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DESDE EL PUENTE
Columna
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Metralletas bajo el olor a linotipia

En el sótano del diario ‘Madrid’ zumbaba la rotativa y las noticias iban y venían como en un telar. Al día siguiente por la tarde se reencontraban en el kiosco con los lectores

Voladura controlada del edificio del diario 'Madrid', el 24 de abril de 1973, tras su cierre decretado por el Tribunal Supremo durante el franquismo.
Voladura controlada del edificio del diario 'Madrid', el 24 de abril de 1973, tras su cierre decretado por el Tribunal Supremo durante el franquismo.
Manuel Vicent

En Mayo del 68 Madrid se hallaba desierto. Miguel era de los pocos que no estaba en París. Muchos intelectuales, periodistas y estudiantes que luego serían funcionarios del posfranquismo presumían de haberse batido detrás de las barricadas del Barrio Latino. No eras nadie si no habías participado, aunque solo fuera con la imaginación, en el happening revolucionario que se montó con la toma del teatro Odeón y en las refriegas del Bulevar Saint-Michel, aquella llamarada fugaz de primavera con que se inauguró una nueva forma de vivir. ¿Qué hacías en París? Buscaba el mar bajo el asfalto –respondían sin haber salido de Lavapiés. Sucedía lo mismo con el concierto de Raimon en el vestíbulo de la Facultad de Económicas aquel mes de mayo en la villa. ¿Quién no estuvo allí escuchando su voz desgarrada colgado de la lámpara? Miguel entonces acababa de ensayar las primeras armas en el periodismo y se limitaba a escribir en la tercera página del diario Madrid, donde se le daba al franquismo algunos pellizcos de monja.

La Ley de Prensa de Fraga había suprimido la censura previa. Ya no era obligado ir con las galeradas al ministerio o a la Delegación de Información en las capitales de provincia para que un censor, que olía a cera de misa, tachara a su antojo con un lápiz rojo cualquier palabra, frase, pensamiento u opinión que no le gustara. En cierto modo, Fraga había cortado las alambradas, la parte más humillante del oficio, pero había dejado el campo del periodismo y de la cultura sembrado de minas que podían estallar si las pisabas y, en este caso, se llevaban por delante, no unas galeradas, sino la edición entera de un libro o toda la tirada impresa de un periódico. A la dictadura no le molestaba tanto lo que escribieras contra ella, que no podía ser más que algún pequeño arañazo de gato, sino lo que dejabas de escribir, por ejemplo, elogios al caudillo, noticias de los logros del régimen o que te negaras a insertar artículos provenientes del ministerio que antes eran obligatorios. Contra esa actitud no podía hacer nada, salvo cabrearse hasta sacar un día el puño de hierro.

De hecho, el diario Madrid saltaría por los aires, como aviso a navegantes. Miguel recuerda muy bien la noche en que empezó a embriagarse con el olor de la linotipia. A altas horas de la noche un colega, también novelista, le pidió que le acompañara a ver a un amigo periodista que trabajaba en el diario Madrid. La redacción parecía una trinchera en pleno combate, sonaban como metralletas las máquinas de escribir, había coñac y cerveza en cada mesa, en la que tecleaban sus crónicas redactores muy jóvenes que después serían figuras muy famosas; en el sótano zumbaba la rotativa y las noticias iban y venían como en un telar. Al día siguiente por la tarde se reencontraban en el kiosco con los lectores. Un redactor jefe le dijo a Miguel: “Acabas de ganar un premio literario. Mándanos algo”. Miguel pensó que si le dejaran hacer literatura sobre ese papel que cada día nacía y moría, ese sería su camino para siempre.

En ese tiempo Franco todavía pescaba cachalotes y mataba venados, perdices rojas y toda clase de marranos con rostro inexpresivo y el belfo caído. Un día de Navidad en que para celebrar el nacimiento del Niño Dios el dictador tiraba a las palomas desde una ventana del palacio de El Pardo, la escopeta de caza le reventó la mano y no por eso dejó de firmar sentencias de muerte con la mano que le había quedado intacta. La rebeldía tenía varios frentes. En la Universitaria los estudiantes arrojaban tazas de retrete desde las ventanas de las facultades sobre los caballos de los guardias. Miguel tampoco podía presumir de haberse enfrentado a la policía en una de aquellas asonadas en que alguien descolgó un crucifijo que presidía un aula de Filosofía y Letras, lo utilizó como arma ofensiva lanzándolo por los aires y el crucifijo quedó abandonado en el solar del paraninfo, pisoteado por la estampida de los búfalos. Por este sacrilegio hubo un acto multitudinario de desagravio en la iglesia de San Francisco el Grande, en el que participaron todas las autoridades académicas. El joven estudiante que arrojó ese crucifijo probablemente después llegó a subsecretario.

Cada reunión clandestina se cerraba con la ceremonia de la recaudación de la voluntad para los presos políticos y la nueva expedición de los argonautas consistía en llevarles por Navidad turrones a la cárcel, aunque la de Carabanchel comenzaba a parecer una universidad expendedora de títulos antifranquistas y algunos veían que se les pasaba el tiempo si no adquirían su certificado para colocarse en la parrilla de salida que los llevaría al poder. Manuel Azaña era entonces un valor creciente en el hipotético horizonte republicano, con un sueño que rebrotaba cada año en el aire de abril junto con las flores de las acacias. En naranjales de Vila.real el cardenal Tarancón se fumaba un puro con las faldas de la sotana levantada hasta las rodillas y Franco había sido atropellado por un 600, camino de Benidorm.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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