Solo o sólo: la tilde fálica
En cuestiones de lengua es mejor seguir a los lingüistas que a los escritores. Siempre sabe más un experto que un aficionado


Imaginemos la escena en First Dates. El escritor le pregunta a la lingüista: “¿Sabes cómo se ponen las tildes en castellano?”. La lingüista: “Depende de si la palabra es aguda, llana o esdrújula”. Él: “¡Muy bien!”. Ella: “¿Cómo que muy bien? ¡Me he sacado una carrera!”. Él: “No hace falta sacarse una carrera. Con estar en el mundo de la novela se aprenden esas cosas”.
El hipotético novelista tendría razón: no hace falta estudiar filología para saber colocar las tildes (ni saber colocarlas para escribir novelas). Otra cosa es saber explicar por qué empezaron o dejaron de colocarse así. La ortografía ―la vieja orthographia― es la cuadratura del círculo entre uso y etimología. Como la lengua oral confía en el contexto y no distingue entre solo y sólo, lo más cabal es dejar las reglas de escritura en manos de los expertos: las clases de lengua del instituto en manos de los filólogos ―aunque el de matemáticas escriba poesía― y en los lingüistas de la Real Academia la última palabra sobre ortografía.
Afirmar que el acento gráfico del solo fue “secuestrado” hace 13 años por los lexicógrafos se parece a decir que los médicos secuestran la medicina porque no nos recetan lo que queremos. Como apuntaba Antonio Machado por boca de Juan de Mairena, “hemos aprendido mal muchas cosas que los maestros nos hubieran enseñado bien. Desconfiad de los autodidactos, sobre todo cuando se jactan de ello”.
García Márquez propuso en el primer Congreso de la Lengua “enterrar las haches rupestres, firmar un tratado sin límites entre la ge y la jota y poner más uso de razón en los acentos escritos”
Los escritores están llenos de manías a las que llamamos estilo. Por eso hacen bien en cultivarlas. Otra cosa es convertirlas en norma. Juan Ramón Jiménez escribía con jota todo sonido jota (“antolojía”) y Agustín García Calvo hacía lo propio con “esperiencia” porque, sostenía, solo los “locutores crédulos” que imitan la escritura al hablar pronuncian “eksperiencia” para subrayar la equis. En 12 días se celebrará en Cádiz el IX Congreso de la Lengua. En el primero, celebrado en Zacatecas en 1997, García Márquez pidió “enterrar las haches rupestres, firmar un tratado sin límites entre la ge y la jota y poner más uso de razón en los acentos escritos (…) Simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros”. Diez años más tarde, la RAE publicó una edición de Cien años de soledad y el Nobel colombiano dio por buena la revisión de la docta casa.
Los filólogos saben que lo normal en lengua es lo que uno aprendió de su madre y de sus maestras. Por eso analizan la tilde desde la coherencia científica (sin sentimentalismo y hasta donde la lingüística es una ciencia). Para los escritores, entre tanto, es un asunto personal teñido de voluntad de poder (hacer obligatorio lo que no esté prohibido). Por eso plantean el debate en términos de guerra cultural. De la “tilde sentimental” (Álex Grijelmo) hemos pasado a la “ortografía moral” (Ignacio Camacho). Estamos a un jueves de la tilde fálica modelo First Dates. Lo paradójico es que los adalides de la autodeterminación acentual afirman combatir con ella la tentación acomodaticia del igualitarismo posmoderno. Es justo lo contrario: se empieza discutiendo a los expertos y se termina cuestionando a los profesores. Viva Mayo del 68.
Además, la invocación de los literatos a su supuesta autoridad olvida que del Diccionario de Autoridades nos separan 300 años. Mucho ha llovido en la Filología. Para Theodor Mommsen, historiador de la Roma antigua, la autoridad es más que una opinión y menos que una orden. Una cosa es autoridad y otra, poder. No falla: cuanto menos se tiene de la primera, más se exhibe el segundo.
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