llamados “urbanos” tienen más dificultades para entrar en el limbo de los patrocinios y la protección oficial: “su peso aún es menor a nivel simbólico, mediático y económico.”
También se explora la trastienda del negocio: el impacto medioambiental, la explotación laboral, los abusos a los espectadores, el arrasamiento del tejido cultural en la zona. No todos los macrofestivales son igual de tóxicos, pero sí tienden a funcionar como un espejismo.
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