Sólo o solo, con cebolla o sin cebolla
Los razonamientos técnicos contrastan con unos argumentos sentimentales que no conviene desdeñar
Toda reforma ortográfica, por leve que parezca, desata pasiones; en cualquier idioma.
Las autoridades educativas de Alemania, Austria, Suiza y Liechtenstein acordaron en 1996 unas ligeras modificaciones en la lengua germana, que habrían de impartirse en las escuelas: se permitía ya dividir palabras compuestas y se retocaban los criterios sobre la letra Eszett (ß).
Pero un sencillo maestro muniqués, Friedrich Denk, logró la firma de 100 destacados escritores (entre ellos Günter Grass y Hans Magnus Enzensberger) que se negarían a aplicarla y a que se modificasen sus textos, antiguos o nuevos. Además, un desconocido padre de Hesse logró que un tribunal suspendiera la reforma y vetara su enseñanza. Sin embargo, al día siguiente una madre de Turingia sufrió la suerte opuesta en un tribunal de Weimar. Y otras decisiones en otros tantos tribunales dieron un resultado provisional de empate a cuatro. Alemania quedaba dividida de nuevo, esta vez por un muro de signos ortográficos.
El Constitucional aceptó en 1998 la legalidad de la reforma, pero eso no acabó con el desacuerdo. Todavía hoy se escriben periódicos y libros conforme a las dos respectivas tendencias en disputa. Y en Suiza, el Neue Zürcher Zeitung, el diario más influyente en este asunto gracias a sus sólidos criterios lingüísticos, usa una ortografía propia que se aparta de las normas oficiales; mientras que en los más importantes periódicos austriacos se dan también divergencias.
En Francia desencadenó la controversia una reforma aprobada en 1990 por el Consejo Superior de la Lengua Francesa y por la Academia. Se trataba apenas de la sustitución de ph por f y de retocar las normas sobre los guiones y el acento circunflejo, ese sombrerito que suele delatar la pérdida de una ese como pasa en fenêtre (fenestre, ventana) o île (isle, isla).
La prensa se dividió, y también los impresores frente a los editores, los correctores contra los maestros… Y eso que el debate se ciñó ¡a un solo país!… Finalmente, la Academia adoptó una solución salomónica: apoyaba la nueva ortografía, pero recomendaba al Gobierno no aplicarla imperativamente en las escuelas sino someterla “a la prueba del tiempo”.
Frente a esos ejemplos, se queda en un juego de guardería la actual polémica hispana sobre las tildes en el adverbio “sólo” y en los pronombres demostrativos (“éste señaló”, “aquélla no vino”…) para diferenciarlos de los adjetivos (“estoy muy solo”, “aquella puerta”), reavivada el jueves por un retoque formal en la norma.
La prensa en español adoptó muy mayoritariamente las recomendaciones de las academias de 2010 (en el caso de EL PAÍS, dejando libertad a los autores en los artículos de opinión). Pero muchos escritores (con respetados académicos a la cabeza) mantuvieron en sus libros la norma anterior.
Los argumentos de quienes se oponen a la supresión de esas tildes sostienen que sirven para resolver las ambigüedades. Sobre todo cuando los contextos son débiles, como sucede en los titulares periodísticos y en la publicidad.
Un redactor puede titular:
“Van Avermaet gana solo si el segundo es Sagan” (EL PAÍS, 18 de julio de 2015. Sección de Deportes).
El autor habrá pensado en el adverbio: Van Avermaet solamente gana cuando el segundo es Sagan (se da esa casualidad); pero quizás no percibió el doble sentido que sí puede ver el lector: ¿el ciclista gana solamente cuando disputa el final a Sagan, o gana siempre en solitario cuando el siguiente es Sagan?
El suplemento Negocios hablaba este domingo sobre la empresa denominada Solo de Croquetas (página 20). ¿Estamos aquí ante un adverbio o ante un adjetivo? En este caso viene a ser lo mismo: ahí no ofrecen nada más que croquetas.
