Motilla del Azuer, un misterio de hace 4.000 años
Los arqueólogos excavan por primera vez una de las viviendas que rodean esta fortificación de la Edad del Bronce levantada en Daimiel y que el cineasta James Cameron relacionó erróneamente con la Atlántida
En mitad de unos impecables campos cultivados con tiralíneas, en Daimiel (Ciudad Real) se alza lo que el cineasta canadiense James Cameron calificó como “la puerta de entrada a la Atlántida” en un reportaje que dirigió para National Geographic en 2017. Nadie entiende por qué el director de películas como Titanic, Terminator o Avatar confundió un espacio fortificado de altos muros, un laberinto pétreo y un gigantesco pozo de la Edad del Bronce (3000 a 1200 a. C.) con la mítica ciudad perdida de la que habló Platón. Ahora, el proyecto Excavación norte de la Motilla del Azuer ha desenterrado más secretos del que está considerado uno de los yacimientos más enigmáticos de Europa. Por primera vez en décadas, se ha excavado una de las viviendas que rodeaban la zona fortificada. Puñales, cerámica o dientes de hoz de hace más de 4.000 años han vuelto a la luz tras quedar sepultados bajo toneladas de tierra con el paso de los milenios.
En Ciudad Real denominan motillas a unas elevaciones artificiales, creadas entre los años 2200 y 1300 a. C., que se alzan en un espacio completamente llano. En la actualidad hay identificadas 46, pero se conocen muy pocas sin prácticamente alteraciones de posteriores culturas, entre ellas, la más importante, la del Azuer. Ocupa una hectárea y se asemeja, en la lejanía, a un castillo medieval, con una imponente torre que supera los 11 metros de altura. Está formada por un laberinto de muros de piedra calcárea que protegían sus dos grandes tesoros: los silos para los cereales y las legumbres ―se han hallado una decena con una capacidad media de seis metros cúbicos cada uno― y un gigantesco pozo de forma trapezoidal de casi 20 metros de profundidad, catalogado como el más antiguo de la Península y posiblemente de Europa. En los años lluviosos, esta inmensa excavación se llena en su totalidad. Los potentes muros de la construcción resisten ―cuatro milenios después― la gigantesca presión de millones de litros de agua.
David Rodríguez, profesor de Prehistoria de la Universidad de Castilla-La Mancha y director de las investigaciones, explica que la “Edad del Bronce fue un periodo muy convulso con sequías muy intensas, quizá no pertinaces, pero fueron siglos muy duros”. Esta falta de recursos hídricos obligó a buscar agua a los pobladores de lo que hoy es aproximadamente la provincia de Ciudad Real y parte de las limítrofes. “Perforaron lo que se conoce como Acuífero 23 y lo defendieron con este tipo de construcciones de posibles ataques de sus vecinos [otras motillas cercanas y distantes entre 5 y 15 kilómetros]”.
La campaña de excavación de este año se ha centrado en una de las viviendas adyacentes a la fortificación. Se ha abierto una de las casas por primera vez desde que se iniciaron las investigaciones en 1974, en un área de aproximadamente 30 metros cuadrados. Se trata, según los expertos, de edificaciones de planta oval o rectangular que se alejaban hasta un radio de 50 metros del centro del castillo. En el poblado vivían poco más de un centenar de individuos. Miguel Torres, arqueólogo municipal de Daimiel, explica: “Esta cultura, a diferencia de otras coetáneas en Europa, no enterraba a sus muertos fuera de las ciudades, sino que los inhumaba en el interior de las viviendas en unas fosas simples en posición decúbito lateral flexionada. Los niños, en cambio, se enterraban en el interior de vasijas. Los hombres eran inhumados mirando a la izquierda, y las mujeres a la derecha”.
Un museo para comprender
El Museo Comarcal de Daimiel no es muy amplio, sin embargo resulta tremendamente interesante, dado que cuenta con una colección que abarca desde el cuarto milenio antes de Cristo hasta el siglo XX. Está ubicado en el centro de la localidad en un edificio rehabilitado en 2006 y que se ajusta a la tipología de la arquitectura tradicional de la zona.
Desde esta institución parten obligatoriamente las visitas a la Motilla del Azuer. Los interesados primero reciben una información básica para que puedan entender lo que van a ver —hay objetos originales y reproducciones de lo hallado en el yacimiento espectaculares— y posteriormente son trasladados en autobuses hasta la construcción, distante unos 15 minutos del casco urbano. La carretera de acceso carece de cualquier señalización que indique dónde se halla el poblado. “Es un debate que tenemos”, admite el arqueólogo municipal, Miguel Torres. El Ayuntamiento invierte casi 100.000 euros en su conservación. Intentar visitar la motilla sin reserva es completamente inútil. Es demasiado valiosa, como las lagunas.
