Los últimos días de Tarteso
El Museo Arqueológico Regional de Madrid inaugura la primera exposición sobre la cultura que ocupó 400 años el suroeste peninsular y se dejó morir
Los griegos pensaban que Tarteso ―una más que enigmática civilización del suroeste peninsular ibérico, que floreció en el siglo VIII a. C y que desapareció cuatro siglos después.― estaba ubicado en el “fin del mundo”. Los helenos convirtieron así esta tan lejana tierra en el escenario perfecto para situar algunos de sus más populares mitos, como el de Gerión, un monstruo de tres cabezas al que Hércules robó su ganado y al que luego le dio muerte. Una cultura que, desde mediados del siglo XIX, atrajo a los mejores arqueólogos del mundo, pero que sigue recubierta de enormes interrogantes a pesar del empleo de las más innovadoras tecnologías. Ni siquiera se conoce cómo se denominaban ellos mismos, porque Tarteso ―en 2011 un congreso internacional acordó unificar su nombre y abandonar el tradicional Tartessos empleado hasta entonces― fue una cultura espectacular, con una orfebrería en oro difícil de imaginar en calidad y peso, una arquitectura de grandes edificios, que dominaba la escritura y cuyas costumbres rituales siguen asombrando a los especialistas. El Museo Arqueológico Regional, en Alcalá de Henares (Madrid), se convirtió ayer en el primero que celebra una exposición específica (Los últimos días de Tarteso) sobre este pueblo, que fue el resultado de la fusión de indígenas peninsulares, culturas atlánticas y fenicios. Unos 400 años después de su nacimiento, Tarteso acordó, nadie sabe por qué, celebrar grandes banquetes rituales (hecatombes), prendió fuego a sus edificaciones, las derrumbó y las selló con arcilla. Simplemente, desapareció.
Todo comenzó cuando en el siglo IX a. C las primeras naves fenicias atracaron en las costas de Iberia para sondear las posibilidades que ofrecía un territorio rico en oro, plata, cobre y estaño. Los indígenas se mostraron interesados en comerciar con los recién llegados, ya que estos ofrecían innovadores productos, entre ellos hierro, animales como el asno y la gallina, el cultivo de la vid y el olivo, el bronce o el marfil.
“La explotación de la plata y el estaño fue, sin duda, la causa de la colonización de los fenicios”, explica Enrique Baquedano, director del museo alcalaíno y comisario de la exposición. “Con el paso del tiempo, el comercio se fue ampliando a productos como las salazones, el vino o el aceite, lo que permitió desarrollar infraestructuras portuarias”. Baquedano admite, no obstante, que se ignora aún mucho de esta cultura: “Hay opiniones de todo tipo, por lo que nos hemos atrevido a lanzar una hipótesis: Tarteso vivió dos ciclos. El primero se desarrolló en torno al Guadalquivir, y un segundo, a partir del VI a. C., en el Guadiana”.
Las piezas proceden del Instituto Valencia de Don Juan, los museos Arqueológico Nacional, Provincial de Badajoz, Cáceres, Cádiz, Huelva, de la Ciudad de Carmona, Santa Cruz y Nacional de Arqueología (Lisboa). De hecho, la abundancia y calidad de las obras exhibidas permitió ayer a la consejera de Cultura, Turismo y Deporte, Marta Rivera de la Cruz, asegurar que “el Museo Arqueológico Regional sigue demostrando que es una referencia nacional en términos científicos y de divulgación de nuestro pasado”.
Según los griegos, el nombre de Tarteso se podía asociar a un río, a una montaña, a un territorio o a una ciudad, por lo que a mediados del siglo pasado se inició una loca carrera arqueológica parar encontrar su mítica capital, que se buscó en Jerez, Huelva, Sevilla, Cádiz o en el parque de Doñana. Sin éxito. Esa búsqueda permitió, no obstante, descubrir importantísimos yacimientos por todo el suroeste. La conclusión de los expertos, tras décadas de investigaciones, es que Tarteso “estaba formado por comunidades independientes, pero interrelacionadas, y cada una tenía un núcleo urbano donde residía el rey o basileo”. El más famoso, por ser nombrado por Heródoto, fue Argantonio, que se dice que vivió cien años.
La crisis de Tarteso hacia mediados del siglo VI a. C. sirvió para potenciar el poblamiento de la zona del Guadiana, donde se produjo un importante aumento demográfico y un inusitado desarrollo tecnológico que se manifestó en la especial exuberancia y la calidad de su arquitectura y en la riqueza de los ajuares. Sin embargo, los primeros objetos de oro macizo decorados con incisiones geométricas fueron remplazados pronto por una orfebrería más liviana, en la que destacaban los granulados y las filigranas. Igualmente, se desarrolló una alfarería delicada, el grabado en placas, la fabricación de peines de marfil, braseros, quemaperfumes, bandejas, estatuillas de bronce...
El ritual de la muerte es bastante conocido por la excavación de las necrópolis que se han investigado en los últimos años. Los enterramientos se realizaban tras la cremación del cadáver en fosas denominadas ustrina, de donde se recuperaban los huesos limpios para luego depositarlos en urnas tapadas. Posteriormente, se colocaban en un hoyo. Su religión tenía raíces de carácter orientalizante, por influencia fenicia, por lo que asumieron a sus dioses Baal, Astarté y Melkart, que contaban con sus propios santuarios, con forma de piel de bóvido.
Zócalos de piedra y tejados de madera
Si bien las viviendas no se han conservado, no pasa lo mismo con los grandes edificios públicos. Poseían potentes zócalos de piedra para soportar muros y paredes de adobe. La techumbre era de vigas de madera y ramaje, mientras que las paredes lucían encaladas con suelos de arcillas rojas.
A finales del siglo V a. C., por razones que se desconocen, la cultura tartésica llegó a su fin. Todos los edificios del área del Guadiana fueron destruidos siguiendo un complejo ritual que consistió en la celebración de un gran banquete comunal, seguido del sacrificio masivo de animales, entre los que destacaban los équidos. Un incendio intencionado y la ocultación de las edificaciones bajo una capa de arcilla han permitido que hayan llegado a la actualidad en un magnífico estado de conservación. Los 250 sorprendentes objetos de la exposición de Alcalá ―transportados a Madrid entre fortísimas medidas de seguridad y que permanecerán hasta el 27 de septiembre― y una recreación a escala 1:1 del salón de sacrificios del Turuñuelo son la prueba más palpable de la cultura que se dejó morir y nadie sabe por qué.
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