Una tercera perspectiva argumental se refiere a la economía en el gasto de procesamiento para el lector y el escritor. Según esa tesis, se requiere menor esfuerzo cognitivo con la norma antigua, porque resulta más fácil colocar mecánicamente las tildes en el adverbio y los pronombres que pararse a pensar si en la oración que se acaba de escribir cabe ambigüedad o no, para lo cual hace falta repasarla.
La norma académica señala que “se podrá prescindir de la tilde en estas formas incluso en casos de doble interpretación”; redacción modificada ahora de este modo (según deduzco de lo publicado en los medios): “Se podrá prescindir de la tilde incluso si a juicio de quien escribe se percibe doble interpretación”. Lo cual permite que no se tilden nunca el adverbio “solo” ni los pronombres demostrativos. Pero también lo contrario.
Los argumentos técnicos y filológicos de Salvador Gutiérrez Ordóñez, responsable de la Nueva Ortografía (2010), aprobada por todas las academias del español, son impecables: principalmente, señala que no hay diferencia en la pronunciación entre “sólo” y “solo”, frente a lo que sucede con otras tildes diacríticas como las de “te” y “té” (“te serví” y “té serví”); y que si se pretende resolver las ambigüedades por métodos ortográficos, habría que repartir tildes a diestro y siniestro. Por ejemplo, en “vino de la Ribera” ¿entendemos el verbo “ir” o el sustantivo “vino”? ¿Y qué pasa si decimos “el vino vino de la Ribera”? Los ínfimos casos de ambigüedad (también con los demostrativos) no justificarían ese despliegue de tildes destinado a distinguir todos los significantes iguales con significados distintos.
En muchos casos, no obstante, el debate incluye una fuerte carga sentimental, que no conviene desdeñar. Y desde luego, Gutiérrez Ordóñez no lo hace. Tras aprobarse la Nueva Ortografía de 2010, aclaraba en un artículo: “Cualquier cambio ortográfico es percibido como una agresión que afecta al hábito mismo de escribir. Provoca reacciones y debates que, una vez enfriados los ánimos, son siempre positivos”.
En efecto, esta tilde ha caminado con generaciones enteras de españoles, y habrá quien sienta que suprimirla constituye una traición al esmero y al cariño de su maestra de escuela. Además, ese adverbio y esos pronombres permanecen acentuados en millones de libros que guardan aún el tacto de la memoria.
Estas disputas nos apasionan a los españoles (tal vez en mayor medida que a nuestros hermanos de América). Ahí está nuestra tradición de Frascuelo o Lagartijo, Joselito o Belmonte, Isabel Pantoja o Rocío Jurado, con cebolla o sin cebolla, puristas o todovalistas, duplicadores o genéricos, la España vacía o la España vaciada… A todo lo cual se suman ahora el solotildismo y el antisolotildismo.
Los taurinos enfrentados compartían su afición por la lidia. Y los dos bandos de las tonadilleras viven en común su devoción por la copla; igual que los cebollistas y los anticebollistas se pueden poner de acuerdo acerca del huevo y la patata. Podríamos alegrarnos, pues, por esta pasión común sobre la ortografía.
Las dos posiciones enfrentadas ante tan simpática tilde aportan argumentos válidos. Por tanto, quizás sea una buena decisión dejar que la paciencia decida. (Lo que equivale a que se deje la norma como está ahora). Igual que se puede escribir “quizá” y “quizás”, o “cardiaco” y “cardíaco”, “ucranio” y “ucraniano”, “luso” y “lusitano”… tal vez podamos defender que cada cual elija en función de su propio gusto (es decir, de su propio estilo), sin enfados, sin bandos, sin descalificaciones ni mal rollo.
Y ya el tiempo dirá.
Porque al final, de todas formas va a suceder lo que explicaba el escritor y académico Francisco Ayala en Cambio 16 el 28 de enero de 1991: “Las reformas ortográficas se pueden hacer desde la Administración, desde la Academia o desde cualquier otra institución. Da igual. Luego, la gente pone las faltas de ortografía que quiere”.
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