El bel canto llega al sobrio paisaje extremeño
Novecientas personas asisten en la plaza de Villanueva de la Vera a una ópera rural y cosmopolita: la representación internacional de ‘L’elisir d’amore’
El corazón de Villanueva de la Vera (Cáceres) respira gracias a una plaza porticada que lleva el nombre del escultor Aniceto Marinas. El artista que cinceló la estatua de Velázquez frente al Museo del Prado se casó con una vecina del pueblo. Por eso hoy da nombre a la plaza del Ayuntamiento, un escenario declarado Conjunto Histórico Artístico en 1982, con un perímetro de casas de tres plantas típicamente veratas. Esas viviendas tienen armazón de madera y relleno de ladrillo o adobe. La planta baja se utilizaba como cuadra, pero hoy acoge bares como La Flor, Algo de Olga, Ambigú o el Mesón Rigurrango que el sábado tuvieron que cerrar para dejar espacio a Donizetti. La primera ópera de la Vera vistió esos balcones de madera con mantones.
Desde el de la derecha del Ayuntamiento cantaba el tenor italo-argentino Emmanuel Faraldo, que debutó hace unos años en el Liceu con I Puritani y desplegó en la Vera un sentido y cómico Nemorino. A su lado, la señora Isabel Araujo, dueña de la casa, no perdía detalle. Desde la ventana de su salón dividía su atención entre del rostro enamorado de Nemorino y la plaza donde vive. La Fuente de los Seis caños había sido protegida por el escenario y la cabeza con los caños y una gran bala de paja servían como único escenario. La plaza estaba, en realidad, desaparecida bajo las 910 sillas de plástico que acomodaron al público que los organizadores consiguieron reunir en un día para la historia del pueblo. Y de la ópera. Por lo menos de la ópera rural con nivel mundial. Fue lo más comentado al acabar es espectáculo: “El nivel es universal”.
Eso se había propuesta la organización Ras de Terra: “Alzar la voz. Llevar cultura de calidad al corazón rural de Extremadura”. La fotógrafa Mónica Sánchez-Robles y el financiero Juan Urquiola están al mando de esa iniciativa. Son vecinos de la Vera. Están convencidos de que “es la inversión, cultural, y no la subvención, lo que puede inyectar aire nuevo a las tradiciones del pueblo”. Desde su secadero de tabaco convertido en residencia de artistas empujan, con tanta pasión como gestión, esa transformación.
L’elisir d’amore era el programa del sábado: la primera ópera de la Vera. Donizetti, que compuso 70 óperas, dedicó apenas tres semanas a su obra más conocida. “L’elisir nació como ópera rural”, explica Sánchez-Robles. Es sencilla, cómica —buffa— y emocionante, un buen estreno para alguien que nunca ha escuchado ópera. Mientras la ópera seria habla de dioses y héroes, la buffa traslada la tragicomedia de la vida al escenario. Esta cuenta además con la potencia contagiosa de un coro —el de Cámara de Extremadura llegado de Badajoz junto a la orquesta Ensemblement—. Al mando, ya dijimos que se trataba de una ocasión rural e internacional, el director de la Filarmónica de Atenas, Yiannis Hadjiloizou, que no murió licuado en el interior de su frac de milagro. Porque si algo hubo además de calidad y ambición el sábado en Villanueva de la Vera fue respeto. “Nunca vi tal nivel de coordinación entre tenores, coro y soprano”, explicaba Hadjiloizou. Tampoco el público había visto nunca a un director, vestido de pingüino y bañado de sudor, aplaudir un aria. La sensación en la Vera, que despedía a su alcalde, Antonio Caperote, aplaudiendo esta ópera, era la de presenciar algo extraordinario —una acústica sorprendente, un elenco excepcionalmente inspirado y un marco vivo— hablando sobre algo ordinario: el engaño, la corrupción y el sueño de ser amado. En L’elisir conviven la pobreza y la verdad del amor de Nemorino con el oportunismo de Dulcamara —el charlatán que vende la pócima capaz de enamorar— interpretado por el hilarante Matteo de Loi que, formado en Florencia, llegaba a Villanueva tras ganar en Innsbruck el concurso Cesti.
