El racismo como parte integrante de la cultura europea: el camino que llevó hasta el Holocausto
George L. Mosse exploró en ‘Hacia la Solución Final’ el trasfondo cultural que alimentó el antisemitismo y facilitó los asesinatos en masa de los nazis
A finales del siglo XVIII el antropólogo holandés Petrus Camper utilizó lo que consideraba un “método científico”, el de las comparaciones craneales y las mediciones faciales, para estudiar las diferencias que había entre las cabezas de los negros y los calduchos y las de los europeos, y las de todas estas con las de los monos. Midió el ángulo que existía entre una línea trazada entre el labio superior y la frente y la que resultaba de unir de lado a lado la cara en horizontal. Se fijó en cómo estos ángulos eran distintos según la cabeza de la que se tratara y estableció así cuál era el “tipo ideal”, el de la belleza según los griegos que había exaltado años antes el arqueólogo e historiador del arte Johann Joachim Winckelmann. Coincidía, claro, con la cabeza del hombre blanco. No había duda, pues, de quién era superior y quién inferior. Y convenía que aquel tipo ideal no degenerara, que no se mezclara con extraños. El racismo estaba tomando vuelo y pretendía sostenerse en la investigación científica.
El historiador George L. Mosse se ocupó en Hacia la Solución Final, un libro de referencia que acaba de rescatar La Esfera de los Libros con una introducción crítica del también historiador Christopher Browning —autor de un trabajo clásico sobre los Einsatzgruppen, los comandos nazis que asesinaban artesanalmente a los judíos, es decir, cara a cara y a tiros—, de analizar el racismo desde sus orígenes modernos hasta la puesta en marcha del Holocausto. “El racismo sustituyó la realidad por el mito”, explica, “y el mundo que creó, con sus estereotipos, virtudes y vicios, era un mundo de cuento de hadas, que situaba una utopía ante los ojos de los que anhelaban una salida de la confusión de la modernidad y la prisa del tiempo”. El problema fue que ese cuento de hadas terminó por conducir a una carnicería de una magnitud colosal. Y lo que Mosse procuró hacer fue reconstruir el trasfondo cultural que estuvo detrás de esa catástrofe. El racismo no fue ni una aberración del pensamiento europeo ni “momentos dispersos de locura”, fue una “parte integrante de la experiencia europea”, escribe.
Mosse (Berlín, 1918-Madison, 1999) fue uno de los grandes historiadores del siglo pasado. Procedía de una familia judía alemana, rica e influyente, y fue homosexual. Esta doble marginación marcó a la larga sus intereses. Con la llegada de los nazis al poder, su familia huyó de Alemania en 1933 y lo envió a estudiar a Inglaterra, a Cambridge. En los sesenta se instaló en Estados Unidos y empezó a dar clases en una universidad marcadamente progresista, la de Wisconsin. Conectó con el movimiento estudiantil, empezó a interesarse por la cultura e ideología de los nazis, uno de sus primeros trabajos importantes se ocupó de los orígenes intelectuales del Tercer Reich. Le interesaba sacar a la luz las ideas que empapaban una época y le marcaban sus derroteros. En La nacionalización de las masas mostró cómo los ideales —la fascinación de Wincklemann por el mundo griego—, distintas prácticas —los gimnasios, los coros, los clubes de excursionistas…—, las liturgias y los lugares de memoria fueron impregnando de un exaltado nacionalismo a los alemanes del siglo XIX y principios del XX. Hitler se encontró con buena parte del trabajo hecho y no tuvo más que llevar hasta el delirio una manera de entender las cosas que separaba a los de dentro de los de fuera. Los que no formaban parte de los míos, como los judíos, podían ser exterminados. Mosse, que abominaba de los nacionalismos, tuvo también sus contradicciones y terminó como un convencido sionista.
“La apariencia exterior representa la gracia interior”, observa Mosse cuando estudia los fundamentos intelectuales que iban a sostener el racismo. Se trataba de encontrar algo muy simple que permitiera separar de manera clara a unos de otros. Cuando el racismo clasificó a partir de la segunda mitad del siglo XIX también a los judíos —y no solo a los negros o los amarillos— como seres inferiores, la nariz empezó a desempeñar un papel importante. En Hacia la Solución Final, que apareció originalmente en 1978, Mosse considera que la cuna del racismo es la Europa del siglo XVIII, y revela cómo tanto los ilustrados, con su afán de clasificar los pueblos y su exaltación de la belleza griega, como los pietistas, al distinguir la comunidad propia frente a todas las demás, plantaron las semillas de lo que sería con el tiempo una “ideología carroñera”. Más adelante llegó Herder para hablar del “espíritu del pueblo” —el Volkgeist— y para sostener que la historia no estaba hecha por los hombres sino que seguía un plan divino, y Darwin, que habló de selección natural y de cómo sobrevivían los más fuertes. Ni uno ni otro eran racistas, pero sus ideas ayudaron a componer ese relato que resaltaba el poder y la gracia de los elegidos frente a los que no constituían nada más que una carga. Se había iniciado “una competición por saber cuál de los pueblos de Europa tenía un mayor amor a la libertad”.
En el recuento que hace Mosse, sorprende ver cómo el racismo fue colándose en los proyectos más diferentes, por supuesto en los nacionalistas, pero también contagió a los cristianos e incluso a los socialistas. Ahí están Alphonse Toussenel, Charles Fourier o Pierre Joseph Proudhon, para quienes “la raza judía era depredadora, competitiva e inmoral y, por tanto, debía ser excluida de la participación en una comunidad genuinamente nacional y socialista”. El racismo iba mezclándose con el nacionalismo y el antisemitismo para componer ese veneno letal que permitió más tarde a los nazis exterminar a seis millones de judíos. La Gran Guerra preparó el marco. A partir de ese momento, apunta Mosse, “la participación política se definió mediante una liturgia política en los movimientos de masas o en las calles, buscando la seguridad a través de mitos y símbolos nacionales que dejaban poco o ningún espacio a los que eran diferentes”. A los judíos se los había asociado con el capital financiero y sus abusos; tras la Revolución rusa, se los vinculó también con los bolcheviques. El 30 de enero, cuando Hitler asumió la cancillería del Reich, “el racismo se convirtió en la política oficial del Gobierno alemán”. El horror que vino después lo conocen todos. Lo que Mosse quiso también mostrar fue cómo el racismo permitió hasta tal punto exaltar las conductas propias frente a las de los seres inferiores que, llegado el momento, “todos los arquitectos de la Solución Final se miraron en el espejo de la respetabilidad de la clase media y les gustó lo que vieron”. La orgía de sangre quedó —para ellos— desdibujada ante el brillo de la raza aria.
Babelia
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