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Cuando la Alhambra era una ruina

Justo hace un siglo el arquitecto Leopoldo Torres Balbás trazó un plan de restauración que devolvió la dignidad a la monumental ciudadela nazarí granadina

El Patio del Harén de la Alhambra de Granada, antes de la restauración de Leopoldo Torres Balbás.
El Patio del Harén de la Alhambra de Granada, antes de la restauración de Leopoldo Torres Balbás.Archivo del patronato de la Alhambra
Javier Arroyo

El 17 de abril de 1923 entraba en la Alhambra un arquitecto madrileño de 34 años, entonces solo un teórico de la restauración y con escasa formación en la cultura y el arte islámicos. Era Leopoldo Torres Balbás, que justo hace un siglo llegó a la ciudadela nazarí granadina para asumir el cargo de arquitecto-conservador, la máxima autoridad entonces al frente del espacio monumental. La Alhambra era una mezcla de ruina, espacios reconstruidos en épocas anteriores con un aire arabesco artificial que correspondía más a una versión idealizada de lo árabe que a la realidad del arte musulmán oriental propio de la Península. Era, en fin, un monumento en un equilibrio difícil a punto de caer del lado de la hecatombe. La llegada de Torres Balbás cambió ese destino con la implantación de un nuevo modelo de conservación y restauración sistemático, documentado y riguroso. Sin él, la Alhambra sería hoy otra o, también es muy posible, no sería.

La Alhambra entró en el siglo XX con muy mala salud. En aquel momento era un espacio expoliado y descuidado que compartían día a día visitantes y residentes que vivían tanto en áreas privadas como patrimoniales, así como comerciantes y también maleantes. Se mezclaba el patrimonio artístico con construcciones privadas, edificaciones originales con otras más o menos recientes y zonas más o menos cuidadas con algunas en estado lamentable. Era urgente un plan de acción “para evitar la ruina que por todas partes la amenaza”, según el preámbulo del Plan General de Conservación de la Alhambra, firmado en 1917 por el arquitecto Ricardo Velázquez Bosco y que en tres años debía devolver cierta coherencia y seguridad al espacio. Velázquez Bosco ya había escrito un par de años antes un informe en el que decía: “Es tal su estado de descomposición que es verdaderamente extraordinario que se conserve en pie lo que de ella resta (…) es deplorable que en análogo estado se hallen otras muchas partes de la Alhambra por el abandono”.

La conclusión de este arquitecto alcanzaba el dramatismo: “En todo aquello que el viajero visita todo tiene la apariencia de un perfecto estado de conservación y de solidez, lo que por desgracia no es, siendo solo un brillante ropaje que oculta el estado muy cercano a la ruina”. El objetivo era subsanar los peligros inminentes de modo urgente y luego iniciar un plan de restauración que diera dignidad al monumento. Pero el director del momento, Modesto Cendoya, obvió esa preocupación y ese plan de trabajo, con la correspondiente aceleración de la decadencia del monumento. En 1923 fue destituido y sustituido por Torres Balbás, que se mantuvo en el cargo hasta 1936. Según coinciden todos los especialistas, en ese momento cambió la suerte de la Alhambra. De hecho, Jesús Bermúdez, conservador del Patrimonio Histórico de la Alhambra, considera que “la Alhambra de hoy se entiende a partir de dos pilares: Mohamed V y su construcción del Palacio y Patio de Los Leones y el legado de Torres Balbás”.

Para Julián Esteban Chapapría, arquitecto y profesor de la Universidad de Valencia, la llegada del nuevo director “trajo consigo un modelo de conservación sistemático, con levantamiento de planos, redacción de proyectos, documentación fotográfica y materiales modernos. Lo más parecido a un método científico”. Esteban recuerda que “Torres Balbás era un teórico de la restauración, pero, realmente, no había llevado a cabo ninguna en la práctica”. Carlos Vílchez, historiador del arte y especialista en la obra Torres Balbás, comenta que “llegó a la Alhambra sin saber casi nada del arte islámico y en poco tiempo conformó la mejor literatura del momento sobre el tema”. Vílchez define a Torres Balbás como “un hombre progresista, liberal y moderno, formado en la Institución Libre de Enseñanza”. Un teórico hasta entonces obligado a enfrentarse en Granada a una realidad que no podía esperar.

