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Muere Cormac McCarthy, gran novelista del Estados Unidos más oscuro

El autor de ‘La carretera’, que ha fallecido con 89 años, era uno de los escritores más destacados de su generación gracias a libros como ‘No es país para viejos’ o ‘Meridiano de sangre’

Cormac McCarthy
Cormac McCarthy en 1992 en Texas.Gilles Peress (Magnum Photos / ContactoPhoto)

Cormac McCarthy falleció ayer en su casa de Santa Fe, Nuevo México, a los 89 años. Su fallecimiento fue anunciado en un comunicado de su editorial, Penguin Random House, que no dio una causa específica. El lugar de McCarthy en la literatura de su país es irrepetible. Uno de los rasgos definitorios de su obra narrativa es su capacidad para explorar a fondo el lado oscuro de la naturaleza humana. Lo hizo en una docena de novelas asombrosas que tenían tanto de poético y conmovedor como de brutal, lo cual convertía la lectura de sus obras en una experiencia estética tan potente como desgarradora, pero a la postre redentora, por lo que en el fondo era una fe profunda en los valores del humanismo y en la capacidad del arte para reafirmarlos.

En su trayectoria cabe distinguir varias fases. En la primera, la más enigmática y oscura, figuran novelas como la semiautobiográfica Suttree, ambientada en los bosques de Tennesse, y el paraje urbano de Knoxville. Esta etapa de la trayectoria de McCarthy se cierra con una obra maestra absoluta, Meridiano de sangre. De lectura hipnótica, aunque capaz de expulsar a muchos por la desolación salvaje de las imágenes, esta novela da la medida de su talento. Para Harold Bloom, era una de las mejores novelas norteamericanas de todos los tiempos, heredera directa de lo que logró Melville en sus propias indagaciones acerca de la naturaleza del mal. El protagonista, el Juez Holden, es la reencarnación de Ahab, el centro de gravedad de Moby Dick. No es literatura para pusilánimes. En un momento dado, las huestes sanguinarias que desfilan por sus páginas se encuentran con un árbol de cuyas ramas penden los cuerpos ensartados de numerosos bebés.

Cormac McCarthy en noviembre de 2009 en el estreno cinematográfico de 'La carretera', en Nueva York.
Cormac McCarthy en noviembre de 2009 en el estreno cinematográfico de 'La carretera', en Nueva York. Evan Agostini (AP)

Nació en Providence, Rhode Island, en 1933, era uno de los cuatro grandes nombres que definieron el curso de la literatura norteamericana de nuestro tiempo, junto con Don DeLillo, Thomas Pynchon y Philip Roth. El cuarteto, validado por figuras como Harold Bloom y David Foster Wallace, es problemático, pues ancla el código estético exclusivamente en figuras masculinas, de raza blanca y heterosexuales. Debe interpretarse como un signo de carácter apocalíptico, el mismo que preside su obra.

Con él desaparece otro de los pilares de una forma de entender la literatura que resulta ya insostenible. Pese a todo, la lectura de McCarthy sigue siendo imprescindible, por la grandeza de su escritura y lo honesto de su radical indagación acerca de la naturaleza humana. Su desaparición deja un vacío muy profundo. Reservado, solitario, celoso de su intimidad hasta el paroxismo, Cormac McCarthy formaba parte del círculo de reclusos literarios legendarios sobre los que, a fuerza de desdeñarlo, llovía cuanto codician la inmensa mayoría de sus compañeros de oficio: dinero, fama, atención, la veneración del público y los medios. Al igual que J. D. Salinger o Thomas Pynchon, Cormac McCarthy escribía de espaldas a los lectores, ignorando modas y exigencias comerciales, fiel exclusivamente a sí mismo y a las exigencias de su vocación artística. Es la valentía de una postura así lo que se debe valorar.

Hasta poco antes de cumplir 60 años fue pobre de solemnidad. Viajaba en una camioneta destartalada, escribía en habitaciones de motel, e incluso se cortaba a sí mismo el pelo cuando lo necesitaba. Sus libros vendían entre 2.000 y 3.000 ejemplares en el mejor de los casos, pese a la inmensa altura literaria de todos ellos, entre los que figuraban varias obras maestras. La crítica seria vio desde el primer momento que McCarthy estaba a la altura de lo mejor que había dado la literatura estadounidense.

