Adiós a la edad de oro de los documentales de plataforma
La estandarización audiovisual que dicta el algoritmo ensombrece un género que en los últimos años vivió un ‘boom’ cualitativo gracias a la apuesta del ‘streaming’
En solo una década, la explosión de los documentales de plataforma ha pasado de parecer una fértil tierra prometida a convertirse en una superpoblada macrogranja dominada por contenidos insustanciales. El impacto de películas tan premiadas como Ícaro, American Factory o Lo que el pulpo me enseñó dejó tras de sí irrelevantes sucedáneos o carísimos seriales como Enrique y Meghan. Invertir en documentales, la mayoría de corte periodístico, fue una de las ideas más brillantes del streaming: con mucho menos presupuesto que cualquier ficción, encontraron una vía para legitimarse apostando por un género capaz de profundizar en asuntos esenciales, como las consecuencias del cambio climático o la amenaza que representan los gigantes tecnológicos para el bien común. Hubo muchos espectadores que se decidieron a pagar por contenidos solo por esta apuesta por la realidad.
El documental de plataforma, fundamentalmente de las grandes, Netflix, Amazon Prime Video y HBO, está en crisis. Donde antes había audaces miradas al mundo, ahora hay una estandarización que vulgariza los temas y el lenguaje. Con los resultados inmediatos como única, o principal, tabla de medida, el algoritmo empezó a mandar y, donde antes había intensos trabajos de investigación y una mirada propia, ahora predominan las fórmulas fáciles y miméticas. El omnipresente true crime, basado en, literalmente, cualquier tipo de suceso criminal, y las vidas de los famosos copan los títulos de un género audiovisual súbitamente estancado no en cantidad, pero sí en calidad.
El principio del fin llegó en 2020 con el éxito de series como la truculenta Tiger King, sobre el mundo de los zoos privados en EE UU, o The Last Dance, sobre los Chicago Bulls de Michael Jordan, cuyo despliegue de medios, voces y archivos históricos convertía una indagación en un mito del deporte en un espectáculo fascinante. No tanto tiempo antes, entre 2015 y 2018, las aplaudidas series de investigación criminal Making a Murderer, The Jinx y The Staircase y, en otro registro, Wild Wild Country, sobre el polémico gurú indio Osho, removieron el panorama global.
“En España se generó una posibilidad industrial que no existía”, apunta Elías León Siminiani, director de series de investigación tan destacables como El caso Asunta, El caso Alcàsser y 800 metros. “Trabajamos año y medio en la serie sobre el asesinato de las chicas de Alcàsser y solo eso ya marcaba una diferencia abismal”, apunta Siminiani, para quien los true crimes “seminales” de hace una década bebían del nuevo periodismo, “particularmente de [Gay] Talese y [Norman] Mailer”, y de una película fundamental para comprender un nuevo metalenguaje, el de la investigación como parte del contenido. “The Thin Blue Line, de Errol Morris, aportó el tratamiento noir al documental y la idea de la especulación, de la propia investigación como contenido. Esa amateurización de las pesquisas disparó el interés del público porque le hacía sentirse como el periodista-investigador”.
Series como The Keepers, de 2017, sobre una monja asesinada en Baltimore, son los referentes de esta nueva y exitosa fórmula. “El boom de los documentales dio sus frutos, pero generó la demanda que ha derivado en la situación actual. Para mí, Tiger King ya representa el fast food del documental al poner el entretenimiento como objetivo prioritario por delante de cualquier otra consideración. Aun así, yo creo que todavía existen ejemplos de creatividad y nos ha permitido trabajar con un músculo inconcebible hace diez años. Esa es la parte buena”, concluye Siminiani.
