La mugre
Las películas de Elena López Riera son una mirada tierna y a la vez crítica a nuestras creencias más profundas
He dejado a una pareja en el metro camino de un concierto en el Madison Square Garden. Los he dejado con la conversación a medias y no paro de pensar en ellos. La chica se acababa de colocar la mano en el corazón y hablaba de un disparo. Lo hacía con el rostro afligido, como si algo no le permitiera explicar la historia completa. También dejé en suspenso a una mujer que entrevistaba en un bar a un señor fornido y rudo. Pretendía aislarse en una plataforma petrolera y escribir sobre cómo se comportan los hombres cuando no hay mujeres cerca. Pero estarás tú, dice que le dijo su editora, y también a mí me inquieta conocer cómo pretende llevar a cabo su cometido. Hay un niño que observa la camisa de su madre. Es negra con florecillas blancas. La madre se está quitando el luto y las motas blancas de la camisa se deslizan como la nieve de detrás de la ventana, arrastrando su pena con ellas. Ha dejado al niño en una fiesta de cumpleaños en un pisito abarrotado de gente en el centro de una Valencia congelada y lejana, y no sabe cómo actuar, da la impresión de que va a suceder algo grave.
Avanzo lentamente en las lecturas. Busco, en los huecos que me deja la vida laboral, momentos para reencontrarme con las dos mujeres y con el niño. Siento que tengo a todo el mundo en suspenso, y que, si ellos no avanzan, tampoco yo puedo seguir adelante, pero sin embargo siguen sucediendo cosas.
Una señora aparece de repente montada en una motocicleta, agarrando a un conejo por las orejas. Lo deja en el suelo para que sus nietos jueguen con él. Los niños lo acarician, le dan empujoncitos en el lomo, le hacen arrumacos. Después, la señora lo agarra por las patas traseras y le atina varios golpes en el cuello. En la siguiente escena le arranca la piel y le quiebra las patitas para poder cortarlas. El corto se titula Las vísceras, lo he visto después de caminar sin rumbo por los polígonos industriales de Orihuela con un chico que se siente extranjero en su propia casa. Mientras él se perdía en la noche, el pueblo apagaba las luces y hombres y mujeres salían en procesión acompañando, solo con velas y farolillos de papel, una imagen de Cristo crucificado.
Llego a Las vísceras y a Pueblo después de estar varias semanas con El agua dentro del cuerpo. La vi de noche, cuando la casa dormía, y en varias ocasiones miré hacia atrás porque sentía en mi salón la presencia del río de la película de Elena López Riera, quien toma una distancia magistral con aquello de lo que casi nadie puede despegarse. Su mirada barre el río, el asfalto, los polígonos industriales, los huertos de naranjos y algunas tradiciones que una vez nos conectaron con la tierra y que ahora cuelgan sin sentido como trozos de cables reventados en postes de madera carcomidos.
Una nieta pasa la esponja por la espalda de su abuela, metida en una pequeña bañera. Cuando acaba con el jabón, coge el agua con la mano y la desliza por los hombros de la vieja, quien recuerda la primera vez que hizo el amor con el que acabaría siendo su marido. Que Dios me perdone pero cuando se murió, descansé, dice al recordar cómo cambió la acción de las manos del hombre sobre su cuerpo una vez casados. ¿Lo has vuelto a ver desde que murió?, le pregunta la nieta. Sí, claro, los muertos siempre se quedan con nosotras.
Son, las películas de Elena López Riera, una mirada tierna y a la vez crítica a nuestras creencias más profundas. Reviven el olor de la piel de los muertos, el agua fría de la piscina municipal, el amor de juventud y las tardes eternas. Afinan la disección de la oralidad de los mitos que se transmiten de madres a hijas, los que nos condicionan en la manera de entender nuestro cuerpo y de entendernos con él en el mundo. Iluminan con un gran foco la cosa sucia, pecaminosa y diabólica que somos. Con tanta luz no es difícil identificar las trampas y empezar a sacudirnos una mugre que no nos pertenece.
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