La segunda fase de su obra se inicia con un cambio significativo. Con la publicación de Todos los caballos hermosos (1992), primer volumen de su Trilogía de la Frontera, la vida del novelista experimentó un giro inesperado. Le empezaron a llover premios. Sus libros se llegaron a vender por millones. Hollywood empezó a cortejarlo. Instigado por su agente, concedió la primera entrevista de su vida. Incómodos con su celebridad, muchos de sus seguidores se sintieron traicionados, y es cierto que, aunque el mérito literario de la trilogía es innegable, al entrar en una zona más luminosa, la obra de McCarthy perdió algo de fuerza. Ciudades de la llanura, último volumen de la trilogía, se editó en 1988.

Futuro postapocalíptico

Entrado el siglo XXI, McCarthy publicó No es país para viejos (2005) y La carretera (2006). Con La carretera, narración situada en un futuro postapocalíptico en el que Estados Unidos aparece como un país habitado por supervivientes entregados a prácticas nefandas como el canibalismo, Cormac McCarthy obtuvo el Premio Pulitzer y se ganó aparecer en el programa de televisión de Oprah Winfrey. McCarthy aceptó de buen grado la invitación. Algo parecía haber cambiado en el hasta entonces huidizo escritor. La noche de la gala de los Oscar, donde triunfó No es país para viejos, película en la que Javier Bardem desempeña un papel inolvidable que le valió el Oscar al mejor actor de reparto, acudió acompañado de su hijo de ocho años. La carretera fue llevada al cine dirigida por John Hillcoat, y protagonizada por Viggo Mortensen, Charlize Theron y Robert Duvall.

Siguieron 16 años durante los que McCarthy no publicó nada, aunque todo ese tiempo estuvo escribiendo sin cesar. Cada día acudía al Instituto de Santa Fe, donde era el único escritor en un mundo ocupado exclusivamente por científicos. Fue su acercamiento a la ciencia lo que definió un extraño cambio de personalidad. Para entonces, Cormac McCarthy ya no era dueño de sí mismo. Había entrado en la leyenda.

La publicación simultánea de El pasajero y Stella Maris suponía un nuevo tipo de reto. Como dijo Czeslaw Milosz cuando hablaba del “segundo espacio”, McCarthy había pasado ya al otro lado de la vida, y escribía desde allí. No todos fueron capaces de seguirle, aunque hubo entre sus lectores adhesiones tan apasionadas como siempre. Son, con todo, dos grandes libros, pese a sus irregularidades.

Con McCarthy no solo se va un gran narrador, también desaparece una manera de enfrentarse a la oscuridad con las armas más difíciles de sostener, las que se enarbolan en nombre de un ideal ajeno a las leyes que gobiernan el mundo.

McCarthy, en seis obras

Hijo de Dios (1973). Tercera novela de McCarthy, en ella el autor desciende a lo más sórdido del paisaje mental americano que tan bien plasmó, y abrazó la violencia como elemento catártico de su literatura. 

Suttree (1979). Monumental, excesiva y abismal, la novela narra la vida de Cornelius Suttree y su relación especular con el río Tennessee y, por extensión, con el país por el que ese río discurre.

Meridiano de sangre (1985). Un wéstern gótico, brutal y desesperanzado que captura la enfermedad de las armas que enfervorece EE UU y nos deja al juez Holden como uno de los grandes personajes de la literatura del siglo XX. Quizá el mejor trabajo de su autor. 

Trilogía de la frontera I.  Todos los hermosos caballos (1992): ganadora del National Book Award, en este trabajo McCarthy vuelve al wéstern, pero con un giro romántico que lo asemeja a narraciones más clásicas y lo acercó al público. No es país para viejos (2005): un relato de resonancias filosóficas que, sin embargo, adapta la forma de un thriller dislocado. Situado en un contexto más actual, la brutalidad vuelve a hacer acto de presencia y lega a la posteridad el inmoral personaje de Anton Chigurh. La carretera (2006): retrato de una sobriedad infinita, sigue las andanzas de un padre y un hijo en un mundo desolado por la tragedia. Dedicado a su hijo, el escritor se negaba a firmar ese libro, con el que ganó el Pulitzer


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