La familia es de Paco Martínez Soria
La mujer no nace, se hace y en el hacerse asume expectativas masculinas porque su punto de partida siempre fue la desventaja
Voy a hacer una declaración populista, es decir, una declaración visceral, breve, espectacular, graciosilla e incluso falsa: “Estoy de acuerdo con Santiago Abascal”. Abascal se trasviste de Simone de Beauvoir y afirma que el género es una construcción ideológica. Faldas, cuidados familiares no elegidos y cuidados del cuerpo femenino para no resultar desagradables. Depilación de axilas, hablar con modestia y gratitud, contratos a tiempo parcial como fórmula cínica de conciliación. Que te maten a patadas. El género es una construcción tan ideológica como sustituir las concejalías de igualdad por las de familia: el cambio representa cuál es la ubicación-jaula en la que la ultraderecha encasilla a las mujeres.
La mujer no nace, se hace. En el hacerse asume expectativas masculinas porque su punto de partida siempre fue la desventaja. El hombre adquiere el derecho a hablar primero: la antropóloga Helen Fisher vincula nuestra discriminación con la invención del arado; su uso exigía fuerza bruta. Lo económico —herramienta y fuerza de trabajo— está en la base de la asignación de unos papeles que relegan a la mujer al espacio doméstico, convierten la maternidad en condena y no en gozo voluntario, cortan alas y se normalizan porque los dueños de las palabras deciden lo que es natural y lo que es perversamente ideológico. Pero el género es una construcción tan ideológica como las familias ideales premiadas por una natalidad hiperbólica que envejecía prematuramente a las madres y generaba mano de obra nacional para el mantenimiento de la dictadura. El género es una construcción ideológica que, por fortuna, se puede ir corrigiendo con significados que no nos reduzcan a carne, ángel del hogar o serpiente seductora, ecónoma doméstica y cuidadora profesional. El género es ideológico, y la afirmación de que la violencia machista es sistémica y no la insólita noticia de la crónica de sucesos, también. La violencia machista no es anómala ni el feminismo, el principio del fin de las posibilidades electorales de la izquierda en España: una cosa es hacer autocrítica y otra dar la razón a la caverna. La dureza contra la ministra de Igualdad es la que se ejerce contra la tía que merece un escarmiento. Nos dice quiénes somos. Algunos adolescentes exhiben una virilidad de gallitos, hay mujeres que creen haberse ganado una hostia porque se han pasado de la raya y hombres “progresistas” que se sienten incómodos cuando oyen el concepto cultura de la violación. Este reaccionarismo es un olor que no se va: el de los valores de una derecha con hábito de poder, consciente de que la batalla cultural es una apelación a lo primario útil para seguir defendiendo sus intereses de clase.
Pero la batalla cultural no solo es una excusa: causa bajas, deja un reguero de muertas. Aunque lo nuestro sigan siendo las películas de Martínez Soria, la tortilla de callos y llamar puritano a un sentido del humor que no ríe con los chistes de gangosos. Nos identificamos más con eso que con las siniestras implicaciones del populismo punitivo o con la idea de que no se debería instrumentalizar el feminicidio como argumento para avalar la prisión permanente revisable o expulsar inmigrantes: ocurrió con el caso de Desirée Mariottini, en Italia, donde ahora se plantean rebajar los derechos de la descendencia de las madres lesbianas eliminando del registro a la no gestante. La derecha siempre ha dominado los consejos de administración y los medios. Se filtra en las paredes de nuestros dormitorios. Voces de la carcundia habitan en la tiniebla fibrosa de nuestros corazones. Están aquí, porque en realidad nunca se fueron.
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