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La fiebre del oro de los juicios por plagio

Las escaramuzas de Ed Sheeran serán ‘peccata minuta’ ante la batalla que viene por los ritmos del reguetón

Ed Sheeran tras ganar su juicio este jueves en Nueva York. Foto: JOHN MINCHILLO (AP) | Vídeo: EPV
Diego A. Manrique

Son las paradojas del presente. Quizás estos años, por la hegemonía de los gigantes tecnológicos, no sean el mejor momento para que los artistas aspiren a lograr una compensación adecuada por sus esfuerzos. Sin embargo, sí resulta una coyuntura espléndida para los abogados expertos en derechos de autor, con sus cohortes de musicólogos especializados en detectar (o negar) similitudes. Estamos viendo una oleada de demandas por plagio, con resultados aparentemente contradictorios: los herederos del soulman Marvin Gaye ganaron 5,3 millones de dólares al conseguir que se considerara que Blurred lines, de Robin Thicke y Pharrell Williams, fuera considerada una derivación de Got to give it up, un tema del difunto Gaye. Sin embargo, se han estrellado en su pretensión de obligar a que Ed Sheeran reconociera la deuda de su Thinking out loud con uno de los máximos éxitos de Marvin, el lúbrico Let’s get it on.

Estamos ante una nueva era de los litigios por plagios. La actual ubicuidad de sitios como YouTube o Spotify facilita saltar el primer obstáculo: demostrar que el acusado pudo haber conocido la canción copiada. En realidad, no poseemos datos exactos sobre las hostilidades en este frente: buena parte de los conflictos no llegan a los tribunales. Recuerden la trayectoria del grupo Oasis, cuyo compositor principal, Noel Gallagher, no tenía inconveniente en reconocer sus pillajes: hay más de treinta “préstamos” localizados en la discografía del grupo de Mánchester, que en los casos más evidentes se resolvían con acuerdos extrajudiciales (y el añadido en créditos del nombre del plagiado al de Gallagher).

Marvin Gaye en los estudios de grabación Golden West de Los Ángeles en 1973.
Marvin Gaye en los estudios de grabación Golden West de Los Ángeles en 1973.Getty

Lo que sí se han multiplicado son las precauciones de los artistas que, por su alta visibilidad, pueden ser encausados y terminar en la picota antes de que haya una sentencia. Digamos que ahora prima el Modelo Paul McCartney más que el Modelo George Harrison. Cuando McCartney esbozó el armazón melódico de lo que sería la balada Yesterday, que supuestamente le llegó en un sueño allá por 1964, pasó las semanas siguientes preguntando a veteranos del negocio musical si aquello les sonaba a alguna canción preexistente. George Harrison fue uno de los compañeros que se quejaron de la turra que daba Paul con lo que entonces se titulaba Scrambled Eggs (Huevos revueltos, para reconocer la inspiración matutina).

Harrison no aprendió la lección. Cuando grabó su sublime My Sweet Lord, en 1970, no observó las semejanzas con He’s so fine, de The Chiffons, grupo femenino del Bronx que alcanzó el nº 1 en Estados Unidos en 1963. Asombra que ni el coproductor, Phil Spector, ni los músicos estadounidenses presentes le advirtieran. Parece que nadie se atrevió a desinflar el ego de un beatle; hubo críticos que comentaron All things must pass, el álbum que contenía la canción, y sí señalaron el parecido. Pero Harrison no movió ficha. Editó el tema como single y, aparte de ser sometido a un prolongado calvario procesal, lo pagó muy caro. El único consuelo fue que el juez neoyorquino que le condenó sugirió que el plagio pudo ser subconsciente. Con su típica crueldad, John Lennon se burlaría de esa excusa: “George tal vez pensó que Dios le sacaría del aprieto”.

Conscientes o inconscientes, las apropiaciones son parte de la caja de herramientas de cualquier compositor (y eso incluye a los autores clásicos). ¿Problemas? El publishing de las canciones solía ser un negocio de caballeros —no había muchas mujeres, lo siento— donde las disputas se resolvían amistosamente, dado que los pleitos resultaban costosos y traían mala publicidad para ambas partes. Todo eso ha cambiado con la era del clickbait, donde la palabra “plagio” funciona como un imán. Además, tras insistentes campañas de lobby, el concepto de propiedad intelectual se está ampliando en tiempo y, atención, en territorio.

El reguetonero puertorriqueño Daddy Yankee en un concierto en el WiZink en 2019.
El reguetonero puertorriqueño Daddy Yankee en un concierto en el WiZink en 2019.SANTI BURGOS

La próxima gran batalla nada tiene que ver con las creaciones de Ed Sheeran o similares estrellas. Ahora se trata de reivindicar los patrones rítmicos, anteriormente no protegidos. Especificando, se busca el reconocimiento del ritmo de Fish Market, un instrumental que apareció hacia 1990 en la cara B de un vinilo de Steely & Clevie, productores jamaicanos. Se popularizó con la aportación vocal de Shabba Ranks como Dem bow, tema luego versionado por el artista panameño El General.

Hasta entonces, aquello era otro fenómeno más del dancehall jamaicano, música digital con letras un tanto impenetrables (Shabba Ranks fue vetado internacionalmente tras saberse que recomendaba el asesinato de los homosexuales). Pero el ritmo dembow se universalizó como piedra fundamental del reguetón. Ahora, Steely & Clevie Productions denuncian el uso indebido de su hallazgo en más de 50 canciones, incluyendo Gasolina (Daddy Yankee) y Despacito (Luis Fonsi). Si finalmente se determinara que se trata de un robo, la indemnización sería estratosférica.

Si va adelante, los demandantes exigirán que el asunto sea resuelto por un jurado. Muy posiblemente jueguen la carta racial: los creadores jamaicanos tienden a ser muy negros y sus discípulos puertorriqueños son blancos o mestizos. No estamos ante una casualidad, la cuestión va más allá de lo identitario: los artistas y productores de Jamaica son ciertamente pobres en comparación con las figuras del reguetón, con sus ingresos millonarios por regalías, giras y patrocinios.

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