Todo el conjunto estaba rodeado hace cuatro milenios de densos bosques de encinas, quejigos, robles y alcornoques, entre cuyas masas se intercalaban campos de cultivo o espacios abiertos. Entre las masas arbóreas vivían ciervos, jabalíes y liebres, pero también linces, gatos monteses o zorros. Rodríguez incide en que a pesar de la abundante caza y de la ganadería que dominaban, “estos pobladores se alimentaban fundamentalmente de cereales y legumbres”. “La carne era un recurso de último uso en el caso de que la agricultura no fuese suficiente. Algo parecido a lo que pasa hoy en día en el África subsahariana. Por eso, la importancia que le daban a los silos y su defensa en el interior de la fortaleza”, añade el director de las excavaciones, donde este año se han encontrado numerosos dientes de hoz, una especie de cuchillas triangulares de piedra estriadas y que se unían a un mango u hoz para facilitar el cortado del cereal.
Rodríguez cree que dada “la gran inversión de esfuerzos que implicó la construcción de estas estructuras, que excedían las necesidades vitales básicas de la comunidad, se puede plantear la existencia de un sistema político con jerarquización social”.
Los expertos desconocen por qué fueron abandonadas estas construcciones urbanas en mitad de la planicie manchega. Sospechan que sus moradores las dejaron para establecerse en zonas mejor comunicadas, y no porque la Atlántida hubiese desaparecido, como decía Cameron. “La verdad es que el reportaje no era nada científico, pero sirvió como revulsivo turístico hace cuatro años. Ahora, en cambio, y gracias a los últimos hallazgos, es más fácil acercarse a la verdad, que es igual o más interesante”, concluye Rodríguez.
Una guerra que duró 600 años
Durante la llamada Edad del Bronce Manchega (2200 al 1300 a. C) se declaró una gigantesca sequía que duró 600 años y que provocó un periodo de lucha por el agua entre pueblos vecinos. Los diversos asentamientos establecidos en la llanura se vieron, de esta manera, arrastrados a la guerra para dominar este elemento fundamental en sus economías agropecuarias.
Para defenderse de los ataques enemigos, los habitantes eligieron tres tipos de asentamientos. En las morras, poblaciones erigidas en lugares escarpados donde la propia orografía los protegía; los conocidos como asentamientos en altura –sobre cerros u oteros- y en las motillas, levantadas estas en las llanuras, pero auténticos baluartes fortificados de piedra caliza desde donde se dominaba el horizonte. Estas últimas, como la del Azuer, son fortalezas circulares de hasta 50 metros de diámetro, defendidas por una muralla, un dédalo de pasillos concéntricos donde se repelía el ataque enemigo si este había conseguido atravesar los muros exteriores, una gran torre central, el pozo y los silos. Las motillas se construían casi siempre en las vegas de los ríos, en zonas especialmente llanas y próximas a humedales. Muchas fueron destruidas, con el paso de los siglos, al roturar los campos, trazar canalizaciones o caminos o, simplemente, por el crecimiento urbanístico de las poblaciones a las que dieron origen, como es el caso del municipio de Daimiel, donde se han documentado hasta ocho, una dentro del Parque Nacional de Las Tablas, y llamada de Las Cañas.
El agua así se convirtió en un elemento esencial de supervivencia para esta cultura que, a su vez, provocó un marcado periodo de cambios y de mejoras tecnológicas, en lo que podría considerarse “un sistema de adaptación del hombre del Bronce al uso de los recursos hídricos del subsuelo”, afirman los arqueólogos. Si no había agua, habría que buscarla a cualquier precio.
Así nace el que está considerado el pozo más antiguo de la Península, en el interior de la Motilla del Azuer, que sus pobladores tardarán en terminar siglos. Conforme la sequía arreciaba, sus habitantes descendían más y más en busca del agua de los acuíferos manchegos, hasta llegar a los 14 metros de profundidad.
Pero mantener este pozo, aparte del esfuerzo tecnológico, acarreó la necesidad de levantar las citadas enormes defensas para la infraestructura hidráulica, que tuvo que ser construida sin interferir en las venas o veneros que la abastecían.
En el invierno de 2013, el último de abundantes lluvias en Castilla-La Mancha, el pozo de la Motilla del Azuer volvió a rebosar. Toneladas de agua volvieron hasta el borde de su inmenso brocal, pintando de azul el centro de la estructura pétrea. Una enorme foto en el centro de interpretación que existe junto al yacimiento es la prueba de que el pozo sigue vivo 4.000 años después de que se declarase una pertinaz sequía nunca conocida.
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