Todas estas fotos de David Bowie casi acaban en el fuego
El cantante gestó la portada de ‘Aladdin Sane’ y otros momentos icónicos de los setenta junto al fotógrafo Brian Duffy, que intentó quemar toda su producción. Hoy, su legado conjunto ve la luz en una exposición en Madrid
Al comprobar el impacto que tuvo la actuación de David Bowie (en la piel de Ziggy Stardust) en 1972 en el programa Top Of The Pops de la BBC, su manager, Tony Defries, supo que tenía una superestrella en ciernes. Había que convencer también a la discográfica RCA. Consultó a su amigo Brian Duffy, al que había encargado unas fotillos del jovencísmo David Bowie con el look galáctico de aquella aparición televisiva. Si la portada de su siguiente disco costaba 50 libras, no le harían ni caso; pero si les decía que había que invertir 5.000, prestarían atención. “¿Cómo la hacemos cara?”, le preguntó. Duffy, que acababa de elevar las cotas de fetichismo (y de presupuesto) para su segundo calendario Pirelli junto al provocador Allen Jones, le respondió: “Para engordar la factura, tienes que hacer tres cosas: una transferencia de color a papel [la misma técnica que se utilizaba para las películas en Technicolor], encargar una plancha impresa en siete colores en Suiza en lugar de en cuatricomía y contratarme a mí para el diseño y foto”. Y cerraron el trato. La cubierta de Aladdin Sane (1973), la del rayo cruzando la cara del cantante, que cumple estos días su 50 aniversario, se considera desde entonces la Mona Lisa del pop.
A partir de mañana, y hasta el 25 de junio, se pueden ver en el Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid (COAM) la cámara Hasselblad con la que se sacó esa foto, la transferencia de color original de la que han salido infinitas réplicas, las pruebas de imprenta a color o las diferentes tomas que se hicieron para dar con la icónica de los ojos cerrados. Forman parte de los más de 160 objetos originales de la colección del Duffy Archive incluidos en la exposición inmersiva Bowie taken by Duffy, la más ambiciosa y completa hasta la fecha con el archivo del fotógrafo inglés, cuyo estreno mundial acontece en Madrid.
Duffy, que con su estilo callejero y rebelde definió la estética del Swinging London sesentero junto a David Bailey y Terence Donovan (”el trío terrible”, los llamaba Cecil Beaton), ofició cinco sesiones icónicas de Bowie en su década prodigiosa, entre 1972 y 1980, año en que Duffy se quemó con su profesión. Literalmente. Como él mismo recordaba en una de sus últimas entrevistas: “Una mañana llegué al estudio y uno de mis asistentes me dijo: ‘No queda papel higiénico’. Me di cuenta de que no solo era el presidente, CEO y principal accionista de mi propio negocio, también me tenía que encargar del papel higiénico”. Despidió a todo el mundo, sacó un bidón al patio trasero y se puso a quemar todo: negativos, contactos, copias… El espeso humo negro atrajo a las autoridades, que frenaron parcialmente la catástrofe, como nos recuerda hoy su hijo, Chris Duffy (Inglaterra, 67 años). “Por fortuna, se salvaron el original y las copias vintage de Aladdin Sane, pero tampoco sabemos con exactitud cuánto material de Bowie se perdió. Su trabajo con los Beatles o John Lennon, que era amigo y venía a menudo a cenar a casa, por ejemplo, quedó destruido. Tan solo conservamos un par de sesiones con Lennon”.
Duffy desapareció del radar. Se centró en filmar anuncios televisivos, producir alguna película y recuperar su pasión por la restauración de muebles; no volvió a coger una cámara de fotos. Los aficionados pueden ver en la exhibición del COAM la Hasselblad 6x6 con la que captó al camaleón del pop para Aladdin Sane y Scary Monsters (1980); la Olympus OM2, la Horizont rusa y la Cannon Dial de medio formato con las que le acompañó al desierto de Nuevo México en el rodaje de El hombre que cayó a la Tierra (1976), y la Polaroid SX70 junto a las polas de la sesión de Lodger (1979).