“Con los documentales, las plataformas lograron tener calidad de una forma que resultaba más barata que las series de ficción”, asegura David Trueba, director de la docuserie sobre la familia Pujol, La Sagrada Familia. “El problema es cuando la calidad ya no es tan importante para lograr esa distinción y lo que prima es solo la popularidad. Las plataformas nacieron a partir de series hechas para suscriptores con valor, pero al volver a caer en el dictado de las audiencias prima la pesca inmediata y se reduce la calidad. Se da la espalda a aquello que es particular y distinto porque no tiene éxito instantáneo, olvidando que a largo plazo es lo que permanece. Y luego está la forma de referirse al cine y a la televisión como ‘contenido audiovisual’, algo que ya significa una degradación notable”.
Los peligros de la macrogranja de contenidos relucen en el último Oscar al documental de HBO Navalny, sobre el disidente ruso envenenado y encarcelado Alexéi Navalni, plagado de recursos ramplones, testimonios huecos y pobreza visual. Un ejemplo en las antípodas llega esta misma semana a salas españolas: De Humani Corporis Fabrica fue una de las películas que caló hondo en el pasado Cannes. El fascinante (y lo advertimos, no para todos los estómagos) viaje al cuerpo humano de los siempre concienzudos cineastas Verena Paravel y Lucien Castaing-Taylor, miembros del Laboratorio de Etnografía Sensorial de Harvard, entronca con una gran tradición documental que tiene su espacio natural en festivales como el recién clausurado Documenta Madrid y el Punto de Vista de Pamplona, celebrado a finales de marzo. En Madrid, bajo el nombre Documenta Pro, se organizaron unas jornadas de charlas para un sector que no deja de ganar “terreno en el cine español”. En esas mesas estuvo presente la “riqueza y diversidad” de un género que se escapa de simplificaciones.
“Más que como forma, me gusta pensar en el documental como una orientación radical hacia el conocimiento”, afirma el director artístico de Punto de Vista y coordinador del área de cine del Círculo de Bellas Artes de Madrid, Manuel Asín. “Muchas de las películas y de los productos audiovisuales la tienen, entre ellas lo que entendemos por documentales. Pero no son los únicos. Por ejemplo, gran parte del cine experimental tiene también esta orientación. Y todo el cine autobiográfico, que es autoconocimiento. De hecho, toda forma de biografismo, aunque adopte el ropaje de la ficción, conserva un resto de esta orientación, y ya sabemos lo central que es lo biográfico en el cine de ficción o en las series. De ahí provienen todos esos debates sobre los límites entre el documental y la ficción, de que son límites meramente formales. Las plataformas, igual que las cadenas de televisión o las productoras de documental más convencionales, están muy interesadas en mantener el debate dentro de lo formal, ya que su intención es formatear el producto, hacerlo serializable, reproducible y mimético”.
El certamen pamplonés se cerró este año con la proyección de La Montagne infidèle, película perdida de Jean Epstein filmada en 1923 durante la erupción del Etna que rescató hace unos meses la Filmoteca de Cataluña. La arrebatadora belleza de este documento centenario se sumó a una retrospectiva del director alemán Peter Nestler, quien, a sus 86 años y con más de sesenta documentales a sus espaldas, es un ejemplo de dos cualidades importantes para el género: la perseverancia y la humildad.
Nestler, muchas veces junto a su esposa, Zsóka Nestler, ha trabajado de forma incansable en temas que afectan a la clase obrera de su país o a la memoria histórica. En Die Judengasse, filme de los años ochenta que de forma inexplicable fue censurado en la televisión de su país, indagaba en las huellas judías en la ciudad de Fráncfort, que se remontan a Edad Media y que pese a ser destruidas por el nazismo siguen asomando.
Acusado de comunista, Nestler se instaló a finales de los sesenta en Suecia, donde siguió con su cine sin florituras, persiguiendo la voz de los “verdaderos testigos” y la amnesia histórica. “Yo no tengo la verdad, pero la he buscado”, señalaba en Pamplona este cineasta. A la pregunta de cuál es la misión real de un documental, responde: “Desafiar al público, romper su resistencia”. Basta darse una vuelta por la atiborrada oferta de las plataformas para darse cuenta de que el algoritmo no comparte estos ideales.
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