Los resortes emocionales de todo nacionalismo
Son las liturgias las que mejor cohesionan a un grupo humano en torno a un ideal
Ahora que el bloque secesionista catalán se dispone a dar el último empujón a las leyes con las que pretende desconectar del resto de España, toca poner un poco de distancia para ver de dónde puede venir el apoyo popular que suele exhibir como una de sus credenciales indiscutibles. Todas esas banderas, todo ese entusiasmo en las calles, las consignas que se corean, la musculatura de las movilizaciones: ¿es que alguien puede tener la más mínima duda sobre los deseos de la sociedad catalana? Ese es uno de los grandes argumentos de los separatistas.
El nacionalismo tomó verdadera fuerza de la mano de los románticos y ya se sabe que estos eran amigos de los grandes dramas, de asomarse a los abismos, de convertir sus proclamas en símbolos imborrables. El historiador alemán George L. Mosse ha contado de manera magistral en La nacionalización de las masas todas las estrategias que los nacionalismos ponen en marcha para seducir e implicar a los ciudadanos en su gran causa.
La política fue cambiando radicalmente a lo largo del siglo XIX. Ya no podía hacerse desde los gabinetes de las élites, era imprescindible contar con las masas. La Revolución Francesa las había empujado a las calles, y ya nada podía hacerse como antes. Mosse: “Donde más éxito tuvo el nacionalismo fue en la creación de la nueva política, en parte porque esta se basaba en la emoción”.
La construcción de monumentos nacionales, el culto a determinados hechos históricos que se cargan de resonancias patrióticas, la elección de un puñado de símbolos que electrizan a las audiencias, la consagración de unos cuantos mitos que recogen las auténticas esencias del verdadero pueblo: ¿quién no va a rendirse ante una galería tan grande de golosinas? Luego estaba el movimiento gimnástico, los clubes de montañeros, el teatro. En el caso alemán, Wagner fue uno de los grandes maestros de la escenificación del proyecto nacional. De nuevo Mosse: “El escenario debía guiar a los hombres hacia la realidad del sueño y la ilusión, y los sueños habían de llenarse de contenido nacional”.
Sean unos u otros, el nacionalismo catalán se ha servido legítimamente de estos recursos para hacer patria. Y, bueno, de la televisión, que opera hoy como el templo donde mejor resuena el mensaje más eficaz: el del pueblo irredento que le planta cara a sus opresores. El resto de medios y las redes sociales han puesto su grano de arena. Y en esas estamos. Decía Eça de Queirós que “lo único real, esencial, necesario y eterno de la religión es el ceremonial y la liturgia; y que lo artificial, complementario, dispensable y transitorio es la teología y la moral”. O lo que es lo mismo: unas convicciones construidas a golpe de liturgia son imbatibles ante cualquier argumento.
Por eso no es tan extraño que Joan Tardà, portavoz de ERC en el Congreso, arremetiera exaltado el miércoles contra la corrupción de España, olvidando que su partido gobierna con lo que ha quedado de otro, destruido por sus corruptelas.
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