Al otro lado del Ayuntamiento, otra vecina, Paula García, había cedido un balcón donde colgaba un mantón de Manila. Allí, coqueta y juguetona, se abanicaba la soprano Lorena Ferreiro y lanzaba al público la voz que la llevó a ser Papagena. De madre extremeña, Ferreiro tiene una deslumbrante capacidad interpretativa. Es traviesa y seductora. Se divierte sobre el escenario bailando una jota o insinuándose con un movimiento de hombros. Es una joven tan empoderada como la Adina a la que ha dado vida y que, para regocijo del público, no se deja deslumbrar por los galones de Belcore (interpretado por Daniele Caputo).
Un beso de Hollywood
El clímax de esta versión rural de la ópera llegó en el mismo instante en que llega cuando se interpreta en La Scala: cuando Nemorino reconoce la tristeza de la renuncia al amor en el rostro de su amada y canta la inolvidable Una furtiva lacrima. En La Vera, Faraldo lo hizo subido a la fuente de piedra. Pero fue el comienzo del segundo acto, el que recibió más aplausos: 20 de los 2.000 habitantes de Villanueva, que, con algunos veraneantes, componen el grupo folclórico El Madroñal, se subieron al escenario arropados por sus guitarras, sus voces y sus trajes típicos. También el director de escena William Costabile Cisco mereció una ovación: suya fue la idea de un larguísimo beso final (“Beso Hollywood sin fin” había escrito en las instrucciones) que convenció al público de que los intérpretes de Adina y Nemorino se habían, de verdad, enamorado.
“Jamás había tocado en un lugar así”, insiste Hadjiloizou, que debutó en el Carnegie Hall dirigiendo la Filarmónica de Atenas con la Resurrección de Mahler. Hadjiloizou ha sido uno de los que, como todos, ha cobrado un caché muy por debajo de su tarifa habitual, abducido por el entorno. Cien personas, entre figurinistas, cantantes, músicos, escenógrafa o montadores, han trabajado en una única representación que ha costado 88.000 euros. La Diputación de Cáceres ha asumido 14.500, la Junta de Extremadura, 3.500. Ha habido micromecenazgo, donaciones privadas y la venta de entradas: 15 euros la más económica para los locales. 50, la más cara para los visitantes.
“Es importante que el público comprenda que el arte se paga. También que es algo accesible, para todos. Y que la acústica de una plaza puede ser, además de un gran bar, un teatro de ópera que lleve el mundo a un pueblo”, explica Juan Urquiola.
Hace dos años, la Fundación Ras de Terra inició su andadura con la exposición Desenredando la Merina. La muestra no solo reunió a artistas textiles. Historiadores y bailarines reivindicaron la lana de la oveja que asocia su imagen al paisaje de riscos y encinas de Extremadura. Mónica Sánchez-Robles (59 años) y Juan Urquiola (60) habían vivido años en París y Milán y en Nueva York y Zúrich, respectivamente. Cuando se conocieron, hace un lustro, buscaron un lugar común y en la Vera y descubrieron un campo sembrado de 4.000 secaderos de tabaco y pimentón abandonados. Compraron dos. Uno es su casa, uno de pimentón con la base de piedra para poder ahumar los pimientos. “Cinco hectáreas en llano con vistas a las montañas es un sueño para un asturiano” resume Urquiola. Asentados en La Vera, su segunda oportunidad vital llega da la mano con una nueva oportunidad para el lugar. “Aquí hay agua y sol”, insiste Urquiola. “El resto lo pone la voluntad. Y el tiempo”.
El arquitecto local Jesús Timón convirtió el secadero de tabaco en una residencia de artistas. Obtienen la energía de placas solares, reciclan agua, comen de un huerto ecológico a disposición de los residentes. “Y defendemos el contacto con la estética no como maquillaje: como transformación para un bienestar interior”, apunta Sánchez-Robles. Ras de Terra fue uno de los cinco primeros socios de la Nueva Bauhaus Europea, donde también figuran la Fundación Once o la Trienale de Milán. “Nuestra propuesta es cultural y por eso es transformadora. La primera transformación se da en uno mismo. Y luego uno quiere compartir”, apunta Sánchez-Robles. Esperanza Mayero, la alcaldesa de la localidad vecina de Valverde, lo entendió. Y fue a buscarlos. “¿Qué podríamos hacer?”, preguntó. Organizaron un preconcierto. No fue un elixir, fue la lírica: Essaú Pérez y Kevin Adeva, el Nemorino y el Dulcamara suplentes, compartieron, con trescientos vecinos, una experiencia transformadora: la llegada de bel canto al sobrio paisaje extremeño.
Babelia
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