Muere el artista Chema Cobo, ‘joker’ solitario de la pintura española
El pintor tarifeño creó un particular universo plástico que cuestionaba la representación de la realidad con escepticismo y sarcasmo
Se marcha Chema Cobo (Tarifa, 1952–Alhaurín El Grande, Málaga, 2023) acompañado de sus bufones y jokers, loros, camaleones y conejos; dados, mapamundis, escaleras y piscinas. Ventrílocuos y espejos. Lo acompañan sus maestros, Lewis Carroll y Jeremy Bentham, sus emocionantes disparates soñados y los muñecos burlones del ilusionista que cuestiona, sin reservas, la propia representación de la realidad. Así es, así fue, el particularísimo universo plástico de Chema Cobo, el pintor andaluz que nació y convivió en la ciudad del viento con Guillermo Pérez Villalta y, en esa paradoja del destino, fundó junto con muchos otros nombres andaluces lo que acabó llamándose Nueva Figuración Madrileña, un grupo de creadores plásticos que supieron emparentar con la Movida y espolearon el muermo de los museos en la España de la Transición.
“En mi generación hacíamos una defensa de la pintura que cada uno enarbolaba de una forma y dirigía hacia derroteros propios. Pero, sobre todo, lo que había era un reto a la autoridad, es decir, lo común en mi generación no fue sólo una apuesta por la pintura, sino que fue la desobediencia. Fuimos una generación que salimos de una dictadura, y lo que cuestionamos continuamente, o por lo menos lo cuestionamos en aquel momento, era la autoridad”, explicaba en el catálogo de su exposición Joking holes (Cádiz, 2015).
Después de unos meses de enfermedad, el pintor tarifeño, afincado desde hace décadas en su retiro campestre de Alhaurín El Grande, ha fallecido este jueves a los 71 años, dejando tras de sí una de las obras más interesantes del panorama pictórico español contemporáneo, singular por su escepticismo, sarcasmo gaditano y una profundísima carga intelectual que queda depositada, como un sedimento ya calcáreo, en su pintura. Solo hay que pararse a leer los títulos de sus cuadros, siempre cercanos a los aforismos, desde donde disparaba su pensamiento crítico.
En realidad, a Chema Cobo se le disfrutaba tanto en la contemplación de sus obras como en la conversación. Eran sus charlas en la cocina de su casa de Alhaurín —con su esposa, Rosa, siempre al lado, apuntalando las ideas— todo un ejemplo de lo que él definía como “ironía socrática”, es decir, pensamiento, humor y un descreimiento cada vez más acusado. “Parto de un escepticismo casi estoico y el humor me resulta un arma muy útil, que era propia de los filósofos desde el principio de la historia del pensamiento. El humor provoca asombro, hace mirar las cosas desde la perspectiva desde donde nadie quiere mirarlas porque provoca un fenómeno que me interesa muchísimo: establece el signo de la cosa y no se ve la cosa en sí”.
Así fue también su obra, tan colorista a veces como arrasada por cegadores blancos en otras ocasiones, que está presente en colecciones de instituciones internacionales como el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, la Colección Los Bragales de Santander, el Kunstmuseum de Berna (Suiza), el Metropolitan Museum of Art (MoMA) de Nueva York, el Museum of Contemporary Art de Chicago y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, en Madrid, entre muchos otros. Fue miembro del PS1 de Nueva York, apéndice del MoMA; trabajó como profesor invitado en la NY Art School, en la Northwestern University de Chicago y en la School of Art of the Art Institute of Chicago. En 1994 recibió el Premio Andaluz de las Artes Plásticas.
Artista global que vivió y pintó en Cádiz, Sevilla, Madrid, Nueva York, Chicago, Bruselas y Roma, Cobo comenzó su andadura profesional en 1975, con una primera exposición individual en la Galería Buades de Madrid. Tras sus comienzos en la Nueva Figuración Madrileña conectó, pronto, con movimientos internacionales, como el neoexpresionismo y la transvanguardia. Pero ya partir de la década de los noventa, Cobo entendió que su condición, la que ha cultivado hasta última hora, era la de un disidente que debía viajar libre por los territorios más sólidos de la estética contemporánea, aunque, eso sí, sin renunciar a un equipaje que siempre le ha entroncado con la más honda tradición pictórica andaluza —extrañamente unida a su obsesión por la cultura anglosajona—, para alcanzar el espacio de privilegio en la plástica contemporánea desde donde se despidió hoy.
De hecho, su condición limítrofe, como hijo del Estrecho, determinó sus cimientos pictóricos de manera irrevocable, y así lo seguimos viendo en la representación de esos espacios deliberadamente híbridos, fronterizos, ambivalentes, capaces de captar la ambigüedad de lo real y que han llevado siempre a la crítica a definir a Chema Cobo como un pintor inclasificable. “Si lo pienso, creo que siempre he tenido conciencia de ser fronterizo. Me gustan los bordes, los filos, ese sitio que no es ni África ni Europa... Yo recuerdo la gran sorpresa con la que descubrí de niño que lo que yo veía en el mapa y me decían que era África, lo tenía enfrente. Debía tener 9 o 10 años. También África en mi infancia era un sitio que de vez en cuando se veía y de vez en cuando desaparecía; y quien conoce el Estrecho es consciente de que de vez en cuando hay una bruma, unas nubes espesas que hace que desaparezca; y, en cambio, otras veces aparece como imponiéndose muchísimo. Y esa sensación de no ser de ninguna parte me ha guiado”, le gustaba explicar. Desde ahora, esa condición se perpetúa en sus obras, las que cuelgan de museos de todo el mundo y las muchas que, este pintor que solo sabía pintar, ha dejado por terminar.
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