Tras aquel día de furia quedaron varias cajas de zapatos con negativos desordenados, contactos y papeles cogiendo polvo bajo una escalera. Hasta que en 2007, tras diagnosticársele a Duffy una enfermedad degenerativa pulmonar que acabaría con su vida en 2010, permitió al primogénito de la familia poner orden. Así nació el Duffy Archive. Desde que la galería londinense Chris Beetles recogiera por primera vez algunos de estos originales en 2009, se han incluido piezas del archivo en diferentes muestras, incluida la itinerante David Bowie is del Victoria & Albert, que sumó más de dos millones de espectadores y donde se desveló por primera vez ante el mundo esa toma alternativa con la mirada asimétrica de Aladdin Sane fija en el objetivo que también encontramos en el COAM impresa en panel de aluminio ChromaLuxe. Ninguna ha sido tan extensa y con tantos materiales recuperados como esta. Junto con carteles, bocetos, notas, dibujos, portadas de revistas... la experiencia incluye entrevistas en vídeo inéditas con algunos estrechos colaboradores de Bowie en la época, como el pianista Mike Garson, Woody Woodmansey (batería de los Spiders from Mars), el guitarrista Carlos Alomar, la peluquera Suzi Ronson (responsable del peinado de Ziggy Stardust), el fotógrafo Geoff MacCormack y el artista plástico Derek Boshier. También recuerdos más cercanos al propio Bowie, como tiras de contactos de una jovencísima Angie Bowie, su primera esposa. O el dibujo para un álbum en directo de su primer concierto en Los Ángeles que nunca se llegó a publicar realizado por su amigo de la infancia George Underwood, responsable de dilatarle de un puñetazo la pupila de un ojo de por vida en una pelea de niños por una chica. Todo aderezado con textos del que fuera periodista del New Musical Express en la época Paul Morley.
Chris acompañó a su padre en sus años dorados junto a Bowie. Creció viendo a la celebridad bajar de la limusina en la puerta de su casa para quedarse hasta altas horas. Tras arrancar por su cuenta a los 17 años aprendiendo en un laboratorio fotográfico, convenció a Duffy para que le dejara empezar en su estudio desde abajo, como chico de los cafés. Ahí vio nacer a Aladdin Sane, una relajada tarde de sábado, en una sesión muy desnuda, sin atrezzo ni vestuario, para la que apenas se tiraron dos carretes. “Mi padre le preguntó cómo se titulaba el disco, y Bowie le dijo ‘A lad insane’ (Un chico loco), y mi padre lo apuntó mal [la nota está en la expo]. A Bowie le encantó. David era muy fan de Elvis Presley, habían nacido el mismo día, y quería incluir un rayo como el que Elvis tenía en la cola de su avión privado y en un anillo con las siglas TCB [Taking Care of Business]”. La idea final para plasmar ese rayo, que iba a ser un pequeño detalle, salió de una arrocera eléctrica de Panasonic que le había regalado su madre al fotógrafo y tenía en la cocina del estudio. Su logo era un flash luminoso rojo y azul. El propio Duffy, que había estudiado arte en Saint Martins, le atravesó la cara con pintalabios. El maquillador Pierre Laroche (que acabaría concibiendo dos años después el maquillaje de la película The Rocky Horror Picture Show) lo perfiló y el artista Philip Castle (autor del diseño del cartel original de La naranja mecánica) lo remató con aerógrafo añadiendo la gota daliniana descolgándose de su clavícula desnuda.
Con una creciente trayectoria propia como fotógrafo, Duffy hijo pasaría a colaborar con Duffy padre de tú a tú. Para la sesión de Lodger (1979), el disco de cierre de la trilogía de Berlín, Chris participó en esa ingeniería técnica pre-Photoshop con la que suspendieron al cantante en un marco de acero para fingir su caída al vacío. La sesión de Scary Monsters (1980) se produjo tras la cremá de Duffy. Bowie le solicitó una última sesión, su coda colaborativa. “Mi padre por entonces ya no tenía estudio propio, me pidió prestado el mío retomando mi rol de asistente. Londres estaba cambiando, la escena new romantic estalló gracias al club The Blitz y Bowie quiso visitarlo en busca de los protagonistas del videoclip de Ashes to Ashes”, recuerda Chris, que por entonces formaba parte de la troupe de ese pequeño antro, germen del clubbing moderno. Su look de Pierrot decadente, progresivamente desastrado, debía tanto a su maestro Lindsay Kemp como a su aprendiz Steve Strange y le servía como metáfora perfecta para decir adiós a una época. Había llegado el momento de dar el relevo. La estrella de Bowie continuó brillando hasta volverse negra, pero para entonces cedió la antorcha de la extravagancia a nuevas generaciones que han vuelto una y otra vez a su mítico legado estético.
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