Muñecas rusas
Una acaba la lectura de ‘Memoria por correspondencia’, de la escritora Emma Reyes, sin aliento, y se pregunta cómo aquella niña pudo continuar viviendo
Paso la mayor parte del tiempo en un taller de grabado donde parece que el océano Atlántico sea un riachuelo fácil de cruzar, porque a menudo el acento panameño se mezcla con el cubano, con el dominicano, con el uruguayo, con el argentino y con el chileno. La semana pasada, mientras Isabel entraba en la cocina a prepararse la cena para continuar con una aguatinta y Rosa revisaba el suministro de café, Minú me preguntó si alguna vez había visitado Cuba. Hacía pocos días que estaba con nosotras y se había dedicado a devorar la biblioteca del taller (La analfabeta de Agota Kristof, La extranjera de Claudia Durastanti, Casas vacías de Brenda Navarro, El vuelo corto de Ofelia Rey Castelao), en aquel momento nos hablaba sobre su infancia en La Habana. Después habló Rosa, una dominicana que investiga el consumo cultural en el Caribe y llegó al taller a mediados de abril. Isabel, que venía de la Escuela de Arte de Toledo, escuchaba nuestras historias sobre la magia a la que una se enfrenta en Chiloé, y vimos que aquello no se alejaba mucho de lo que podía suceder en Castilla. Llegó Milena y nos llevó a un Haití de hace casi cuarenta años y, mientras los sonidos de los tambores bajaban por las colinas, nos trajo la oscuridad de los Duvalier y la luz de su más preciosa juventud de periodista.
Pasamos varias horas de pie en la minúscula cocina con una Milena jovencísima que, en plena revuelta haitiana y corriendo de aquí para allá con una grabadora, soñaba con la caída de la dictadura de Pinochet en su Chile natal. Pensé en Maggie O’Farrell y su metáfora de las muñecas rusas, porque era evidente que era una joven de veinte años la que estaba en aquella cocina saliendo por los ojos y la boca de la Milena que nosotras conocíamos.
No sé si fue la Milena de veinte o la de sesenta, pero nos habló también de una tal Emma Reyes, y al día siguiente ya estábamos leyendo Memoria por correspondencia (Libros del Asteroide, 2015), la historia de una niña que pasó su infancia encerrada en habitaciones oscuras y hediondas de la ciudad de Bogotá, sobreviviendo en la más pura miseria aislada en un convento, mirando el mundo con incredulidad a través de unos lúcidos ojos de pintora. El libro, que recoge las veintitrés cartas que Emma Reyes escribió a su amigo, el intelectual Germán Arciniegas, se publicó en Colombia en el año 2012 y cosechó un gran éxito. Lo interesante no es solo su alta calidad literaria o el retrato que hace de la Colombia de principios del siglo XX y del abuso de poder de la Iglesia. Es, sobre todo, la narración en primera persona de una injusticia abordada sin rencor. Parece que quien escriba sea, por más increíble que parezca, una niña analfabeta. De nuevo la metáfora de las muñecas rusas: la Emma Reyes de cincuenta años que redactó las cartas por encargo de su amigo parece un simple vehículo para que una niña que ha sobrevivido a la miseria más cruel pueda hablar y narrarse.
Una acaba la lectura sin aliento, y se pregunta cómo aquella niña pudo continuar viviendo, pero sobre todo quiere saber cómo pintaba la Emma Reyes adulta. “A veces me da la impresión de que tiene más importancia mi vida que mi obra”, dijo la autora, y yo vuelvo a asentir como cuando leía la historia de su infancia sin poder soltar el libro, porque es lo que suele pasarnos (por poner un ejemplo: el gran valor artístico de la obra de Artemisia Gentileschi, reconocida pintora barroca, suele quedar enterrado bajo la historia de una violación).
Lo cuenta el periodista colombiano Diego Garzón en ¿Qué pasó con Emma Reyes?, el texto que cierra el libro, pero lo leo unos días más tarde, porque al finalizar la última carta sentí que solo podía hacer una cosa: refugiarme en el silencio de la noche. Quedarme muy quieta y dormirme profundamente como la niña que ha corrido muchos kilómetros sin mirar atrás y tiene la esperanza de que, al despertar, el mundo será por fin un lugar más justo.
Babelia
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