Por ello, en mayo de aquel año, el nuevo director-conservador —un hombre “introvertido y reflexivo”, según han contado quienes le conocieron— puso en marcha las primeras actuaciones, dirigidas a evitar la destrucción: el Partal, el Patio del Harén, una nave del Patio de Comares y una antigua entrada a la casa Real fueron intervenidos de urgencia días después de su incorporación, poniéndose en marcha el plan de rescate que esperaba desde hacía seis años. Desde el principio mostró su nuevo modo de trabajo, escribiendo lo que él definió como un “detalladísimo diario de obras” y documentando fotográficamente los estados sucesivos de las reparaciones.

En sus 13 años de dirección, según Julián Esteban, llevó a cabo 26 restauraciones relevantes. Entre 1933 y el año siguiente acometió una de las más interesantes. Al Patio de los Leones le habían colocado años atrás una colorida cúpula. El director del momento y su arquitecto de confianza la habían construido en 1866 porque “la Alhambra le parecía poco oriental”, explica Vílchez. Torres Balbás eliminó esa cúpula e instaló un tejado a cuatro aguas, más acorde con la historia del espacio y que se mantiene hoy día.

Torres Balbás fue depurando sus ideas sobre restauración y conservación en Granada —conservar y mantener, nunca completar o rehacer porque sí— y acabó conformando la Alhambra como un todo, reafirmando la importancia del patrimonio verde —el anterior director se había aficionado a talar árboles y entendía la Alhambra como una ciudadela militar, explica Julián Esteban—, del agua y de los accesos. Entendió el monumento como un todo que había que ordenar y asegurar para los visitantes.

El restaurador Leopoldo Torres Balbás posa en la Alhambra, en una imagen sin fecha.
El restaurador Leopoldo Torres Balbás posa en la Alhambra, en una imagen sin fecha.archivo del patronato de la Alhambra

Parte de esa evolución, explica María del Mar Villafranca, historiadora del arte y directora del monumento durante 11 años, se debe a un viaje a Italia que había hecho en 1926. Allí pasó un mes que Villafranca ha estudiado en profundidad. “Era un hombre preocupado por lo que se hacía en Europa e interesado por relacionarse con los mejores especialistas del momento”, explica, y no perdió un minuto en ese mes. En Roma vivió de primera mano las transformaciones de la ciudad dirigidas por Gustavo Giovannoni que, entre otros métodos, supusieron la expropiación de muchas viviendas para dejar espacio al foro romano. Esa idea la trasladó a Granada “de un modo menos radical”, dice Villafranca, “pero realizó expropiaciones para dar más terreno a la Alhambra y, en algunos casos, para tirar edificios que estaban fuera de contexto”. En ese entorno tomó una decisión clara, dice, al primar el valor patrimonial frente al valor social de la Alhambra, asegura la historiadora.

En Roma confirmó y amplió su visión de la restauración y también lo vieron los demás. Generó su red de contactos en Europa y en 1931 fue uno de los cuatro representantes españoles en la Primera Conferencia Internacional de Arquitectos y Técnicos de Monumentos Históricos, celebrada en Atenas. Allí compartió ponencia con Giovannoni, un restaurador de gran renombre, y fue uno de los redactores de la llamada Carta de Atenas, el primer documento generado por especialistas para guiar y unificar criterios en la restauración y protección de espacios patrimoniales y monumentos.

Reconocido en el mundo, Torres Balbás fue destituido, sin embargo, de su cargo en la Alhambra y depurado por el franquismo por auxilio a la rebelión. Volvió de nuevo a la teoría y el mundo de la educación y, hasta su muerte en 1960, atropellado por una moto, nunca más volvió a la práctica de la restauración. Su actuación hace ahora un siglo dio vida y estableció un camino para una Alhambra que estaba totalmente desnortada a su llegada.

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